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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

El perro de terracota

 

Diversas tramas surcan las páginas de este libro. Un robo absurdo en un supermercado, el encarcelamiento un tanto estrambótico de un capo de la mafia, un asesinato cometido durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, a pesar de la firme determinación con que Montalbano —el melancólico investigador siciliano— afronta la resolución de estos casos, su auténtica pasión es descifrar el contenido simbólico que encierran. «Todo crimen conlleva un mensaje, la cuestión es conocer el código de quien lo ha escrito», le recuerda un excéntrico sacerdote al comisario. Los gestos, los detalles, las apariencias cobran un papel relevante, y el lenguaje se convierte en un instrumento clave para entender la realidad.

Unas pocas pinceladas, unas breves palabras le bastan a Andrea Camilleri para dibujar un profundo retrato de cualquier personaje. Su especial destreza en obtener la complicidad del lector, dejando sutiles huellas que sirven de potencial punto de encuentro, no es ajena al extraordinario éxito que ha cosechado con la serie de novelas del comisario Montalbano, verdadero héroe popular en Italia.

Andrea Camilleri

El perro de terracota

(Montalbano-2)

ePUB v1.1

Kytano
25.05.12

Título original:
Il cane di terracotta

Publicación: 1996

Traducción de: María Antonia Menini Pagès

De este epub

Editor original: Kytano

Portada: Modificada por Kytano

Corrección de erratas: Kytano y Aguamina

ePub base v2.0

Uno

A juzgar por la forma en que se estaba presentando el amanecer, el día se anunciaba decididamente desapacible, es decir, hecho en parte de golpes enfurruñados de sol y en parte de chubascos helados, todo ello matizado con ráfagas de viento repentinas. Uno de esos días en que alguien que sea propenso a padecer los efectos de los bruscos cambios meteorológicos y los sufre en la sangre y el cerebro, igual se pone a cambiar constantemente de opinión y dirección, tal como hacen esos trozos de latón cortados en forma de bandera o de gallo que giran en todas direcciones en los tejados, al menor soplo de viento.

El comisario Salvo Montalbano pertenecía de toda la vida a esta categoría humana desdichada, y esta condición la había heredado de su madre, que era de índole extremadamente enfermiza y a menudo se encerraba en el dormitorio a oscuras por sus fuertes dolores de cabeza, y entonces no se podía hacer ruido en casa y todo el mundo tenía que caminar en puntas de pie. En cambio, su padre disfrutaba siempre de la misma salud y pensaba siempre exactamente lo mismo, tanto con lluvia como con sol.

Esta vez, el comisario tampoco desmintió su naturaleza innata: en cuanto detuvo su automóvil en el kilómetro diez de la carretera provincial Vigàta-Fela, tal como le habían dicho que hiciera, le entraron ganas de volver a poner el auto en marcha, regresar al pueblo y mandar al carajo la operación. Consiguió dominarse, acercó un poco más el coche a la cuneta y abrió de nuevo la guantera para sacar la pistola que habitualmente no llevaba encima. Pero su mano quedó en suspenso en el aire: inmóvil y como hechizado, siguió contemplando el arma.

«¡Virgen santa! ¡Es verdad!», pensó.

La víspera, unas cuantas horas antes de recibir la llamada de Gegè Gullotta, que había armado todo aquel revuelo (Gegè era un vendedor al por menor de droga blanda y el organizador de un burdel al aire libre conocido con el nombre de «El Aprisco»), el comisario estaba leyendo una novela negra de un escritor barcelonés que lo intrigaba muchísimo y que tenía su mismo apellido, sólo que castellanizado como Montalbán. Una frase le había llamado en especial la atención: «La pistola dormía con su presencia de lagarto frío». Apartó la mano, ligeramente hastiado, y volvió a cerrar la guantera para permitir que el lagarto siguiera durmiendo. De todos modos, en caso de que toda la historia que estaba a punto de comenzar resultara ser una trampa, una emboscada, de poco le serviría llevar la pistola, pues los tipos lo agujerearían como y cuando les diera la gana a golpes de
kaláshnikovs
, y adiós. Sólo cabía esperar que Gegè, en recuerdo de los años que habían transcurrido sentados en el mismo pupitre de la escuela primaria forjando una amistad que se había prolongado hasta la edad adulta, no hubiera decidido, por su propio interés, venderlo como un trozo de carne, contándole cualquier tontería para hacerlo caer en la red. No, cualquier tontería, no: el hecho, en caso de ser cierto, sería una cosa muy sonada.

