Poco a poco, el alboroto que se había armado en torno a Montalbano y a los acontecimientos que éste había protagonizado se fue convirtiendo en un eco hasta que, al final, desapareció por completo. Sólo Augello o Fazio le iban a hacer compañía a diario y permanecían un ratito con él, justo el tiempo necesario para contarle las novedades y el estado de algunas investigaciones.
Cada mañana, al abrir los ojos, Montalbano se proponía reflexionar y hacer conjeturas acerca de los muertos del
crasticeddru
y se preguntaba cuándo volvería a tener la posibilidad de disfrutar de un poco de silencio sin ninguna interrupción para poder desarrollar un razonamiento seguido que le permitiera recibir una luz, un estímulo. «Tengo que aprovechar esta situación», pensaba y entonces volvía a repasar los hechos con la misma fogosidad de un caballo lanzado al galope; después iba perdiendo las fuerzas y galopaba al trote y al paso hasta que, al final, una especie de entumecimiento se iba apoderando lentamente no sólo de su cuerpo sino también de su cerebro.
«Debe de ser la convalecencia», pensaba.
Se sentaba en el sofá, tomaba un periódico o una revista, pero, al llegar a la mitad de un artículo un poco más largo que los demás, se cansaba, se le empezaban a cerrar los ojos y se deslizaba hacia el sueño con la piel ligeramente bañada en sudor.
«El teniente Fassio ma dicho que ay usía vuelve a casa. Malegro mucho. El teniente ma dicho que tiene questar a dieta. Adellina.»
Montalbano encontró la nota de la asistenta sobre la mesa de la cocina y se apresuró a mirar qué entendía la mujer por «dieta». Vio dos merluzas muy frescas para aderezar con aceite y limón. Desenchufó el teléfono para poder acostumbrarse de nuevo a su casa con calma. Tenía mucha correspondencia acumulada, pero no abrió ni una sola carta ni echó un vistazo a ninguna postal. Comió y se acostó.
Antes de quedarse dormido, se planteó una pregunta: si los médicos lo habían tranquilizado en cuanto a la recuperación de todas sus fuerzas, ¿por qué notaba un nudo de tristeza en la garganta?
Se pasó los primeros diez minutos conduciendo con preocupación, más atento a las reacciones de su costado que a la carretera. Después, tras haber comprobado que soportaba bien las sacudidas, aceleró, atravesó Vigàta y tomó el camino de Montelusa; al llegar al cruce de Montaperto, giró a la izquierda, recorrió unos cuantos kilómetros, enfiló un sendero hundido en la tierra y llegó a una pequeña explanada en la que se levantaba una rústica vivienda. Marianna, la hermana de Gegè, que había sido su maestra de escuela, estaba sentada en una silla de paja junto a la puerta, arreglando un cesto. Al ver al comisario, le salió al encuentro.
—Salvù, ya sabía que vendrías a verme.
—Es la primera visita que hago desde que salí del hospital —dijo Montalbano, abrazándola.
Mariannina se echó a llorar muy despacio y sin gemidos, sólo con lágrimas, y a Montalbano se le humedecieron los ojos.
—Toma una silla —dijo Mariannina.
Montalbano se sentó al lado de la mujer y ella tomó su mano y se la acarició.
—¿Sufrió?
—No. Cuando todavía estaban disparando, comprendí que a Gegè lo habían matado en el acto. Creo que ni siquiera se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo.
—¿Es cierto que mataste al que mató a Gegè?
—Sí, señora.
—Allí donde se encuentre, Gegè estará contento.
Mariannina lanzó un suspiro y apretó con más fuerza la mano del comisario.
—Gegè te quería con toda su alma.
Un título cruzó por la mente de Montalbano:
Meu amigo de alma
.
—Yo también lo quería mucho —dijo.
—¿Recuerdas lo malo que era?
Era un niño muy díscolo y travieso. Estaba claro que Mariannina no se refería a los últimos años, a las relaciones problemáticas de Gegè con la ley, sino a los lejanos tiempos en que su hermano menor era un pequeño granuja más malo que un demonio. Montalbano esbozó una sonrisa.
—¿Recuerda aquella vez que arrojó un petardo adentro de una caldera de cobre que un hombre estaba arreglando y que, del susto que se llevó, el hombre se desmayó?
—¿Y aquella vez que vació el tintero en el bolso de la maestra Longo?
Se pasaron dos horas hablando de Gegè y de sus hazañas, refiriéndose en todo momento a hechos que se remontaban como máximo a su adolescencia.
—Se ha hecho tarde, me voy —dijo Montalbano.
—Te diría que te quedaras a comer conmigo, pero temo que sean cosas demasiado fuertes para ti.
—¿Qué ha preparado?
—Tapahuecos con salsa.
