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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

Sobre la muerte y los moribundos (6 page)

Otro ejemplo de un problema de “hablar o no hablar” es el señor D., del que nadie estaba seguro de si conocía o no la naturaleza de su enfermedad. El personal del hospital estaba convencido de que el paciente no sabía lo grave que estaba, pues nunca concedía a nadie muchas confidencias. Nunca hacía preguntas sobre el tema, y en general parecía temido por el personal. Las enfermeras estaban dispuestas a apostar a que nunca aceptaría una invitación para hablar del tema conmigo. Previendo dificultades, me acerqué a él vacilante y le pregunté simplemente: “¿Qué enfermedad tiene?” “Tengo un cáncer...”, fue su respuesta. Su problema era que nadie le había hecho nunca una simple pregunta directa. Tomaban su aspecto torvo por una puerta cerrada; en realidad, la ansiedad del personal le impedía averiguar lo que él deseaba ardientemente compartir con otro ser humano.

Si un tumor maligno se presenta como una enfermedad incurable que da la sensación de “para qué sirve todo, de todos modos no podemos hacer nada”, será el comienzo de una temporada difícil para el paciente y para los que le rodean. Él sentirá un aislamiento creciente, una pérdida de interés por parte de su médico y una desesperación cada vez mayor. Puede empeorar rápidamente o caer en una profunda depresión de la que tal vez no salga si nadie es capaz de darle una luz de esperanza.

La familia de estos pacientes puede compartir quizá sus sentimientos de pena e inutilidad, de irremediabilidad y desesperanza, y no contribuir en absoluto al bienestar del paciente. Pueden pasar el breve tiempo restante en un estado de depresión morbosa en vez de convertirlo en una experiencia enriquecedora, que es lo que suele ser cuando el médico responde como hemos dicho antes.

Tengo que subrayar, sin embargo, que la reacción del paciente no depende únicamente de cómo se lo diga el médico. Pero la manera de comunicar la mala noticia es un factor importante que a menudo se minusvalora y en el que se habría de insistir más en la enseñanza de la medicina a los estudiantes y en la supervisión de los médicos jóvenes.

Resumiendo, entonces, creo que no se habría de preguntar: “¿Se lo digo a mi paciente?”, sino: “¿Cómo voy a compartir lo que yo sé con mi paciente?” El médico debería examinar primero su propia actitud hacia las enfermedades malignas y la muerte para poder hablar de estas cuestiones tan graves sin excesiva ansiedad. Debería buscar indicios en el paciente para averiguar hasta qué punto éste quiere afrontar la realidad. Cuantas más personas de las que rodean al paciente conozcan el diagnóstico de algo maligno, antes comprenderá el verdadero estado de cosas el propio paciente, pues hay pocas personas que sean tan buenos actores como para mantener una máscara convincente de jovialidad durante un largo período de tiempo. La mayoría de los pacientes, por no decir todos, se enteran de un modo u otro. Lo notan en la mayor atención, en la forma nueva y diferente con que se dirigen a ellos, en la reducción del tono de voz o la disminución de las visitas, en la cara llorosa de un pariente o en la sonrisa forzada de un miembro de la familia que no puede ocultar sus verdaderos sentimientos. Fingirán no saberlo cuando el médico o el pariente no se atrevan a hablarle de su verdadero estado, y recibirán muy bien a alguien que quiera hablar de ello, pero que les permita conservar sus defensas durante todo el tiempo que las necesiten.

Tanto si se le dice explícitamente como si no, el paciente se enterará y puede perder la confianza en un médico que, o le ha dicho una mentira, o no le ha ayudado a afrontar la gravedad de su enfermedad cuando podía haber tenido tiempo para prepararse.

Es un arte compartir esta noticia dolorosa con un paciente. Cuanto más simplemente se hace, más fácil suele ser para un paciente pensarlo mejor más tarde, si no puede “oírlo” en el mismo momento. Nuestros pacientes agradecían que se les informara en la intimidad de una pequeña habitación y no en el pasillo de una clínica, llena de gente.

