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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

El perro de terracota (12 page)

—¡Cuánto me alegro! Pase.

—Aprovechando que pasaba por aquí, decidí preguntar por usted. Si no lo hubiera encontrado en su despacho, lo habría llamado.

—Dígame.

—Quisiera revelarle ciertas cosas acerca de la cueva donde ustedes han encontrado las armas. No sé si son interesantes, pero...

—Por favor. Dígame todo lo que sepa.

—Mire, quiero decirle en primer lugar que me baso en todo lo que he averiguado a través de las televisiones locales y la lectura de los periódicos. Puede que las cosas no sean realmente así. De todos modos, alguien ha dicho que la piedra que cubría la entrada la habían habilitado como puerta los mafiosos o quienquiera que se dedicara al tráfico de armas. No es cierto. Esta habilitación, por así decirlo, la hizo el abuelo de un queridísimo amigo mío, Lillo Rizzitano.

—¿Sabe en qué época?

—Pues claro que lo sé. Hacia el año 41, cuando el aceite, la harina y el trigo empezaron a escasear por culpa de la guerra. Por aquel entonces, todas las tierras que rodeaban el Crasto y el
crasticeddru
pertenecían a Giacomo Rizzitano, el abuelo de Lillo, que había ganado dinero en América con medios ilícitos, o, por lo menos, eso decían en el pueblo. A Giacomo Rizzitano se le ocurrió la idea de cerrar la cueva, colocando aquella piedra a modo de puerta. En el interior de la cueva tenía toda suerte de productos, que vendía en el mercado negro con la ayuda de su hijo Pietro, el padre de Lillo. Eran hombres de pocos escrúpulos que habían participado en otros hechos de los que entonces las personas bien nacidas no solían hablar, al parecer, delitos de sangre.

»En cambio, Lillo salió distinto. Era una especie de literato, escribía poesías preciosas, leía mucho. Él fue quien me dio a conocer las obras “De tu tierra”, de Pavese, “Conversación en Sicilia”, de Vittorini... Yo lo iba a ver, por lo general cuando su familia no estaba, en un chalé pequeño justo al pie de la montaña del Crasto, por la parte que mira al mar.

—¿Lo derribaron para construir la galería?

—Sí. O, mejor dicho, las excavadoras que se utilizaron en la construcción de la galería hicieron desaparecer las ruinas y los cimientos, pues el chalé quedó literalmente pulverizado durante los bombardeos que precedieron al desembarco de los Aliados en el 43.

—¿Podría localizar a su amigo Lillo?

—Ni siquiera sé si está vivo o muerto y tampoco dónde vive. Lo digo porque debe usted tener en cuenta que Lillo tenía o tiene cuatro años más que yo.

—Dígame, señor director, ¿ha estado alguna vez en la cueva?

—No. Una vez se lo pedí a Lillo, pero él se negó; había recibido órdenes terminantes de su abuelo y su padre. Les tenía mucho miedo y bastante había hecho revelándome el secreto de la cueva.

El agente Balassone, a pesar de su apellido piamontés, hablaba milanés y tenía un rostro lúgubre de 2 de noviembre.

«
L'e el di di mort, alegher
! ¡Es el día de los muertos, alegría!», había pensado Montalbano al verlo, recordando el título de un poema breve de Delio Tessa.

Al cabo de media hora de estruendo en el fondo de la cueva con su aparato, Balassone se quitó los auriculares de los oídos y miró al comisario con una cara todavía más desconsolada que de costumbre, de ser ello posible.

«Me equivoqué», pensó Montalbano, «y ahora haré un papelón de mierda delante de Jacomuzzi».

Tras pasarse diez minutos en el interior de la cueva, Jacomuzzi había confesado que padecía claustrofobia y había salido.

«Quizá porque ahora no te enfocan las cámaras de televisión», pensó con malicia Montalbano.

—¿Y bien? —preguntó el comisario para confirmar su fracaso.


De la del mur, c'e
—dijo Balassone con tono sibilino, que no sólo era un sujeto melancólico sino también parco.

—Quieres decirme, por favor y si no te molesta demasiado, ¿qué hay al otro lado de la pared? —preguntó Montalbano, con una amabilidad amenazante.

—On sit voeuij.

—¿Podrías tener la amabilidad de hablar claro?

Por su aspecto y por su tono de voz, Montalbano parecía un cortesano del siglo XVIII; pero Balassone ignoraba que, como siguiera por aquel camino, en cuestión de segundos recibiría un sopapo capaz de partirle la nariz. Por suerte para él, obedeció.

—Hay un hueco —dijo—, y es tan grande como esta cueva.

El comisario se tranquilizó; no se había equivocado. En aquel momento, entró Jacomuzzi.

—¿Se encontró algo?

Como sabía que con su superior Balassone se mostraba más locuaz, Montalbano lo miró de reojo.

—Sí, señor. Detrás de ésta, tiene que haber otra cueva. Es como una cosa que vi en la televisión. Había una casa esquimal... ¿cómo se llama?, ah, sí, iglú, y otra justo a su lado. Los dos iglús se comunicaban por medio de una especie de empalme, un pasillito bajo. Aquí la situación es la misma.

