—¿Qué carajo de preguntas me haces? ¿Qué mierda de lince eres? ¿Acaso no sabes que se ha decretado que para Tano el Griego no hay parajes ni zonas en lo tocante a las mujeres? Le han concedido el control y las prebendas de todo el puterío de la isla.
—No lo sabía. Sigue.
—Hacia las ocho de esta misma noche pasó el hombre de siempre para el cobro, era el día establecido para el pago de la cuota. Tomó el dinero que yo le di, pero, en lugar de irse, esta vez abrió de nuevo la puerta del auto y me dijo que subiera.
—¿Y qué hiciste?
—Me asusté, me dieron sudores fríos. Pero ¿qué podía hacer? Subí y él puso el coche en marcha. Resumiendo, toma la carretera de Fela, se para cuando no llevábamos ni siquiera media hora de camino...
—¿Le preguntaste adónde iban?
—Claro.
—¿Qué te dijo?
—No abrió la boca, como si yo no hubiera dicho nada. Al cabo de media hora, me hace bajar en un sitio donde no había ni un alma y me indica que siga un sendero. Por allí no pasaba ni un perro. En determinado momento, no sé de dónde carajo salió, se me planta delante Tano el Griego. Me pegué un susto tan grande, que las piernas se me aflojaron como si fueran un flan. Compréndeme, no fue por cobardía, pero es que este tipo tiene cinco.
—¿Como cinco?
—¿Por qué? ¿Cuántos cuentan ustedes?
—Tres.
—Pues no, señor, son cinco, garantizados al ciento por ciento.
—Muy bien, sigue.
—Yo empecé a jugar a pares y nones. Puesto que siempre había pagado religiosamente, me convencí de que Tano quería subirme el precio. No me puedo quejar de mis negocios, y ellos lo saben. Estaba equivocado, no era cosa de dinero.
—¿Qué quería?
—Sin saludarme siquiera, me preguntó si te conocía.
Montalbano creyó no haberle entendido.
—¿Si conocías a quién?
—A ti, Salvù, a ti.
—¿Y qué le dijiste?
—Yo, cagándome encima, le contesté que sí te conocía, pero sólo de vista, buenos días y buenas tardes. Te juro que me miró con un par de ojos como los de las estatuas, fijos y muertos; después echó la cabeza hacia atrás, soltó una risita y me preguntó si quería saber cuántos pelos tenía yo en el culo, con un margen de error de dos como máximo. Quería darme a entender que conocía mi vida y milagros y mi muerte, esperemos que sea lo más tarde posible. Por eso miré el suelo y no abrí la boca. Entonces me dijo que te dijera que quería verte.
—¿Cuándo y dónde?
—Esta misma noche, al amanecer. Luego te explico dónde.
—¿Sabes qué quiere de mí?
—Eso ni lo sé ni lo quiero saber. Me dijo que procurara convencerte de que te puedes fiar de él como de un hermano.
«Como de un hermano»: las palabras, en lugar de tranquilizar a Montalbano, le provocaron un estremecimiento desagradable. Era bien sabido que en el primer lugar de los tres —o los cinco— asesinatos de Tano figuraba el de su hermano mayor, Nicolino, primero estrangulado y después, por una misteriosa norma semiológica, cuidadosamente desollado. El comisario se sumió en negras reflexiones que se volvieron todavía más negras, de ser ello posible, cuando oyó las palabras que Gegè le susurró, apoyando una mano en su hombro.
—Ten mucho cuidado, Salvù. Ése es una mala bestia.
Estaba regresando a casa muy despacio cuando los faros del auto de Gegè, que lo seguía, parpadearon varias veces. Se desvió, Gegè se acercó e, inclinándose hacia la ventanilla del asiento del acompañante, le entregó un paquete.
—Me olvidaba de los mostachones.
—Gracias. Pensaba que había sido un pretexto.
—¿Quién te crees que soy? ¿Un tipo que dice una cosa por otra?
Gegè aceleró, ofendido.
El comisario pasó una noche digna de ser contada a un médico. El primer pensamiento que le vino a la mente fue llamar al jefe de policía, despertarlo e informarlo para protegerse las espaldas contra todas las consecuencias que aquel asunto pudiera tener. Pero Tano el Griego había hablado muy claro al respecto, tal como le había dicho Gegè: Montalbano no tenía que decirle nada a nadie y debía acudir solo a la cita. Sin embargo, aquí no era cuestión de jugar a policías y ladrones; su obligación era cumplir con su deber, es decir, advertir a sus superiores, organizar con ellos en sus más mínimos detalles los dispositivos de vigilancia y captura, tal vez con la ayuda de gran cantidad de refuerzos. Tano era un prófugo de la Justicia desde hacía diez años, ¿y se iba a reunir tranquilamente con él como si fuera un amigo que regresara de América? De eso ni hablar, no era posible, el jefe de policía tenía que ser informado de inmediato. Marcó el número de su superior en Montelusa, la capital.
—¿Eres tú, querido? —dijo la voz de Livia desde Boccadasse, Génova.