Tapahuecos, así llamaban en la zona a aquellos caracolitos de color marrón claro que, cuando entraban en letargo, segregaban un líquido que se solidificaba y convertía en una especie de hojaldre que tapaba la entrada de la concha. El primer impulso de Montalbano fue declinar la invitación, dominado por la sensación de repugnancia. ¿Hasta cuándo lo perseguiría aquella obsesión? Al final, decidió con frialdad aceptar, para enfrentarse con aquel doble desafío a su vientre y a su mente. En presencia del plato, del que se escapaba un aroma finísimo de color ocre, tuvo que hacer un esfuerzo, pero, tras haber extraído el primer tapahuecos con una aguja y haberlo saboreado, se sintió liberado: una vez superada su obsesión o exorcizada su tristeza, estaba seguro de que sus tripas también se recuperarían.
En el despacho lo llenaron de abrazos y Tortorella se secó incluso una lágrima.
—¡Yo sé lo que es volver cuando te han disparado!
—¿Dónde está Augello?
—En su despacho, comisario —contestó Catarella. Abrió la puerta sin llamar y Mimí se levantó del sillón de detrás del escritorio como si lo hubieran sorprendido robando, y se puso colorado como un tomate.
—No te he tocado nada. Es que desde aquí las llamadas...
—Has hecho muy bien, Mimì —lo cortó Montalbano, reprimiendo el impulso de pegarle una patada en el trasero a quien había osado sentarse en su sillón.
—Hoy mismo hubiera ido a tu casa —dijo Augello.
—¿Para qué?
—Para organizar el dispositivo de protección.
—¿Para quién?
—¿Cómo para quién? Para ti. No es seguro que ésos no vuelvan a intentarlo, tras haber fallado la primera vez.
—Te equivocas, a mí ya no me volverá a ocurrir nada más. Verás, Mimì, tú eres el culpable de que me hayan disparado.
Mimì tuvo la sensación de que acababan de introducirle en el trasero un cable de alto voltaje, pues se ruborizó intensamente y se puso a temblar. Después su sangre se retiró quién sabe adónde y se quedó más amarillo que un muerto.
—Pero, ¿qué ideas se te ocurren?
Montalbano creyó que ya se había vengado lo suficiente por la usurpación de su escritorio.
—Calma, Mimì. No he elegido bien las palabras. Quería decir que fuiste tú quien puso en marcha el mecanismo por el cual me pegaron un tiro.
—Explícate —dijo Augello, hundiéndose en el sillón mientras se pasaba el pañuelo alrededor de la boca y por la frente.
—Querido amigo, tú, sin consultar conmigo ni preguntarme si estaba de acuerdo o no, pusiste a dos agentes para que vigilaran a Ingrassia. ¿Qué creías, que Ingrassia era tan tonto como para no darse cuenta? Debió de tardar medio día como mucho en descubrir que lo estaban vigilando. Pero, como es lógico, sin duda pensó que yo había dado la orden. Sabía que había cometido toda una serie de estupideces por las cuales yo lo tenía en la mira y entonces, para recuperar el favor de Brancato, que pretendía liquidarlo, la llamada entre ellos dos me la comunicaste tú, contrató a dos asesinos para que me eliminaran. Sólo que su proyecto terminó con un fracaso. Entonces Brancato o alguno de los suyos se hartó de Ingrassia y de sus peligrosas genialidades, no olvidemos entre otras cosas el asesinato inútil del
cavaliere
Misuraca, tomó disposiciones y lo hizo desaparecer de la faz de la tierra.
»Si tú no hubieses puesto a Ingrassia en estado de alerta, Gegè aún estaría vivo y yo no tendría este dolor en el costado. Eso es todo lo que hay.
—Si es así, tienes razón —dijo Mimì, anonadado.
—Por supuesto que es así, te puedes jugar el trasero.
El avión aterrizó muy cerca de la terminal y los pasajeros no tuvieron que utilizar ningún autobús. Montalbano vio a Livia bajar por la escalerilla y encaminarse con la cabeza inclinada hacia la salida. Se escondió entre la gente y vio que, después de una prolongada espera, recogía su equipaje de la cinta transportadora, lo colocaba en un carrito y se dirigía a la parada de taxis. La víspera ambos habían acordado por teléfono que ella tomaría el tren de Palermo a Montelusa y él se limitaría a ir a recogerla a la estación. Pero Montalbano había decidido darle una sorpresa, presentándose en el aeropuerto de Punta Ràisi.
—¿Está sola? ¿Me permite que la lleve?
Livia, que se estaba dirigiendo al primer taxi de la fila, se detuvo en seco y lanzó un grito.
—¡Salvo!
Se abrazaron con alegría.
—¡Estás estupendo!
—Tú también —dijo Montalbano—. Hace más de media hora que te estoy mirando... desde que bajaste del avión.
—¿Por qué no dejaste que te viera antes?
—Porque me gusta observarte cuando existes sin mí.
Subieron al coche y de inmediato, antes de ponerlo en marcha, Montalbano la abrazó y la besó, apoyó una mano en su pecho, inclinó la cabeza y le acarició con la mejilla el vientre y las rodillas.
—Vámonos de aquí —dijo Livia, respirando afanosamente—, de lo contrario, nos detendrán por actos obscenos en lugar público.
Por el camino hacia Palermo, el comisario le hizo a Livia una proposición que se le acababa de ocurrir en aquel momento.
