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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

El perro de terracota (16 page)

—¿Y qué quieres que haga yo? —preguntó Augello, dejándose llevar por el entusiasmo.

—Nada. Tú sólo tienes que escucharme —contestó Montalbano, volviendo de pronto a ser el de siempre—. Porque, como se te ocurra hacer algo por tu cuenta y riesgo, te parto el culo, puedes estar seguro.

Sonó el teléfono; Montalbano lo tomó y oyó la voz de Catarella, que hacía de telefonista.

—¿Señor comisario? Aquí está, ¿cómo diría?, el
dottori
Jacomuzzi.

—Pásamelo.

—Ya puede hablar con el
dottori
por teléfono,
dottori
—oyó que decía Catarella.

—¿Montalbano? Como pasaba por aquí a la vuelta del
crasticeddru
...

—Pero ¿dónde estás?

—¿Cómo que dónde estoy? En la oficina de al lado de tu despacho.

Montalbano soltó una palabrota. ¿Podía existir alguien más imbécil que Catarella?

—Ya puedes venir.

Se abrió la puerta y apareció Jacomuzzi, cubierto de arena rojiza y de polvo, despeinado y desarreglado.

—¿Por qué tu agente sólo quería que hablara contigo por teléfono?

—Jacomu, ¿quién es más imbécil? ¿El carnaval o el que participa en él? Debiste darle una patada en el trasero y haber entrado, sin más.

—He terminado el examen de la cueva. He mandado tamizar la arena... Mira, mejor que los buscadores de oro de las películas americanas. No hemos encontrado nada de nada. Lo cual sólo puede significar una cosa, pues Pasquano me dijo que las heridas tenían un orificio de entrada y otro de salida...

—Significa que los dos recibieron los disparos en otro sitio.

—Exactamente. Si los hubieran matado en la cueva, hubiéramos tenido que encontrar las balas. Ah, y una cosa muy rara. La arena de la cueva estaba mezclada con conchas de caracol rotas en fragmentos minúsculos... Debía de haber miles allí adentro.

—¡Jesús! —musitó Montalbano.

El sueño, la pesadilla, el cuerpo desnudo de Livia sobre el cual se arrastraban los caracoles. ¿Qué significado tendría? Se llevó la mano a la frente y se la notó sudada.

—¿Te sientes mal? —le preguntó Jacomuzzi preocupado.

—Nada, un pequeño mareo, estoy cansado, simplemente.

—Llama a Catarella y dile que te traiga del bar algo para reconfortarte.

—¿A Catarella? ¿Bromeas? Ése, una vez que le pedí un exprés, regresó con un sello de correos.

Jacomuzzi depositó tres monedas sobre la mesa.

—Son de las que había en el cuenco. Las demás las envié al laboratorio. No te servirán de nada, guárdalas como recuerdo.

Catorce

Con Adelina podían pasarse toda una estación sin verse. Cada semana Montalbano le dejaba encima de la mesa de la cocina el dinero para las compras y, cada treinta días, el sueldo del mes. Sin embargo, se había establecido entre ambos un sistema espontáneo de comunicación y, cuando ella necesitaba más dinero para las compras, le dejaba en la mesita el
caruso
, la hucha de barro que él había comprado en una feria y que conservaba porque le gustaba; cuando se necesitaba una provisión de calcetines o de calzoncillos, le dejaba un par de ellos sobre la cama. Pero, como es natural, el sistema no funcionaba únicamente en una sola dirección, y Montalbano le decía cosas utilizando los medios más extraños, que la asistenta siempre comprendía. Desde hacía un tiempo, el comisario se había percatado de que Adelina, cuando él estaba tenso, turbado o nervioso, lo notaba por la forma en que dejaba la casa por la mañana y entonces le preparaba platos especiales para levantarle el ánimo.

Aquel día Adelina había entrado en acción y Montalbano encontró en el refrigerador salsa de sepia, oscura y espesa, tal como a él le gustaba. ¿Había o no una pizca de orégano? La olfateó largo rato antes de ponerla a calentar, pero esta vez la investigación no dio resultado. Al terminar de comer, se puso el short con la intención de dar un breve paseo por la orilla del mar. Al poco rato, se sintió cansado, le dolían las pantorrillas.

«Coger de pie y andar sobre arena, dejan al hombre hecho una pena.»

Sólo una vez había cogido de pie y no se había sentido tan mal como decía el proverbio; en cambio, sí era cierto que el hecho de caminar sobre la arena, incluso la más dura de la orilla, producía cansancio. Consultó el reloj y se quedó pasmado: ¡Poco rato, un cuerno! ¡Llevaba dos horas paseando! Se desplomó sentado.

—¡Comisario! ¡Comisario!

La voz sonaba lejana. Se levantó con esfuerzo y miró hacia el mar, convencido de que alguien lo estaba llamando desde una barca o una balsa neumática. Pero el mar estaba desierto hasta donde alcanzaba la vista en el horizonte.

—¡Comisario, estoy aquí! ¡Comisario!

Se volvió. Era Tortorella, que agitaba los brazos desde la carretera provincial que bordeaba la playa a lo largo de un buen trecho.

