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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

Sobre la muerte y los moribundos (2 page)

Tal vez saber esto nos ayude a entender muchas de las antiguas costumbres y ritos que han durado tantos siglos y cuyo objetivo era apaciguar la ira de los dioses o de las personas, según el caso, para reducir así el castigo previsto. Me refiero a las cenizas, los vestidos desgarrados, el velo, las
Klage Weiber
de otras épocas: todos eran medios para pedir compasión para ellos, los que estaban de duelo, y manifestaciones de dolor, pesar y vergüenza. Si alguien se aflige, se da golpes en el pecho, se mesa el cabello o se niega a comer, es un intento de autocastigo para evitar o reducir el castigo previsto para la culpa que ha tenido en la muerte del ser querido.

Este pesar, esta vergüenza y esta culpabilidad no están muy alejadas de sentimientos de cólera y rabia. El proceso del dolor siempre lleva consigo algo de ira. Como a ninguno de nosotros le gusta admitir su cólera respecto a una persona muerta, estas emociones a menudo son disfrazadas o reprimidas y prolongan el período de dolor o se manifiestan de otras maneras. Conviene recordar que no nos corresponde juzgar aquí estos sentimientos, calificándolos de malos o vergonzosos, sino llegar a entender su verdadero significado y origen como manifestaciones de conducta humana. Para ilustrar esto, utilizaré una vez más el ejemplo del niño, y del niño que hay en nosotros. El niño de cinco años que pierde a su madre se culpa a sí mismo por su desaparición y al mismo tiempo se enoja con ella por haberle abandonado y por no satisfacer ya más sus necesidades. Entonces la persona muerta se convierte en algo que el niño ama y desea mucho, pero que odia con la misma intensidad por lo dura que se le hace su pérdida.

Los antiguos hebreos consideraban que el cuerpo de una persona muerta era algo impuro y que no había de tocarse. Los primitivos indios americanos hablaban de los malos espíritus y disparaban flechas al aire para alejarlos. Muchas otras culturas tienen rituales para protegerse de la persona muerta “mala”, y todos se originan en este sentimiento de ira que todavía existe en todos nosotros, aunque no nos guste admitirlo. La tradición de la lápida sepulcral puede que tenga su origen en este deseo de mantener a los malos espíritus allá abajo, en lo hondo, y los guijarros que muchas personas ponen sobre la tumba son símbolos del mismo deseo. Aunque consideremos las salvas de cañones en los funerales militares como un último saludo, en el fondo se trata de un ritual simbólico semejante al que usaba el indio cuando lanzaba sus venablos y flechas al cielo.

Doy estos ejemplos para poner de relieve que el hombre no ha cambiado básicamente. La muerte es todavía un acontecimiento terrible y aterrador, y el miedo a la muerte es un miedo universal aunque creamos que lo hemos dominado en muchos niveles.

Lo que ha cambiado es nuestra manera de hacer frente a la muerte, al hecho de morir y a nuestros pacientes moribundos.

Al haber crecido en un país de Europa donde la ciencia no está tan adelantada, donde las técnicas modernas no han hecho más que empezar a utilizarse en medicina y donde la gente todavía vive como vivía en este país hace medio siglo, he tenido la oportunidad de estudiar una parte de la evolución de la humanidad en un período más breve.

Recuerdo, de cuando era niña, la muerte de un granjero. Se cayó de un árbol y ya se vio que no duraría mucho. Él pidió, simplemente, morir en casa, deseo que se le concedió sin más. Pidió que entraran sus hijas en el dormitorio y habló con cada una de ellas por separado durante unos minutos. Arregló sus asuntos tranquilamente, aunque sufría mucho, y distribuyó sus pertenencias y su tierra, ninguna de las cuales se había de dividir hasta que muriera también su mujer. También pidió a cada uno de sus hijos que compartiera el trabajo, los deberes y las tareas que él había llevado a cabo hasta el momento del accidente. Pidió que le fueran a ver sus amigos, para decirles adiós. Aunque entonces yo era tina niña pequeña, no me excluyó a mí ni a mis hermanos. Nos permitieron participar en los preparativos de la familia y acompañarles hasta que se murió. Cuando esto ocurrió, lo dejaron en casa, en su propia y querida casa, que había construido él, y entre sus amigos y vecinos, que fueron a verle por última vez, yacente en medio de flores en el lugar donde había vivido y que quería tanto. En ese país todavía no se emplea embalsamamiento ni falso maquillaje para hacer ver que el muerto duerme. Sólo las señales de enfermedades que desfiguran mucho se cubren con vendas, y sólo los cadáveres de infecciosos son retirados de la casa antes del entierro.

¿Por qué describo estas costumbres “anticuadas”? Creo que son una señal de la aceptación del desenlace fatal, y ayudan al paciente moribundo y a su familia a aceptar la pérdida de un ser querido. Si a un paciente se le permite acabar su vida en el ambiente familiar y querido, no necesita tanta adaptación. Su familia le conoce lo suficiente como para sustituir un sedante por un vaso de su vino favorito; o el olor de una sopa casera que pueda despertarle el apetito para sorber unas cucharadas de líquido, creo que es más agradable que una infusión. No voy a negar la necesidad de sedantes e infusiones, y sé muy bien por mi experiencia como médico rural que, a veces, pueden salvar una vida y a menudo son inevitables. Pero también sé que la paciencia y las caras y alimentos conocidos pueden reemplazar muchas veces a una botella de líquidos intravenosos, suministrada por la sencilla razón de que cubre una necesidad fisiológica sin movilizar a demasiadas enfermeras.