Montalbano se quedó un instante sin respiración; por lo visto, su instinto lo había guiado no a hablar con el jefe sino a marcar un número equivocado.
—Perdóname por lo de antes, recibí una llamada imprevista que me obligó a salir.
—No te preocupes, Salvo, ya sé la profesión que tienes. Más bien perdóname tú por el arrebato. Me decepcioné.
Montalbano miró el reloj: le faltaban por lo menos tres horas para reunirse con Tano.
—Si quieres, podemos hablar ahora.
—¿Ahora? Discúlpame, Salvo, no es por despecho, pero prefiero no hacerlo. Tomé un somnífero y se me están cerrando los ojos.
—Bueno, de acuerdo. Hasta mañana. Te quiero, Livia.
La voz de Livia cambió de golpe y adquirió un tono despabilado y alterado.
—¿Cómo? ¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre, Salvo?
—Nada, ¿qué quieres que ocurra?
—Ah, no, querido, tú a mí no me engañas. ¿Tienes que hacer algo peligroso? No me tengas preocupada, Salvo.
—Pero ¿cómo se te ocurren estas cosas?
—Dime la verdad, Salvo.
—No estoy haciendo nada peligroso.
—No te creo.
—Pero ¿por qué, Dios bendito?
—Porque me dijiste «te quiero» y desde que nos conocemos sólo me lo has dicho tres veces, las he contado, y cada vez fue por algo fuera de lo normal.
Lo único que podía hacer era cortar; con Livia podía ser interminable.
—Adiós, cariño, que descanses. No seas boba. Adiós, tengo que volver a salir.
Y ahora, ¿qué hacer para pasar el rato? Se duchó, leyó unas cuantas páginas del libro de Montalbán casi sin enterarse de lo que leía, fue de una habitación a otra, enderezando un cuadro, volviendo a leer una carta, una factura, una nota, tocando todo lo que tenía a mano. Volvió a ducharse, se afeitó y se hizo un corte justo bajo la barbilla. Encendió el televisor y lo apagó enseguida porque le produjo una sensación de mareo. Por fin, llegó la hora. Cuando ya estaba a punto de salir, le apeteció comerse un mostachón de vino cocido. Con asombro se dio cuenta de que el paquete que había sobre la mesa estaba abierto y de que en el interior de la caja de cartón no quedaba ni uno. Se los había comido todos sin darse cuenta, de lo nervioso que estaba. Y lo peor era que ni siquiera los había disfrutado.
Montalbano se volvió muy despacio, como si quisiera compensar con ello la furia sorda y repentina que le había causado haberse dejado sorprender por la espalda, como un principiante. A pesar de encontrarse en estado de alerta, no había conseguido percibir el menor ruido.
«¡Uno a cero a tu favor, rufián!», pensó.
A pesar de que jamás lo había visto en persona, lo reconoció de inmediato: en comparación con las señas de años atrás, Tano se había dejado crecer la barba y el bigote, pero los ojos eran los mismos, totalmente inexpresivos, «de estatua», tal como con acierto había dicho Gegè.
Tano el Griego se inclinó ligeramente y en su gesto no hubo la más mínima sombra de burla o de tomadura de pelo. De modo automático, Montalbano correspondió con otra leve inclinación.
Tano echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—Parecemos dos japoneses, aquellos guerreros de la espada y la coraza. ¿Cómo se llaman?
—Samuráis.
Tano extendió los brazos como si quisiera estrechar contra su pecho al hombre que tenía delante.
—Mucho gusto en conocer personalmente al famoso comisario Montalbano.
Montalbano decidió prescindir de los cumplidos e ir directo al grano para situar el encuentro en el debido terreno.
—No sé qué gusto le puede dar conocerme.
—De momento, ya me dio uno.
—Explíquese.
—Me está tratando de usted, ¿le parece poco? No hubo ni un solo esbirro, ni uno solo, y mire que he conocido a muchos, que me haya tratado de usted.
—Se dará cuenta, espero, de que yo soy un representante de la ley, mientras que usted es un peligroso prófugo de la Justicia y un asesino múltiple. Y nos estamos viendo cara a cara.
—Yo no voy armado. ¿Y usted?
—Yo tampoco.
Tano volvió a echar la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada sonora.
—¡Yo nunca me equivoco con las personas, nunca!
—Tanto si va armado como si no lo está, tengo que detenerlo.
—Y yo estoy aquí, comisario, para que usted me detenga. Quise verlo a propósito.
No cabía duda de que era sincero, pero precisamente su evidente sinceridad hizo que Montalbano se pusiera en guardia, sin conseguir entender adónde quería ir a parar Tano.
—Podía presentarse en la comisaría y entregarse. Aquí o en Vigàta, da lo mismo.
—Pues no, señor comisario, no es lo mismo. Me extraña que usted, que sabe leer y escribir, no comprenda que las palabras no son iguales. Hago que me detengan, no me entrego. Si toma su chaqueta, hablaremos adentro. Entretanto, abriré la puerta.