—Así a primera vista —dijo Jacomuzzi—, el cierre del pasillo de unión entre las dos cuevas debe remontarse a muchos años atrás.

—Sí, señor —dijo Balassone cada vez más afligido—. En caso de que en la otra cueva haya armas escondidas, deben de ser por lo menos de la Segunda Guerra Mundial.

Lo primero que observó Montalbano en el trozo de cartón —debidamente colocado por los de la Brigada Científica en un sobrecito de plástico transparente— fue que tenía la forma de Sicilia. En el centro, había varias letras mayúsculas escritas en negro: ATO-CAT.

—¡Fazio!

—¡A sus órdenes!

—Pide de nuevo a la empresa Vinti el jeep, las palas, los picos y la azada. Mañana regresamos al
crasticeddru
, tú, yo, Germanà y Galluzzo.

—¡Pero entonces es que le ha tomado el gusto! —soltó de repente Fazio.

Estaba cansado. En el refrigerador encontró calamarcitos hervidos y una rebanada de queso
caciocavallo
muy curado. Se instaló en la galería. Cuando terminó de cenar, fue a mirar en el congelador. Había un granizado de limón que la asistenta le preparaba según la fórmula uno, dos, cuatro: un vaso de jugo de limón, dos de azúcar, cuatro de agua. Para chuparse los dedos. Después decidió tenderse en la cama para terminar de leer la novela de Montalbán. No consiguió leer ni un capítulo siquiera: a pesar de su interés, el sueño se impuso. Se despertó al cabo de menos de dos horas, consultó el reloj y vio que eran sólo las once de la noche. Al volver a dejar el reloj en la mesita, su ojo se posó en el trozo de cartón que se había llevado a casa. Lo tomó y se fue al cuarto de baño. Sentado en el inodoro, bajo la fría luz fluorescente lo siguió estudiando. De repente, una idea lo fulminó. Le pareció por un instante que la intensidad de la luz del cuarto de baño aumentaba progresivamente hasta estallar en el relámpago de un flash. Le dieron ganas de reír.

«¿Será posible que sólo se me ocurran las ideas cuando estoy en el baño?»

Miró y remiró el trozo de cartón.

«Volveré a pensarlo mañana por la mañana, cuando tenga la cabeza fría.»

Pero no fue así. Cuando ya llevaba un cuarto de hora dando vueltas y más vueltas en la cama, se levantó y buscó en la guía el número de teléfono del capitán Aliotta, de la Policía Judicial de Montelusa, que era su amigo.

—Perdona que te llame a esta hora, pero necesito una información urgente. ¿Alguna vez realizaron controles en el supermercado de un tal Ingrassia, de Vigàta?

—El nombre no me dice nada. Y si no lo recuerdo, significa que es posible que se haya efectuado algún control, pero que no se haya descubierto ninguna irregularidad.

—Gracias.

—Espera. De estas operaciones se encarga el sargento primero Lagana. Si quieres, le digo que te llame a tu casa. Estás en casa, ¿verdad?

—Sí.

—Dame diez minutos.

Tuvo tiempo de ir a la cocina a beberse un vaso de agua helada antes de que sonara el teléfono.

—Soy Lagana, el capitán ya me puso al tanto. Pues sí, el último control de aquel supermercado se remonta a hace un par de meses... Todo estaba en regla.

—¿Lo llevaron a cabo por iniciativa propia?

—Rutina habitual. Todo estaba bien. Le aseguro que no es frecuente tropezar con un comerciante que tenga los documentos tan en regla. Si hubiéramos querido fastidiarlo, no hubiéramos tenido ningún pretexto.

—¿Lo controlaron todo? ¿Libros de contabilidad, facturas, recibos?

—Perdone, señor comisario, ¿cómo cree usted que se hacen los controles? —preguntó el sargento, en tono un tanto irritado.

—Por el amor de Dios, no pretendía poner en duda... La finalidad de mi pregunta era otra. Yo no conozco ciertos mecanismos y por eso le estoy pidiendo ayuda. Estos supermercados, ¿cómo se abastecen?

—Están los mayoristas. Cinco, diez, según lo que haga falta.

—Ya... ¿Y usted estaría en condiciones de decirme quiénes son los proveedores del supermercado de Ingrassia?

—Creo que sí. Tengo que tenerlo anotado en algún sitio.

—Se lo agradecería muchísimo. Lo llamo mañana al cuartel.

—¡Ya estoy en el cuartel! No corte.

Montalbano lo oyó silbar.

—¿Señor comisario...? Mire, los mayoristas que abastecen a Ingrassia son tres de Milán, uno de Bérgamo, uno de Tarento, uno de Catania. Tome nota. En Milán...

—Perdone que lo interrumpa. Empiece por Catania.

—La razón social de la empresa de Catania es Pan, sin «e» final. Su propietario es Salvatore Nicosia, que vive en...

No encajaba.

—Gracias, ya es suficiente —dijo Montalbano, decepcionado.