Mientras se lavaba y vestía apresuradamente, Tortorella le dijo que en la comisaría se había recibido una llamada anónima.

—¿Quién la atendió?

Como la hubiera atendido Catarella, quién sabe las tonterías que habría comprendido y comunicado.

—No, señor —contestó sonriendo Tortorella, que había intuido los temores de su jefe—. Él se había ido un momento al baño y en el conmutador estaba yo. La voz tenía acento palermitano, pero puede que fingiera. Dijo que en el aprisco había un cadáver, en el interior de un coche verde.

—¿Quiénes fueron?

—Fazio y Galluzzo. Yo vine corriendo a avisarle a usted. No sé si hice bien. A lo mejor, la llamada es una broma, una tontería.

—¡Pero cuánto nos gustan las tonterías a los sicilianos!

Llegó al aprisco a las cinco, la hora que Gegè llamaba del «cambio de guardia», lo cual consistía en que las parejas no venales, es decir, los amantes, los adúlteros y los novios, abandonaban el lugar y desmontaban («No sólo la tienda» pensó Montalbano) para dar paso al rebaño de Gegè, con sus putas rubias del Este, sus travestidos búlgaros, las nigerianas negras como el ébano, los viados brasileños, los chaperos marroquíes y el resto de la procesión, en una auténtica ONU del pene, el culo y la vagina. El coche verde estaba efectivamente allí, con el portaequipaje abierto, rodeado por tres vehículos de los carabineros. El de Fazio estaba un poco apartado. Galluzzo bajó y se acercó a él.

—Llegamos tarde.

La policía había sellado un acuerdo tácito con el Cuerpo de Carabineros. El que llegaba primero al escenario de un delito, gritaba «¡Tocado!» y se quedaba con el caso. De esta manera se evitaban las interferencias, las polémicas, los codazos y las caras largas. Fazio también estaba apenado:

—Ellos llegaron primero.

—Pero, ¿qué les pasa? ¿Qué perdieron? No nos pagan a tanto el muerto, no trabajamos a destajo.

Por una curiosa coincidencia, el automóvil verde estaba pegado al mismo matorral en el que un año atrás se había descubierto un cadáver, un caso que había intrigado mucho a Montalbano. El comisario estrechó la mano del teniente del Cuerpo de Carabineros, que era de Bérgamo y se apellidaba Donizetti, como el compositor de óperas nacido en aquella ciudad del norte.

—Nos lo comunicaron mediante una llamada anónima —dijo el teniente.

Eso significaba que querían asegurarse de que se descubriera el cadáver. El comisario estudió al muerto acurrucado en el portaequipaje. Al parecer, le habían pegado un solo disparo; el proyectil le había entrado por la boca, destrozándole los labios y los dientes, y había salido por la nuca, provocando un orificio tan grande como un puño. Montalbano no reconoció su rostro.

—Me dicen que usted conoce al propietario de este burdel al aire libre —dijo el teniente con una punta de desprecio.

—Sí, es amigo mío —contestó Montalbano con clara intención polémica.

—¿Sabe dónde puedo localizarlo?

—En su casa, creo.

—Allí no está.

—Perdone, ¿por qué me pregunta a mí su paradero?

—Porque usted, acaba de decirlo ahora mismo, es amigo suyo.

—Ah, ¿sí? Y eso quiere decir que usted, en este preciso instante, está en condiciones de saber dónde están y qué están haciendo sus amigos bergamascos.

Desde la carretera provincial se acercaban constantemente automóviles, enfilaban los estrechos senderos del aprisco, veían el tumulto de los vehículos de los carabineros, daban marcha atrás y regresaban a la carretera por la que habían llegado. Las putas del Este, los viados brasileños, las nigerianas y compañía llegaban a su puesto de trabajo, aspiraban olor a quemado y se largaban. Aquella iba a ser una noche muy negra para los negocios de Gegè.

El teniente volvió a acercarse al coche verde; Montalbano le dio la espalda y, sin saludarlo siquiera, subió a su vehículo. Después le dijo a Fazio:

—Tú y Galluzzo quédense aquí. A ver qué hacen y qué descubren. Yo me voy al despacho.

Se detuvo delante de la librería y papelería de Sarcuto, la única que en Vigàta cumplía lo que se anunciaba en el cartel, pues las demás no vendían libros sino mochilas escolares, cuadernos y bolígrafos. Acababa de recordar que había terminado la novela de Montalbán y no tenía nada más para leer.

—¡Salió un nuevo libro sobre los jueces Falcone y Borsellino! —le anunció la señora Sarcuto en cuanto lo vio entrar.

Aún no había entendido que Montalbano aborrecía leer libros sobre la mafia, sus asesinatos y sus víctimas. Él no había logrado comprender por qué, no lo entendía, pero jamás los compraba y ni siquiera leía las solapas. Compró una obra de Consolo que tiempo atrás había ganado un premio literario. Tras dar varios pasos por la acera, el libro le resbaló de debajo del brazo y cayó al suelo. Se agachó para recogerlo y volvió a subir a su automóvil.