Lo que recalcaban todos nuestros pacientes era la sensación de comprensión, que contaba más que la tragedia inmediata de la noticia. La garantía de que se iba a hacer todo lo posible, de que no iban a ser “abandonados”, de que había tratamientos, de que había un atisbo de esperanza —incluso en los casos más avanzados. Si la noticia se comunica así, el paciente continuará teniendo confianza en el médico, y tendrá tiempo para pasar por las diferentes reacciones que le permitirán afrontar su nueva y difícil situación vital.

Las páginas siguientes son un intento de resumir lo que hemos aprendido de nuestros pacientes moribundos sobre los mecanismos de reacción que entran en funcionamiento durante una enfermedad mortal.

3. Primera fase: negación y aislamiento

El hombre construye barricadas contra sí mismo.

Tagore,
Pájaros errantes
, LXXIX

De los doscientos o más pacientes moribundos que hemos entrevistado, la mayoría, al enterarse de que tenían una enfermedad mortal, reaccionaron diciendo: “No, yo no, no puede ser verdad.” Esta negación
inicial
era común a los pacientes a los que se les revelaba directamente desde el principio su enfermedad, y a aquellos a los que no se les decía explícitamente y que llegaban a aquella conclusión por sí mismos, un poco más tarde. Una de nuestras pacientes describió su largo y costoso ritual, como lo llamó ella, para apoyar su negación. Estaba convencida de que las radiografías estaban “confundidas”; dijo que era imposible que su informe patológico estuviera listo tan pronto y que debían haber puesto su nombre en el informe de otra paciente. Al no confirmarse nada de esto, pidió rápidamente salir del hospital, y fue en busca de otro médico con la vana esperanza de “conseguir una explicación mejor a mis trastornos”. Esta paciente fue de médico en médico: algunos le daban respuestas tranquilizadoras, y otros confirmaban la sospecha anterior. Tanto si la confirmaban como si no, ella reaccionaba de la misma manera; pedía que la examinaran y la volvieran a examinar, sabiendo en parte que el diagnóstico primero era correcto, pero al mismo tiempo buscando otras valoraciones con la esperanza de que la primera conclusión fuera un error, pero manteniéndose en contacto con un médico para tener una ayuda disponible “en cualquier momento”, como dijo ella.

Esta negación tan angustiosa ante la presentación de un diagnóstico es más típica del paciente que es informado prematura o bruscamente por alguien que no le conoce bien o que lo hace rápidamente para “acabar de una vez” sin tener en cuenta la disposición del paciente. La negación, por lo menos la negación parcial, es habitual en casi todos los pacientes, no sólo durante las primeras fases de la enfermedad o al enterarse del diagnóstico, sino también más adelante, de vez en cuando. ¿Quién fue el que dijo: “No podemos mirar al sol todo el tiempo, no podemos enfrentarnos a la muerte todo el tiempo?” Estos pacientes pueden considerar la posibilidad de su propia muerte durante un tiempo, pero luego tienen que desechar estos pensamientos para proseguir la vida.

Insisto mucho en esto porque lo considero una manera sana de enfocar la situación incómoda y dolorosa en la que tienen que vivir algunos de estos pacientes durante mucho tiempo. La negación funciona como un amortiguador después de una noticia inesperada e impresionante, permite recobrarse al paciente y, con el tiempo, movilizar otras defensas, menos radicales. Esto no significa, sin embargo, que el mismo paciente, más adelante, no esté dispuesto, e incluso contento y aliviado al sentarse a charlar con alguien de su muerte inminente. Este diálogo deberá tener lugar cuando buenamente pueda el paciente, cuando él (¡no el oyente!) esté dispuesto a afrontarlo. Además, el diálogo se ha de terminar cuando el paciente no pueda seguir afrontando los hechos y vuelva a su anterior negación. No importa cuándo tenga lugar este diálogo. A menudo nos acusan de hablar de la muerte con pacientes muy enfermos cuando el médico cree —con mucha razón— que no están muriéndose. Soy partidaria de hablar de la muerte y del morir con los pacientes mucho antes de que llegue su hora si el paciente indica que quiere hacerlo. Un individuo más sano y más fuerte puede afrontarlo mejor y está menos asustado ante la muerte venidera cuando todavía está “a kilómetros de distancia” que cuando “está a la puerta”, como dijo uno de nuestros pacientes muy apropiadamente. También es más fácil para la familia hablar de estas cosas en momentos de relativa salud y bienestar y disponer la seguridad financiera de los niños y otros familiares mientras el cabeza de familia todavía funciona. A menudo, posponer estas conversaciones no sirve para nada al paciente, sino a nuestra actitud defensiva.

