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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

Sobre la muerte y los moribundos (10 page)

Capellán:
¿La provocaban?

Paciente:
Sí. Y además, a la gente que me había enseñado. ¿Tenían más razón que las personas que decían aquellas cosas? Quiero decir que descubrí que yo no tenía una religión. Tenía la religión de otro. Y esto es lo que me hizo M. M., es él, ¿sabe? Siempre estaba diciendo algo sarcástico, o la enfermera decía: “No sé por qué me ocupo tanto de la Iglesia Católica Romana cuando la odio tanto.” Esto cuando me daba una píldora. Era para provocar una reacción en mí, una reacción suave. Pero M. trataba de ser respetuoso conmigo. Decía: “¿De qué quiere hablar? Yo quiero hablar de Barrabás.” Yo respondía: “Bueno, M., no puede hablar de Barrabás en vez de hablar de Cristo”, y él: “¿Y qué diferencia hay, en realidad? No se enfade, Hermana.” Trataba de ser respetuoso, pero siempre me estaba provocando. Todo era en broma, ¿entiende?

Doctora:
¿Le gusta él?

Paciente:
Sí. Todavía ahora.

Doctora:
¿Está ocurriendo esto aún ahora? ¿Es alguien que está aquí?

Paciente:
No, esto pasó la segunda vez que estuve hospitalizada aquí. Pero hemos seguido siendo amigos.

Doctora:
¿Todavía tiene contacto con él?

Paciente:
Estuvo aquí el otro día. Sí, me mandó un bonito ramo de flores. Pero en realidad, de él vino mi fe. Ahora es verdaderamente mi propia fe. Y es fe, no la teoría de otra persona. Quiero decir que no comprendo los caminos de Dios ni muchas cosas que pasan, pero creo que Dios es más grande que yo, y cuando veo morir a los jóvenes, y veo a sus padres, y a todos los que dicen “¡Qué lástima!” y todo eso, lo comprendo. Digo: “Dios es amor”, y ahora lo digo en serio. No son palabras, lo digo muy en serio. Y él, si es amor, sabe que este momento de la vida de esta persona es su mejor momento, y si hubiera vivido más o si hubiera vivido menos, no habría podido darle tanta eternidad, o habría tenido en la eternidad un castigo que habría sido peor de lo que pasa ahora. Pienso en su amor, así es como puedo aceptar la muerte de los jóvenes y los inocentes.

Doctora:
¿Le molesta que le haga algunas preguntas muy personales?

Capellán:
Sólo una más. Si he comprendido bien, usted está diciendo que ahora su fe es más fuerte y que puede aceptar mejor su enfermedad que cuando empezó. Esto es lo que se deduce.

Paciente:
Bueno, no. Estoy hablando de mi fe, al margen de mi enfermedad. Porque no fue la enfermedad, fue M. quien reforzó mi fe, sin proponérselo siquiera.

Doctora:
Ahora es algo suyo propio, y no algo enseñado por otro.

Capellán:
Vino de aquella relación.

Paciente:
Ocurrió aquí. Pasó aquí, aquí mismo, en este hospital. Lo he ido elaborando estos años y ha madurado. Ahora comprendo verdaderamente lo que es la fe y la esperanza. Mientras que antes siempre estaba yendo a tientas para entenderlo más claramente. Y aunque ahora sé más, eso no cambia el hecho de que ahora veo y aprecio muchas más cosas. Digo a M.: “Si no hay un Dios, no tengo nada que perder, pero si lo hay, le estoy adorando como se merece, o sea, todo lo que puedo en este momento.” Mientras que antes no era yo misma, era una autómata, el resultado de mi educación. No adoraba a Dios. Yo creía que sí, pero créame, si alguien hubiera dicho que yo no creía en Dios, me habría sentido insultada. Ahora veo la diferencia.

Capellán:
¿Tenía usted otras preguntas?

Doctora:
Sí, pero creo que tenemos que acabar dentro de cinco minutos. Quizá podamos continuar otra vez.

Paciente:
Quiero decirle algo que me dijo una paciente: “No me diga que ésta es la voluntad de Dios para mí.” Antes nunca había oído a nadie hacer un comentario tan resentido. Era una madre de veintisiete años que dejaba tres niños. “No puedo soportar que alguien me lo diga. En el fondo ya lo sé, pero ¡cuando tienes este dolor! Nadie puede ponerte paños calientes cuando estás sufriendo.” En esos momentos, es mucho mejor decir algo así como “Estás sufriendo”, para dar la impresión de que comprendes lo que está pasando el otro, que ignorarlo y añadir algo. Cuando estás mejor, entonces muy bien. Otra cosa que puedo decirles: la gente no puede oír la palabra “cáncer”. Parece que esta palabra todavía levanta ampollas.

Doctora:
Hay otras palabras como ésa, también.