El hecho de que se permita a los niños permanecer en una casa donde ha habido una desgracia y se los incluya en las conversaciones, discusiones y temores, les da la sensación de que no están solos con su dolor y les da el consuelo de la responsabilidad compartida y del duelo compartido. Les prepara gradualmente y les ayuda a ver la muerte como parte de la vida. Es una experiencia que puede ayudarles a crecer y a madurar.

Esto contrasta mucho con una sociedad en la que la muerte se considera un tabú, en la que hablar de ella se considera morboso, y se excluye a los niños con la suposición y el pretexto de que sería “demasiado” para ellos. Entonces los mandan a casa de parientes, a menudo con mentiras poco convincentes como “Mamá se ha ido a hacer un largo viaje”, u otras historias increíbles. El niño nota que algo anda mal, y su desconfianza hacia los adultos se multiplicará si otros parientes añaden nuevas variaciones a la historia, esquivan sus preguntas y sospechas y le inundan de regalos que son pobres sustitutivos de una pérdida que no se le permite afrontar. Tarde o temprano, el niño se dará cuenta de que la situación de la familia ha cambiado y, según su edad y personalidad, mantendrá un dolor no revelado y considerará este acontecimiento terrible y misterioso. En cualquier caso, será una experiencia muy traumática con unos adultos indignos de su confianza, que no tendrá manera de afrontar.

Fue igualmente imprudente decir a una niña que perdió a su hermano que Dios quería tanto a los niños que se había llevado a Johnny al cielo. Cuando la niña creció y se convirtió en mujer, nunca perdió su enojo contra Dios, que se convirtió en depresión psicótica cuando se le murió un hijito, treinta años más tarde.

Sería lógico pensar que nuestra gran emancipación, nuestro conocimiento de la ciencia y del hombre nos ha dado mejores sistemas y medios para preparamos a nosotros y a nuestras familias para este acontecimiento inevitable. En lugar de eso, ha pasado la época en la que a un hombre se le permitía morir en su propia casa con paz y dignidad.

Cuantos más avances hacemos en la ciencia, más parecemos temer y negar la realidad de la muerte. ¿Cómo es posible?

Utilizamos eufemismos, hacemos que el muerto tenga aspecto de dormido, alejamos a los niños para protegerlos de la inquietud y la agitación de la casa, si el paciente tiene la suerte de morir en ella; no permitimos a los niños que vayan a ver a sus padres moribundos en los hospitales, tenemos largas y polémicas discusiones sobre si hay que decir o no la verdad a los pacientes —cuestión que raras veces surge cuando la persona que va a morir es atendida por el médico de la familia, que la conoce desde que la parieron y que está al tanto de los puntos flacos y fuertes de cada miembro de la familia.

Creo que hay muchas razones por las que no se afronta la muerte con tranquilidad. Uno de los hechos más importantes es que, hoy en día, morir es más horrible en muchos aspectos, es decir, es algo solitario, mecánico y deshumanizado; a veces, hasta es difícil determinar técnicamente en qué momento se ha producido la muerte.

El morir se convierte en algo solitario e impersonal porque a menudo el paciente es arrebatado de su ambiente familiar y llevado a toda prisa a una sala de urgencia. Todo el que haya estado muy enfermo y haya necesitado descanso y consuelo puede recordar su experiencia: fue depositado en una camilla y tuvo que soportar el ruido de la sirena de la ambulancia y la carrera febril hasta que se abrieron las puertas del hospital. Sólo los que han pasado por esto pueden hacerse cargo del malestar y la frialdad de un transporte así, que es sólo el principio de una larga prueba, difícil de soportar cuando estás bien, más difícil de expresar con palabras cuando el ruido, las luces, las sacudidas y las voces resultan intolerables. Podríamos considerar un poco más al paciente que está bajo las sábanas y las mantas y quizá detener nuestras bienintencionadas y eficientes prisas para estrechar su mano, sonreír o escuchar una pregunta. Incluyo el viaje hasta el hospital como el primer capítulo del morir, pues lo es en muchos casos. Lo describo exageradamente en contraste con la situación del enfermo al que dejan en su casa, no para decir que no se deberían salvar las vidas que puedan salvarse por medio de una hospitalización, sino para concentrar la atención en la experiencia del paciente, en sus necesidades y sus reacciones.

Cuando un paciente está gravemente enfermo, a menudo se le trata como a una persona sin derecho a opinar. A menudo es otro quien toma la decisión de si hay que hospitalizarlo o no, cuándo y dónde. ¡Costaría tan poco recordar que la persona enferma también tiene sentimientos, deseos y opiniones!, y —lo más importante de todo— tiene derecho a ser oída.