Al llegar a su despacho, Catarella le dijo que no había novedades. Montalbano tenía la manía de estampar enseguida su firma en todos los libros que compraba. Fue a tomar uno de los bolígrafos de su escritorio y sus ojos se posaron en las monedas que Jacomuzzi le había dejado. La primera, de cobre, era del año 1934 y, por el anverso presentaba la efigie del Rey y la frase «Víctor Manuel III Rey de Italia» y, por el reverso, una espiga con la inscripción «C.5», es decir, cinco céntimos; la segunda, también de cobre, era un poco más grande y, por el anverso presentaba la consabida efigie del Rey mientras que en el reverso figuraba una abeja posada sobre una flor, la letra C y el número 10, diez céntimos, del año 1936; la tercera era de metal, pero de aleación ligera, con la inevitable efigie del Rey en el anverso y, en el reverso, un águila imperial con las alas extendidas, detrás de la cual se entreveía un haz de varas lictorio. En el reverso, las inscripciones eran cuatro: «L.1», es decir, 1 lira, «ITALIA», «1942», el año de la acuñación, y «XX», es decir el año vigésimo de la era fascista. Mientras contemplaba esta última moneda, el comisario recordó lo que había visto mientras se agachaba para recoger el libro que se le cayó al suelo delante de la librería. Lo que había visto era la vidriera de la tienda de al lado, en el que estaban expuestas varias monedas antiguas.

Se levantó, le dijo a Catarella que salía y que tardaría como máximo una media hora en regresar y se dirigió a pie a la tienda. Se llamaba COSAS y exponía efectivamente «cosas»: rosas del desierto, sellos, candelabros, sortijas, broches, monedas, piedras duras. Entró y una joven agraciada y pulcra lo recibió con una sonrisa. Lamentando decepcionarla, le explicó que no quería comprar nada, pero que, habiendo visto en la vidriera varias monedas antiguas, quería saber si en esa tienda o en Vigàta había algún experto en numismática.

—Pues claro —contestó la muchacha sin dejar de mirarlo con su sonrisa deliciosa—. Mi abuelo.

—¿Dónde puedo molestarlo?

—No lo molestará en absoluto, al contrario, estará contento. Está adentro. Espere que vaya a avisarle.

La muchacha volvió a salir sin darle tiempo siquiera para examinar una pistola sin gatillo de fines del siglo pasado.

—Pase, por favor.

La trastienda era un revoltijo maravilloso de gramófonos de bocina, máquinas de coser prehistóricas, prensas de despacho, cuadros, grabados, orinales y pipas. La habitación era toda ella una biblioteca desordenada llena de incunables, tomos encuadernados en pergamino, pantallas para lámparas, paraguas y sombreros plegables de tres picos. En el centro había un escritorio y detrás de él un anciano sentado bajo la luz de una lámpara de estilo modernista. El anciano sostenía un sello con una pinza y lo estaba examinando con una lupa.

—¿Qué sucede? —preguntó en tono malhumorado y sin levantar los ojos.

Montalbano puso las tres monedas delante del viejo, quien apartó un momento la mirada del sello y les echó un vistazo con aire distraído.

—No valen nada.

De entre todos los ancianos que estaba conociendo en el transcurso de sus investigaciones sobre los muertos del
crasticeddru
, éste era el más arisco.

«Tendría que reunirlos a todos en un asilo», pensó el comisario, «me resultaría más fácil interrogarlos.»

—Ya sé que no valen nada.

—Pues entonces, ¿qué quiere saber?

—Cuándo dejaron de tener curso legal.

—Haga un esfuerzo.

—¿Cuando se proclamó la República...? —sugirió Montalbano en tono vacilante.

Se sentía como un estudiante que no se ha preparado para el examen. El anciano se levantó y su carcajada sonó como un par de cajas de hojalata vacías restregadas entre sí.

—¿Me equivoqué?

—Vaya si se equivocó. Los americanos desembarcaron la noche entre el 9 Y el 10 de julio de 1943. En octubre de aquel mismo año estas monedas se retiraron de la circulación. Las sustituyeron las llamadas «amliras», los billetes que la AMGOT, es decir, la Administración Militar Aliada de los Territorios Ocupados, hizo imprimir. Y, como la denominación de dichos billetes era de una, cinco y diez liras, los céntimos desaparecieron de la circulación.

Fazio y Galluzzo regresaron a la comisaría cuando ya había oscurecido; Montalbano los reprendió.

—¡Ya era hora! ¡Se nota que se toman las cosas con calma!

—¿Nosotros? —replicó Fazio—. Pero ¿es que usted no sabe cómo es el teniente? Antes de tocar al muerto, esperó la llegada del juez y del doctor Pasquano. ¡Ellos sí que se tomaron las cosas con calma!

—¿Y bien?

—Es un muerto fresquito, de hoy mismo. Pasquano dijo que entre el asesinato y las llamadas no transcurrió ni siquiera una hora. Llevaba en el bolsillo el carné de identidad. Se llamaba Pietro Gullo, cuarenta y dos años, ojos azules, cabello rubio, tez sonrosada, natural de Merfi, residente en via Matteotti 32, de Fela, casado, señas particulares ninguna.

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