Lanzó un suspiro profundo y echó a andar muy despacio, levantando un pie y bajando el otro, por un sendero estrecho y pedregoso entre vastas extensiones de viñedos. Estos viñedos producían una uva de mesa de granos redondos y compactos, llamada, vaya uno a saber por qué, «uva italiana», la única que arraigaba en aquellas tierras, pues en el cultivo de cualquier otro tipo de uva para la elaboración de vino en esa región, mejor ahorrarse el dinero y el esfuerzo.

La cabaña, de planta baja y un piso, con una habitación abajo y otra arriba, se levantaba justo en lo alto de la loma pequeña, semiescondida detrás de cuatro viejos e imponentes olivos que la rodeaban casi en su totalidad. Era tal como Gegè se la había descrito. Puertas y ventanas cerradas y despintadas, con un gigantesco alcaparro en la explanada anterior y otras matas más pequeñas de cohombrillos amargos, de esos que cuando se rozan con el extremo de un bastón salpican y esparcen las semillas por el aire; una silla de paja con el asiento agujereado colocada patas arriba, y un viejo balde de zinc para recoger agua, inutilizado por la herrumbre, que se había comido varios trozos. La hierba cubría lo demás. Todo contribuía a crear la impresión de que el lugar llevaba muchos años deshabitado, pero la impresión era falsa y Montalbano era demasiado experto como para dejarse engañar por las apariencias; es más, tenía la certeza de que alguien lo observaba desde el interior de la cabaña y calibraba sus intenciones a través de sus gestos. Se detuvo a tres pasos de la puerta, se quitó la chaqueta, la colgó de la rama de un olivo para que vieran que no iba armado y llamó sin levantar demasiado la voz, como un amigo que va a ver a otro amigo.

—¿Hay alguien ahí?

No hubo respuesta ni ruido alguno. De un bolsillo del pantalón el comisario sacó un encendedor y un atado de cigarrillos, se puso uno entre los labios y lo encendió, describiendo medio círculo sobre sí mismo para situarse de cara al viento. De este modo, la persona que estaba en el interior de la casa ahora lo podría ver cómodamente de espaldas, de la misma manera que antes lo había visto de frente. Dio dos pitadas, se acercó con paso decidido a la puerta y al llamar fuertemente con la mano cerrada en un puño, se lastimó los nudillos con los restos endurecidos del barniz sobre la madera.

—¿Hay alguien ahí? —volvió a preguntar.

Todo se hubiera podido esperar menos la voz serena y socarrona que lo sorprendió a traición por la espalda.

—Pues claro que sí. Estoy aquí.

***

—¡Hola! ¿Montalbano? ¡Salvuzzo! Soy yo, soy Gegè.

—Ya me había dado cuenta, cálmate. ¿Cómo estás, ojitos de miel y azahar?

—Estoy bien.

—¿Le has dado a la boca en los últimos días? ¿Vas perfeccionando las mamadas?

—Salvù, no me vengas con tus mariconadas de siempre. En todo caso, y tú lo sabes, yo no le doy a la boca sino que hago que otros le den.

—Pero ¿no eres tú el maestro? ¿Acaso no eres tú el que enseña a tus diversas putas cómo tienen que colocar los labios y cómo tiene que ser de fuerte la chupada?

—Salvù, si fuera tal como tú dices, serían ellas las que me darían lecciones a mí. A los diez años, ya lo saben todo y, a los quince, son todas maestras consumadas. Hay una albanesa de catorce años que...