Generalmente la negación es una defensa provisional y pronto será sustituida por una aceptación parcial. La negación mantenida no siempre aumenta el dolor si se aguanta hasta el final, cosa que yo considero muy poco común. Entre nuestros doscientos pacientes desahuciados, sólo me he encontrado con tres que intentaran negar la proximidad de la muerte hasta el último momento. Dos de éstos, mujeres, hablaban de morir en breve, pero sólo como “una nueva molestia inevitable que espero venga mientras duerma”, y decían: “Espero que no sea doloroso.” Después de decir esto, volvían a su anterior negación de la enfermedad.

La tercera paciente, también una solterona madura, al parecer había utilizado la negación como defensa durante la mayor parte de su vida. Tenía un tipo de cáncer de pecho visible, extenso y ulceroso, pero rechazó el tratamiento hasta poco antes de morir. Tenía mucha fe en la Christian Science
[1]
y se aferró a esta creencia hasta el último día. A pesar de su negación, una parte de ella debía haber afrontado la realidad de su enfermedad, ya que, finalmente, aceptó la hospitalización y, por lo menos, algunos de los tratamientos que se le ofrecían. Cuando fui a verla antes de que la operasen, se refirió a la operación diciendo que le iban a “cortar parte de la herida para que pudiera cicatrizar mejor”. Además hizo saber que sólo deseaba conocer detalles sobre su hospitalización “que no tengan nada que ver con mi herida”. Repetidas visitas hicieron evidente que temía cualquier comunicación de miembros del personal hospitalario, que podían demoler su negación, esto es, hablarle de su cáncer avanzado. A medida que se iba debilitando, su maquillaje se volvía más grotesco. Al principio se aplicaba pintura de labios roja y colorete discretamente, pero luego el maquillaje se volvió más brillante y más rojo, hasta que pareció el de un payaso. Sus vestidos se volvieron también de colores más vivos a medida que se aproximaba el fin. Durante los últimos días evitaba mirarse al espejo, pero continuaba aplicándose la máscara en un intento de ocultar su depresión cada vez mayor y el rápido deterioro de su aspecto. Cuando le pregunté si había algo que pudiéramos hacer por ella, contestó: “Venga mañana.” No dijo: “Déjeme sola”, o “No me moleste”, sino que dejó abierta la posibilidad de que mañana fuera el día en que sus defensas ya no la sostuvieran más, haciendo obligatoria la ayuda. Sus últimas palabras fueron: “Creo que no puedo seguir haciéndolo.” Murió al cabo de menos de una hora.

La mayoría de los pacientes no llevan la negación hasta este extremo. Pueden hablar brevemente de la realidad de su situación, y de repente, manifestar su incapacidad para seguir viéndola de un modo realista. ¿Cómo sabemos, entonces, cuándo un paciente no desea seguir afrontándola? Puede hablar de temas referentes a su vida, puede compartir algunas fantasías importantes sobre la muerte misma o la vida después de la muerte (en sí misma, una negación), y cambiar de tema a los pocos minutos, diciendo casi lo contrario de lo que ha dicho antes. Si le escuchamos en esos momentos, puede parecemos que escuchamos a un paciente que tiene una dolencia sin importancia, nada que pueda costarle la vida. Entonces es cuando hemos de recoger la indirecta y reconocer (para nuestros adentros) que ése es el momento en que el paciente prefiere pensar en cosas más alegres y animadas. Entonces permitimos al paciente que sueñe despierto en cosas más alegres, por improbables que sean. (Hemos tenido varios pacientes que soñaban con situaciones aparentemente imposibles que —para gran sorpresa nuestra— se hicieron realidad.) Lo que trato de subrayar es que la necesidad de negación existe en todos los pacientes alguna vez, más al principio de una enfermedad grave que hacia el final de la vida. Luego, la necesidad va y viene, y el oyente sensible y perceptivo reconocerá esto y respetará las defensas del paciente sin hacerle consciente de sus contradicciones. Generalmente, es mucho más tarde cuando el paciente usa el aislamiento más que la negación. Entonces puede hablar de su salud y su enfermedad, su mortalidad y su inmortalidad como si fueran hermanas gemelas que pudieran existir una al lado de la otra, con lo que afronta la muerte pero todavía conserva la esperanza.