Bueno, ahora nuestro paciente ha llegado a la sala de urgencias. Se verá rodeado de diligentes enfermeras, practicantes, internos, residentes, quizás un técnico de laboratorio que le extraerá un poco de sangre, un técnico en electrocardiogramas que le hará un cardiograma. Puede que le lleven a los rayos X y oirá opiniones sobre su estado y discusiones y preguntas a miembros de la familia. Lenta, pero inexorablemente, está empezando a ser tratado como una cosa. Ya no es una persona. A menudo, las decisiones se toman sin tener en cuenta su opinión. Si intenta rebelarse, le administrarán un sedante y, al cabo de horas de esperar y preguntarse si lo resistirá, le llevarán a la sala de operaciones o a la unidad de tratamiento intensivo, y se convertirá en objeto de gran interés y de una gran inversión financiera.

Puede pedir a gritos descanso, paz y dignidad, pero sólo recibirá infusiones, transfusiones, un aparato para el corazón o la traqueotomía si es necesario. Puede que quiera que una sola persona se detenga un solo minuto para poder hacerle una sola pregunta... pero se encontrará con una docena de personas pendientes del reloj, todas activamente preocupadas por su ritmo cardíaco, su pulso, su electrocardiograma o sus funciones pulmonares, sus secreciones o excreciones, pero no por él como ser humano. Tal vez desee luchar contra ello, pero será una lucha inútil, ya que esto se hace para salvarle la vida, y si pueden salvársela, ya pensarán después en la persona. ¡Los que piensen primero en la persona pueden perder un tiempo precioso para salvarle la vida! Por lo menos, ésta parece ser la justificación racional que hay detrás de esta actitud, ¿verdad? La razón de este comportamiento cada vez más mecánico y despersonalizado, ¿no será un sentimiento de autodefensa? ¿No será esta actitud nuestra la manera de hacer frente y reprimir la angustia que un moribundo o un paciente en estado crítico despierta en nosotros? Nuestra concentración en el equipo médico, en la presión sanguínea, ¿no es un intento desesperado de negar la muerte inminente que es tan terrible y molesta para nosotros, que hemos trasladado todo nuestro conocimiento a las máquinas, porque nos son menos próximas que la cara de sufrimiento de otro ser humano que nos recordaría una vez más nuestra falta de omnipotencia, nuestros propios límites y fracasos, y en el último, aunque muy importante lugar, nuestra propia mortalidad?

Tal vez haya que hacer esta pregunta: ¿Estamos volviéndonos menos humanos o más humanos? Aunque este libro no pretende en modo alguno pronunciarse sobre esto, es evidente que, cualquiera que sea la respuesta, el paciente hoy sufre más, no físicamente quizá, pero sí emocionalmente. Y sus necesidades no han cambiado a lo largo de los siglos, sólo nuestra capacidad para satisfacerlas.

2. Actitudes con respecto a la muerte y al moribundo

Los hombres son crueles, pero el Hombre es bondadoso.

Tagore,
Pájaros errantes
, CCXIX

Contribución de la sociedad a la actitud defensiva

Hasta ahora hemos visto la reacción individual humana ante la muerte y el moribundo. Si ahora echamos un vistazo a nuestra sociedad, nos preguntaremos qué pasa con el hombre en una sociedad empeñada en ignorar o eludir la muerte. ¿Qué factores, si es que los hay, contribuyen a hacer cada vez mayor la inquietud ante la muerte? ¿Qué pasa en el campo siempre cambiante de la medicina, en el que tenemos que preguntarnos si la medicina va a seguir siendo una profesión humanitaria y respetada o una ciencia nueva, despersonalizada, que servirá para prolongar la vida más que para disminuir el sufrimiento humano? ¿Qué pasa cuando los estudiantes de medicina pueden elegir entre docenas de disertaciones sobre el ARN y el ADN pero tienen menos experiencia de la simple relación médico-paciente que era el abecé de todos los buenos médicos de familia? ¿Qué pasa en una sociedad que pone más énfasis en el coeficiente de inteligencia y en la calificación de sus médicos que en las cuestiones de tacto, sensibilidad, capacidad perceptiva y buen gusto a la hora de tratar al que sufre? ¿En una sociedad profesional, donde el joven estudiante de medicina es admirado por su trabajo de investigación y laboratorio durante los primeros años de sus estudios, aunque no sepa encontrar palabras adecuadas cuando un paciente le hace una simple pregunta? Si pudiéramos combinar la enseñanza de los nuevos descubrimientos científicos y técnicos con una insistencia similar en las relaciones humanas interpersonales, haríamos verdaderos progresos, pero no los haremos si el estudiante adquiere mayor formación científica a costa del contacto interpersonal, cada vez menor. ¿En qué va a convertirse una sociedad que hace hincapié en los números y en las masas, más que en el individuo; en la que las facultades de medicina desean ampliar sus clases, donde se tiende a reducir al mínimo el contacto profesor-alumno, sustituido por la televisión en circuito cerrado, grabaciones y películas, todo lo cual puede llegar a un mayor número de estudiantes pero de una forma más despersonalizada?

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