Paciente:
Pero para muchos, mucho más que para mí. Creo que en muchos aspectos ha sido una enfermedad beneficiosa. Me ha hecho ganar mucho. He hecho muchos amigos, he conocido mucha gente. No sé si una enfermedad cardíaca o una diabetes son más tolerables. Miro a los demás del pasillo, y me alegro de lo que tengo, y de lo que no tengo. No envidio a los demás. Cuando uno está muy enfermo, no piensa en estas cosas. Uno sólo espera a ver si la gente va a herirte o a ayudarte.

Doctora:
¿Cómo era usted cuando era niña? ¿Por qué se metió monja? ¿Fue idea de la familia o algo así?

Paciente:
Yo fui la única de la familia. Éramos diez hermanos, cinco chicos y cinco chicas. Siempre quise ser monja. Pero a veces, desde que he estudiado más psicología, me pregunto si no era por ganas de destacar. Porque yo era muy diferente de mis hermanas, que eran muy razonables para mi familia. Mi madre... Ellas eran buenas amas de casa y todo eso, y a mí me gustaban mucho más los libros y otro tipo de cosas. Pero con los años eso ha cambiado. A veces, cuando me canso de ser monja, porque es terriblemente duro, en esos momentos recuerdo que si Dios lo ha querido, puedo aceptarlo como voluntad de Dios. Él me habría mostrado un camino diferente hace años, de una u otra forma. He pensado esto toda mi vida, esto era lo único, aunque ahora pienso que también habría podido ser una buena madre y una buena esposa. Pero entonces creía que aquella era la única cosa que yo debía o podía hacer. No es que fuera forzada, porque lo hice libremente, pero no era plenamente consciente. Tenía trece años cuando entré y no hice los votos hasta los veinte, quiero decir que tuve todo ese tiempo, y luego seis años más, para decidirme antes de hacer los votos perpetuos. Y yo digo que esto es igual que el matrimonio: depende de ti. O lo aceptas o lo rechazas.

Doctora:
¿Vive todavía su madre?

Paciente:
Sí.

Doctora:
¿Qué clase de mujer es?

Paciente:
Mi padre y mi madre vinieron emigrados de XY. Mi madre aprendió el idioma por su cuenta. Es una persona muy apasionada. Creo que no entendía muy bien a mi padre. Él era un artista y un buen vendedor, y ella era una persona muy comedida. Ahora me doy cuenta de que debía de tener sensación de inseguridad. Valoraba mucho a las personas prudentes, y en nuestra familia estaba mal visto ser muy lanzado. Y yo tenía tendencia a serlo. Porque quería salir y hacer cosas, mientras que a mis hermanas les gustaba estar en casa y bordar, y por eso mi madre estaba muy satisfecha con ellas. Yo era de varios clubs, y cosas así. Y ahora me dicen que soy introvertida. Toda mi vida me ha sido difícil...

Doctora:
Yo no creo que usted sea introvertida.

Paciente:
Pues, me lo dijeron precisamente hace dos semanas. No suelo encontrar a nadie con quien pueda tener una conversación que se salga un poco de lo ordinario. ¡Hay tantas cosas que me interesan! Nunca he tenido a nadie con quien compartirlas. Y cuando lo encuentras, suele ser en un grupo; estás sentada en una mesa con alguien, y muchas de las hermanas no han tenido la oportunidad de adquirir la educación que yo tengo, y creo que les molesta un poco. Es decir, que creen que te consideras superior a ellas. O sea, que si encuentras a una persona así, te callas, porque no vas a darles motivos para que piensen eso. La educación te hace humilde, no orgullosa. Y no voy a cambiar mi forma de hablar. Si puedo usar la palabra pertinente, no voy a usar otra más sencilla. Y si creen que eso es una fanfarronada, no lo es. Puedo hablar con la sencillez de un niño, como puede hacerlo todo el mundo, pero no voy a cambiar mi forma de hablar para adaptarme a cada persona. Sin embargo, hubo una época en la que deseaba poder hacerlo todo. Es decir, tenía que convertirme en lo que cada persona quería que fuera. Ahora ya no lo hago. Tienen que aprender a aceptarme a mí también, tanto si les parezco exigente como si no. Las personas se molestan conmigo, y, no obstante, son ellas las que se molestan. No soy necesariamente yo la que las molesto.

Doctora:
A usted también le molestan las personas.

Paciente:
Sí, pero lo que me molesta es que alguien diga que soy introvertida cuando esa persona nunca está dispuesta a hablar de nada que se salga de lo más trillado. No le interesan las noticias, ni lo que está pasando aquel día. Por ejemplo, nunca podrías hablar de la cuestión de los derechos civiles...

Doctora:
¿De quién está hablando ahora?

Paciente:
De mis hermanas del convento.

Doctora:
Ya. Muy bien, me encantaría continuar, pero creo que deberíamos terminar. ¿Sabe cuánto tiempo llevamos hablando?

Paciente:
No, me figuro que una hora.

Doctora:
Más de una hora.

Paciente:
Sí, ya lo supongo. Las conversaciones pasan deprisa cuando estás interesado.

Capellán:
Me estaba preguntando, aunque... me preguntaba si querría hacernos alguna pregunta.