—Espere, se me había pasado por alto. El supermercado se abastece en otra empresa de Catania, pero sólo en electrodomésticos, la Brancato.

«ATO-CAT», decía el trozo de cartón. Empresa Brancato-Catania: ¡encajaba, vaya si encajaba!

El grito de júbilo de Montalbano resonó en los oídos del sargento primero, que se llevó un susto.

—¿
Dottore, dottore
? Dios mío, ¿qué ocurre? ¿Se encuentra mal,
dottore
?

Once

Fresco como una rosa, sonriente, con chaqueta y corbata, envuelto en una nube de perfume de colonia, Montalbano se presentó a las siete de la mañana en casa del señor Francesco Lacommare, gerente del supermercado de Ingrassia, quien lo recibió no sólo con estupor comprensible sino también en calzoncillos y con un vaso de leche en la mano.

—¿Qué ocurre? —preguntó, y palideció de inmediato al reconocerlo.

—Dos preguntitas muy fáciles y lo dejo tranquilo. Pero tengo que hacerle una advertencia muy seria: este encuentro tiene que quedar entre usted y yo. Si lo comenta con alguien, por ejemplo, con el dueño, yo, con la excusa que sea, lo mando a la cárcel, puede poner las manos sobre el fuego.

Mientras Lacommare trataba de recuperar la respiración, que se le había cortado, desde el interior del departamento estalló una voz femenina, chillona y desagradable.

—Ciccino..., pero ¿quién es a esta hora?

—Nada, nada, Carmilina, duerme —la tranquilizó Lacommare, entornando la puerta a sus espaldas.

»¿Le molesta, señor comisario, que hablemos aquí, en el rellano? En el último piso, que es el de arriba, no hay nadie. No hay peligro de que alguien nos moleste.

—Bien... En Catania, ¿dónde se abastecen?

—En la Pan y en la Brancato.

—¿Hay períodos prefijados para el abastecimiento de productos?

—En la Pan es semanal y, en la Brancato, mensual. Lo hemos acordado con otros supermercados que se abastecen en estos mismos mayoristas.

—Muy bien. Y eso significa, si no entendí mal, que la Brancato carga un camión de productos y lo envía a efectuar el recorrido de los supermercados. En este recorrido, ¿ustedes qué lugar ocupan? Me explicaré mejor...

—Lo he comprendido, señor comisario. El camión sale de Catania, recorre la provincia de Caltanissetta, después la de Trapani y finalmente la de Montelusa. Nosotros, los de Vigàta, somos los últimos en ser abastecidos, y el camión, desde aquí, regresa vacío a Catania.

—Una última pregunta... Las mercancías que robaron los ladrones y después se las ingeniaron para que fueran encontradas...

—Es usted muy inteligente, señor comisario.

—También lo es usted, puesto que me da las respuestas antes de que yo formule las preguntas.

—El caso es que precisamente por este motivo yo no consigo pegar un ojo por la noche. Bueno pues, la Brancato nos entregó la mercancía antes de lo previsto. La esperábamos a primera hora de la mañana del día siguiente, pero llegó la víspera, cuando ya estábamos a punto de cerrar. El chofer dijo que había encontrado cerrado por defunción un supermercado de Trapani y que por eso había llegado antes. Entonces el señor Ingrassia, para dejar libre el camión, mandó efectuar la descarga, verificó la lista y contó las cajas. Pero no ordenó abrirlas, dijo que ya era tarde, no quería pagar horas extras y decidió hacerla al día siguiente. A las pocas horas, se produjo el robo. Y yo me pregunto: ¿quién avisó a los ladrones que la mercancía había llegado con antelación?

Lacommare se estaba entusiasmando con sus reflexiones. Montalbano decidió ponerle obstáculos en el camino: no convenía que el gerente se acercara demasiado a la verdad, so pena de que surgieran problemas. Además, era evidente que estaba totalmente al margen de los chanchullos de Ingrassia.

—No es seguro que ambas cosas guarden relación entre sí. Es posible que los ladrones pretendieran robar lo que ya había en el supermercado y se encontraran, por el contrario, con la mercancía recién entregada.

—Sí, pero ¿por qué dejaron que más tarde la encontraran?

Ahí estaba el
quid
. Montalbano se resistía a dar una respuesta capaz de satisfacer la curiosidad de Lacommare.

—Pero ¿se puede saber quién diablos es? —preguntó, esta vez decididamente enfadada, la voz femenina.

La señora Lacommare debía de ser una mujer de oído muy agudo. Montalbano aprovechó para irse; ya había averiguado lo que quería.

—Mis respetos a su gentil esposa —dijo, empezando a bajar la escalera.

En cuanto llegó a la puerta, retrocedió como una pelota atada a una cuerda y volvió a tocar el timbre.

—¿Otra vez usted?

Lacommare había bebido la leche, pero estaba todavía en calzoncillos.

—Había olvidado una cosa, perdone. ¿Está seguro de que el camión se fue completamente vacío después de haber descargado?

—Bueno, yo no dije eso. Quedaban todavía unas quince cajas grandes, pertenecientes, según me dijo el chofer, al supermercado de Trapani, que estaba cerrado.

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