Así pues, resumiendo, la primera reacción del paciente puede ser un estado de conmoción temporal del que se recupera gradualmente. Cuando la sensación inicial de estupor empieza a desaparecer y consigue recuperarse, su respuesta habitual es: “No, no puedo ser yo.” Como en nuestro inconsciente somos todos inmortales, para nosotros es casi inconcebible reconocer que tenemos que afrontar la muerte. Dependerá mucho de cómo se le diga, de cuánto tiempo tenga para reconocer gradualmente lo inevitable, y de cómo se haya preparado a lo largo de su vida para afrontar situaciones de tensión, que abandone poco a poco su negación y use mecanismos de defensa menos radicales.

También hemos descubierto que muchos de nuestros pacientes han usado la negación cuando se encontraban con miembros del personal del hospital que tenían que usar esta forma de actuar por sus propias razones. Estos pacientes pueden ser muy meticulosos a la hora de escoger diferentes personas entre los miembros de la familia o del personal con los que hablar de su enfermedad o de su muerte inminente, mientras fingen una mejoría con los que no pueden tolerar la idea de su fallecimiento. Es posible que esta conducta del enfermo explique la discrepancia de opiniones existente con respecto a la necesidad que tiene un paciente de saber que su enfermedad es fatal.

La siguiente descripción del caso de la señora K. es el ejemplo de una paciente que usó la negación masiva durante un largo período de tiempo y muestra cómo la tratamos desde que ingresó hasta su muerte, ocurrida varios meses más tarde.

La señora K. era una mujer blanca, católica, de veintiocho años, madre de dos niños que aún no iban a la escuela. Fue hospitalizada con una enfermedad mortal del hígado. Eran indispensables una dieta muy rigurosa y unos análisis diarios para mantenerla viva.

Nos dijeron que dos días antes de su ingreso en el hospital había ido a la clínica médica y le habían dicho que no había esperanzas de restablecimiento. La familia informaba de que la paciente “se había hundido” hasta que una vecina la tranquilizó diciéndole que siempre había alguna esperanza, y animándola a que fuera a un tabernáculo donde muchas personas habían sido curadas. Entonces la paciente pidió consejo a su párroco, pero éste le recomendó que no fuera.

Un sábado, al día siguiente de la visita a la clínica, la paciente fue a aquel santuario e “inmediatamente se sintió de maravilla”. El domingo, su suegra la encontró en trance, mientras el marido estaba en su trabajo y los niños pequeños estaban solos, sin que nadie les diera de comer ni les atendiera. El marido y la suegra la llevaron al hospital y se marcharon antes de que el médico pudiera hablar con ellos.

La paciente pidió por el capellán del hospital “para explicarle la buena noticia”. Cuando él entró en la habitación, ella le dio una bienvenida exaltada: “¡Oh, padre! ¡Fue maravilloso! He sido curada. Voy a mostrar a los médicos que Dios me curará. Ahora estoy bien.” Manifestó su pesar por el hecho de que “ni siquiera mi propia iglesia entiende cómo actúa Dios”, refiriéndose al consejo de su párroco de que no fuera al santuario.