Paciente:
¿Les he sorprendido?

Doctora:
No.

Paciente:
Lo digo porque con mi espontaneidad tal vez he destruido la imagen de lo que...

Doctora:
¿Se supone que es una monja?

Paciente:
Sí.

Capellán:
Me ha impresionado, eso sí.

Paciente:
Pero no me gustaría haber hecho daño a nadie con mi imagen, yo sé...

Doctora:
No, no lo ha hecho.

Paciente:
Quiero decir que no quiero que piense peor de las monjas, o de los médicos, o de las enfermeras...

Doctora:
No creo que lo haga, ¿estamos? Nos gusta que se manifieste tal como es.

Paciente:
A veces me pregunto si les resulto difícil.

Doctora:
Seguro que a veces sí.

Paciente:
Quiero decir que, al ser enfermera y monja, no sé si les es difícil tratarme.

Doctora:
Me encanta ver que no lleva puesta la máscara de monja, y que es usted misma.

Paciente:
Ésta es otra cosa que quiero decirle, éste es otro de mis problemas. En casa, nunca podía salir de mi habitación sin el hábito. Aquí lo consideraría una barrera y sin embargo... hay situaciones en las que salgo de la habitación en bata, cosa que escandaliza mucho a algunas de las hermanas. Trataron de sacarme de este hospital. Pensaban que no estaba obrando bien y que dejaría que la gente entrara en mi habitación siempre que quisieran. Todo esto las escandalizaba. No se les ocurría darme lo que yo necesitaba... venir a visitarme más a menudo. Y me visitan más a menudo cuando estoy aquí que cuando estoy en la enfermería. Allí me estaba echada dos meses, y muy pocas hermanas iban a verme. Pero esto lo comprendo porque están trabajando en el mismo hospital, y cuando tienen un rato libre quieren alejarse de él. Pero no sé por qué, doy la impresión a los demás de que no los necesito. Y aunque les pida que vuelvan, no parecen creérselo. Creen que tengo una fuerza especial o algo así, que me las arreglo mejor sola, que ellas no son importantes. Y yo no soy capaz de suplicárselo.

Capellán:
Destruiría el significado del gesto.

Paciente:
No puedo suplicar a alguien que me dé algo que necesito.

Capellán:
Creo que nos ha explicado muy bien esto. Muy expresivamente. La importancia de la dignidad del paciente. No tener que suplicar, y no ser abrumado o manejado.

Doctora:
Yo quisiera terminar quizá con un pequeño consejo, aunque no me gusta la palabra. Creo que a veces, cuando se sufre y se tiene tan buen aspecto como el suyo, quizás es muy difícil para la enfermera saber cuándo la necesita o cuándo no la necesita. Y creo también que a veces vale más pedir, que no es lo mismo que suplicar. ¿Entiende? Quizás es más difícil de hacer.

Paciente:
Ahora me está doliendo mucho la espalda. Volveré a la mesa de la enfermera y pediré un calmante. Yo no podría decir cuándo lo necesito, pero el solo hecho de que pida un calmante debería ser suficiente, ¿no? Tengo el dolor, tanto si lo aparento como si no. Los médicos han dicho que tendría que tratar de estar cómoda, o sea, pasar el día sin dolor, porque cuando vuelva al trabajo tendré que dar las clases tanto si me duele como si no. Lo cual es bueno, pero yo les agradecería que comprendan que se necesita pasar un tiempo sin dolor, sólo para relajarse.

Esta entrevista muestra claramente la necesidad que tenía esta paciente. Estaba llena de disgusto y resentimiento, cuyo origen parecía estar en su primera infancia. Tenía nueve hermanos y se sentía una extraña dentro de la familia. Mientras a las demás hermanas les gustaba estar sentadas en casa bordando y complaciendo a su madre, parece que ella era más como su padre, emprendedora y deseosa de ir a sitios. Esto suponía no complacer a mamá. Parecía decidida a ser diferente de sus hermanas, quería tener su propia identidad, y ser al mismo tiempo la buena chica que quería mamá, haciéndose monja. Pero, cuando se acercaba a los cuarenta, se había puesto enferma y se había vuelto más exigente, con lo que le era cada vez más difícil seguir siendo “la buena chica”. Parte de su resentimiento contra las monjas era un reflejo del resentimiento contra su madre y sus hermanas, que no la aceptaban, una repetición de sus primeros sentimientos de rechazo. En vez de comprender el origen de su disgusto y su resentimiento, los que la rodeaban se lo tomaban como algo personal, y tendían a rechazarla aún más. Ella sólo podía compensar este creciente aislamiento visitando a otros enfermos y pidiendo cosas para ellos, satisfaciendo así sus necesidades (que en realidad eran las de ella) y al mismo tiempo manifestando su insatisfacción y su reprobación por la falta de cuidados. Era esta exigencia hostil la que provocaba el desapego de las enfermeras —cosa muy comprensible— y le daba a ella una razón más aceptable de su propia hostilidad.

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