—¿Nos quedamos en la ciudad? Me gustaría enseñarte la Vucciria.
—Ya la he visto. El pintor Guttuso...
—Aquel cuadro es una mierda, te lo aseguro. Alquilamos una habitación en un hotel, damos una vuelta por ahí, vamos a la Vucciria, dormimos y mañana por la mañana nos vamos a Vigàta. De todas maneras, no tengo nada que hacer y me puedo considerar un turista.
Al llegar al hotel, traicionaron su propósito de refrescarse un poco y salir. No salieron, hicieron el amor y se quedaron dormidos. Se despertaron unas cuantas horas después y lo volvieron a hacer. Salieron del hotel cuando ya era casi de noche y fueron a la Vucciria. Livia estaba aturdida y trastornada por las voces, las invitaciones, los gritos de los que pregonaban sus mercancías, el lenguaje, las discusiones, las peleas repentinas, los colores tan intensos que no parecían de verdad sino pintados. El olor del pescado fresco se mezclaba con el de las mandarinas, las tripas de cordero hervidas y espolvoreadas con queso
caciocavallo
, la llamada
meusa
, es decir, el bazo, las frituras; el conjunto de todo aquello era una mezcla irrepetible y casi mágica. Montalbano se detuvo delante de una tienda de ropa de segunda mano.
—Cuando iba a la universidad, venía aquí a comerme el pan con la meusa, algo que hoy en día me reventaría el hígado, y ésta era una tienda única en todo el mundo. Hoy venden ropa de segunda mano, pero entonces todas las estanterías estaban vacías y el propietario, don Cesarino, permanecía sentado detrás del mostrador, también enteramente vacío, y atendía a los clientes.
—Pero ¿a qué clientes, si las estanterías estaban vacías?
—No estaban exactamente vacías sino llenas de intenciones y peticiones, por así decirlo. Aquel hombre vendía objetos robados por encargo. Tú ibas a don Cesarino y le decías: «Necesito un reloj así y asá», o bien, «Necesito un cuadro», qué sé yo, «una marina del siglo pasado», o «Quiero una sortija de este tipo». Él anotaba el encargo en un trozo de papel de envolver pasta, de ese amarillo y áspero que antes se usaba, concertaba el precio y te decía cuándo podías volver. En la fecha acordada y sin fallar ni un solo día, sacaba de debajo del mostrador el objeto que le habías encargado y te lo entregaba. No admitía reclamos.
—Perdona, pero ¿qué falta hacía la tienda? Un trabajo así lo podía hacer en cualquier sitio, en un café, en la esquina de la calle...
—¿Sabes cómo lo llamaban sus amigos de la Vucciria? Don Cesarino
u putiàru
, el tendero. Porque don Cesarino no se consideraba un ladrón organizado ni un reducidor. Era un comerciante como otros muchos y la tienda, de la que pagaba el alquiler y la electricidad, lo demostraba. No era una fachada...
—Están todos locos.
—¡Como a un hijo! ¡Deje que lo abrace como a un hijo! —exclamó la señora Burgio, estrechándolo contra su pecho.
—¡Usted no sabe lo preocupados que nos ha tenido! —remachó el marido.
El director lo había llamado por la mañana para invitarlo a cenar y Montalbano había declinado la invitación y le había propuesto una visita por la tarde.
Lo hicieron pasar al salón.
—Iremos directamente al grano, no queremos hacerle perder el tiempo —dijo Burgio.
—Dispongo de todo el tiempo que ustedes quieran, estoy momentáneamente desocupado.
—Mi esposa ya le contó la vez que vino usted a cenar que yo la llamé «una mujer fantasiosa». Pues bien, en cuanto usted se fue, empezó a fantasear. Lo queríamos llamar antes, pero pasó lo que pasó.
—¿Por qué no dejamos que sea el señor comisario quien juzgue si son fantasías? —dijo un poco ofendida la señora. Y agregó en tono irritado: —¿Hablas tú o hablo yo?
—Las fantasías son cosa tuya.
—No sé si lo recuerda, pero, cuando le preguntó a mi marido dónde podía localizar a Lillo Rizzitano, él le contestó que llevaba sin saber nada de él desde julio de 1943. Entonces me vino a la mente una cosa. Que yo también había perdido a una amiga por aquella época, mejor dicho, más adelante apareció, pero de una manera muy rara que...
Montalbano experimentó un estremecimiento;
los del crasticeddru
habían sido asesinados muy jóvenes.
—¿Qué edad tenía su amiga?
—Diecisiete años. Pero era mucho más madura que yo, que a su lado era todavía una chiquilla. Íbamos juntas a la escuela.
La mujer abrió un sobre que había sobre la mesita, sacó una fotografía y se la mostró a Montalbano.
—Nos sacaron esta foto el último día de clase de tercer curso de liceo. Ella es la primera a la izquierda de la segunda fila, yo soy la que está a su lado.
Todas sonrientes, con el uniforme fascista de las Jóvenes Italianas; un profesor saludaba a la romana, brazo en alto.