Montalbano descolgó la chaqueta de la rama del olivo, se la colgó del brazo y entró en la cabaña detrás de Tano. Dentro estaba todo a oscuras; el Griego encendió un quinqué y le indicó por señas al comisario que se sentara en una de las dos sillas que había junto a una mesita. En la habitación había un catre con sólo un colchón, sin almohada ni sábanas, una pequeña estantería con puertas de cristal llena de botellas, vasos, galletas, platos, paquetes de pasta, latas de salsa y toda una serie de cajas. Encima de una cocina de leña, varias ollas y peroles. Pero los ojos del comisario se detuvieron en un animal mucho más peligroso que el lagarto que dormía en la guantera de su coche: una auténtica serpiente venenosa, una ametralladora que dormitaba apoyada de pie contra la pared, al lado del catre.
—Tengo vino bueno —dijo Tano como si fuera un verdadero anfitrión.
—Sí, gracias —asintió Montalbano.
Después del frío, la mala noche, la tensión y el kilo largo de mostachones que se había engullido, el vino le hacía muchísima falta.
El Griego sirvió el vino y levantó su vaso.
—A su salud.
El comisario levantó el suyo y le devolvió el brindis.
—A la suya.
El vino era fabuloso; daba gusto tomarlo, y al bajar por la garganta, reconfortaba y daba calor.
—Es de veras bueno —lo felicitó Montalbano.
—¿Otro?
Para no caer en la tentación, el comisario apartó bruscamente el vaso.
—¿Vamos a hablar?
—Hablemos. Bueno, ya le dije que he decidido dejar que me detengan…
—¿Por qué?
La pregunta a bocajarro desconcertó a Tano. Fue sólo un momento, enseguida se recuperó.
—Tengo que someterme a un tratamiento, estoy enfermo.
—¿Me permite? Puesto que usted cree conocerme muy bien, sabrá sin duda que no soy una persona fácil de engañar.
—Estoy seguro de que no.
—Entonces, ¿por qué no me respeta y deja de contarme estupideces?
—¿No cree que estoy enfermo?
—Lo creo. Pero la estupidez que me quiere hacer tragar es que, para curarse de su enfermedad, necesita que lo detengan. Si quiere, me explico. Usted estuvo un mes y medio internado en la Clínica Madonna di Lourdes, en Palermo, y después permaneció tres meses internado en el Sanatorio Getsemani, de Trapani, donde el profesor Amerigo Guarnera lo operó. Si usted quisiera, hoy mismo, a pesar de que la situación es ligeramente distinta de la de hace unos años, encontraría una clínica dispuesta a cerrar los ojos y no denunciar su presencia a la policía. Por consiguiente, la razón por la cual quiere que lo detengan no es su enfermedad.
—¿Y si le dijera que los tiempos cambian y que la rueda gira muy rápido?
—Eso ya me convence un poco más.
—Mire, mi padre, que en paz descanse, que era un hombre de honor en la época en que la palabra «honor» significaba algo, me explicaba cuando yo era pequeño que el carro en el que viajaban los hombres de honor necesitaba mucha grasa para que las ruedas giraran y se movieran sin dificultad. Después, pasada la generación de mi padre, cuando yo tuve que subir al carro, uno de los nuestros dijo: «Pero ¿por qué tenemos que seguir comprando la grasa que necesitamos a los políticos, los alcaldes, los dueños de los Bancos y compañía? ¡Vamos a fabricar nosotros mismos la grasa que necesitamos!» ¡Muy bien! ¡Bravo! Estamos todos de acuerdo. Claro que siempre había alguien que le robaba el caballo al compañero, alguien que le impedía seguir un determinado camino a su socio, alguien que la emprendía a tiros contra el carro, el caballo y el jinete de otra «congregación»... Pero eran cosas que podíamos arreglar por nuestra cuenta. Los carros se multiplicaron y hubo más caminos que recorrer. En determinado momento, a una lumbrera se le ocurrió una idea genial y se preguntó qué significaba seguir circulando con el carro. «Vamos demasiado despacio», explicó. «Nos joden en velocidad, ¡ahora todo el mundo utiliza el auto, no se puede ignorar el progreso!» ¡Muy bien! ¡Bravo! Y todos corrieron a cambiar el carro por un auto y a sacar el carné. Pero algunos no consiguieron aprobar el examen de conducción y tuvieron que irse o los echaron. Cuando aún no habíamos tenido tiempo ni siquiera de familiarizarnos con el coche nuevo, los más jóvenes, que iban en auto desde que habían nacido y habían estudiado derecho o economía en los Estados Unidos o en Alemania, nos hicieron saber que nuestros automóviles eran demasiado lentos, que ahora teníamos que subirnos a un coche de carreras, una Ferrari o una Maserati provistas de radioteléfono y fax para poder salir disparados como un rayo. Estos chicos son de lo más nuevo que hay, hablan con los aparatos y no con las personas, ni siquiera te conocen, no saben quién eres y, si lo saben, les importa un pito, puede que ni siquiera se conozcan entre sí, hablan con el ordenador. En resumen, estos chicos no miran a nadie a la cara. En cuanto ven que tienes problemas con un automóvil lento, te echan fuera de la carretera sin pensarlo dos veces y tú te quedas en la cuneta con los huesos del cuello rotos.