—¿Ahora estás haciendo propaganda de la mercancía?

—Mira, no tengo tiempo para hablar de bobadas. Tengo que entregarte una cosa, un paquete.

—¿A estas horas? ¿Y no me lo puedes dar mañana por la mañana?

—Mañana no estaré.

—¿Sabes lo que hay en el paquete?

—Pues claro que lo sé. Hay mostachones de vino cocido, los que a ti te gustan. Mi hermana Mariannina los hizo especialmente para ti.

—¿Cómo está Mariannina de los ojos?

—Mucho mejor. En Barcelona, en España, han hecho milagros.

—En Barcelona, en España, también escriben libros muy buenos.

—¿Qué dices?

—Nada. Cosas mías, no hagas caso. ¿Dónde nos vemos?

—En el lugar de siempre, dentro de una hora.

«El lugar de siempre» era la playita de Puntasecca, una corta franja de arena a los pies de una colina de marga blanca, casi inaccesible desde tierra o, mejor dicho, sólo accesible para Montalbano y Gegè, que cuando iban a la escuela primaria habían descubierto un caminito cuyo recorrido ya era muy difícil a pie y decididamente temerario en coche. Puntasecca se encontraba a pocos kilómetros del pequeño chalé a la orilla del mar, justo en las afueras de Vigàta, donde vivía Montalbano, motivo por el cual éste se lo tomó sin prisa. Sin embargo, justo cuando ya había abierto la puerta para acudir a su cita, sonó el teléfono.

—Hola, querido. Ya ves que soy puntual. ¿Cómo te fue hoy?

—Administración normal. ¿Y a ti?

—Ídem. Oye, Salvo, estuve pensando mucho en lo que...

—Perdona que te interrumpa, Livia. Dispongo de muy poco tiempo, mejor dicho, no dispongo de ninguno. Me agarraste en la puerta, a punto de salir.

—Pues sal y buenas noches.

Livia cortó y Montalbano se quedó con el teléfono en la mano. Entonces recordó que la víspera le había dicho a Livia que lo llamara a las doce de la noche en punto porque entonces tendrían tiempo para hablar un buen rato. No supo si volver a llamar enseguida a su novia a Boccadasse o hacerlo a la vuelta, cuando regresara de su cita con Gegè. Con una punzada de remordimiento, colgó el receptor y salió.

Cuando llegó, con unos minutos de retraso, Gegè ya lo esperaba, paseando junto a su coche. Se abrazaron y se besaron, pues hacía mucho tiempo que no se veían.

—Vamos a sentarnos adentro, esta noche hace fresquito —dijo el comisario.

—Me agarraron —dijo Gegè apenas se sentó en el auto.

—¿Quiénes?

—Unas personas a las que no puedo decir que no. Tú sabes que yo, como todos los comerciantes, pago la cuota para poder trabajar en paz y para que nadie arme líos a propósito en mi burdel. Cada mes que Nuestro Señor envía a esta tierra, pasa uno que cobra.

—¿Por cuenta de quién? ¿Me lo puedes decir?

—Pasa por cuenta de Tano el Griego.

Montalbano puso los ojos en blanco, pero procuró que su amigo no se diera cuenta. Gaetano Bennici, llamado «el Griego», no había visto Grecia ni siquiera con un catalejo y de las cosas de la Hélade debía de saber tanto como una tubería de hierro, pero lo llamaban así por cierto vicio que, según la voz popular, era sumamente apreciado en los alrededores de la Acrópolis. Debía de tener por lo menos tres asesinatos en su haber, en su ambiente ocupaba un escalón por debajo de los capos-capos, pero nadie sabía que actuara en la zona de Vigàta y alrededores, donde el territorio se lo disputaban las familias Cuffaro y Sinagra. Tano pertenecía a otra «parroquia».

—Pero ¿qué se le ha perdido a Tano el Griego por estos lugares?

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