La paciente era un problema para los médicos, porque negaba su enfermedad casi completamente y no se podían fiar de lo que comía. A veces se atiborraba hasta el punto de ponerse comatosa; a veces cumplía las órdenes obedientemente. Por esta razón, pidieron una consulta psiquiátrica.

Cuando vimos a la paciente, estaba exageradamente jovial, reía tontamente, y nos aseguró que estaba completamente bien. Se paseaba por la sala haciendo visitas a las pacientes y a las enfermeras, tratando de recaudar dinero para hacer un regalo a uno de los médicos del hospital en el que tenía una fe inmensa, lo cual parecía indicar por lo menos una conciencia parcial de su verdadero estado. Era un problema difícil de tratar, pues no se podían fiar de que siguiera la dieta y tomara los medicamentos, y “no se comportaba como una paciente”. Su convicción de que estaba bien era inamovible y ella insistía para que se la confirmaran.

Una conversación con el marido nos lo reveló como un hombre bastante simple y nada emotivo, que creía seriamente que lo mejor sería que su mujer viviera en casa con los niños, aunque fuera poco tiempo, en vez de prolongar sus sufrimientos con largas hospitalizaciones, gastos inacabables, y todas las mejorías y recaídas de su enfermedad crónica. No estaba muy identificado con ella, y separaba sus sentimientos muy eficazmente del contexto de sus pensamientos. Habló muy prosaicamente de la imposibilidad de tener un ambiente hogareño estable, ya que él trabajaba por las noches y los niños vivían fuera durante la semana. Escuchándole y poniéndonos en su lugar, llegamos a darnos cuenta de que sólo podía afrontar su situación vital de aquellos momentos, de aquella manera tan desesperada. No pudimos explicarle algunas de las necesidades de ella, cosa que queríamos hacer con la esperanza de que una identificación afectiva por su parte pudiera disminuir la necesidad de negación de ella, haciéndola más dócil a un tratamiento eficaz. Él salió de la entrevista como si hubiera cumplido una tarea obligatoria, evidentemente incapaz de cambiar de actitud.

Visitamos a la señora K. a intervalos regulares. A ella le gustaban nuestras charlas, en las que hablábamos de acontecimientos cotidianos y yo me interesaba por sus necesidades. Se fue debilitando cada vez más y, durante un par de semanas, se limitó a dormitar y a cogemos la mano, y no habló mucho. Después de esto, cada vez estaba más confusa, más desorientada, y se figuraba que estaba en un bonito dormitorio, lleno de fragantes flores que le había traído su marido. Cuando estaba más despejada, tratábamos de ayudarla con trabajos manuales para hacerle pasar el tiempo un poco más de prisa. Había pasado la mayor parte de las últimas semanas sola en una habitación, con la doble puerta cerrada, y sin que entraran a verla muchos miembros del personal, ya que creían que no podían hacer nada por ella. El personal razonaba su ausencia con comentarios como “Está demasiado confusa para conocer”, y “No sabría qué decirle. ¡Tiene unas ideas tan absurdas!”

A medida que iba sintiendo este aislamiento y soledad crecientes se la vio a menudo descolgar el teléfono “sólo para oír una voz”.

Cuando le pusieron una dieta sin proteínas, pasó mucha hambre y perdió mucho peso. Se sentaba en la cama, sosteniendo las bolsitas de azúcar entre los dedos, y decía: “Al final este azúcar va a matarme.” Yo estaba sentada con ella, cuando me cogió la mano y dijo: “¡Qué manos más calientes tiene! Espero que esté conmigo cuando yo me vaya quedando fría.” Sonrió con aire de inteligencia. Lo sabía, y yo supe que, en aquel momento, había abandonado su negación. Podía pensar en su muerte y hablar de ella, y sólo pedía el pequeño alivio de la compañía y una fase final sin pasar demasiada hambre. No cruzamos más que las palabras ya mencionadas; estuvimos sentadas un rato en silencio, y cuando me iba, ella preguntó si era seguro que volvería y que traería conmigo a aquella maravillosa chica OT (terapista ocupacional), que le ayudaba a hacer unos trabajos en cuero para su familia, “y así tendrán algo para recordarme”.

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