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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

El perro de terracota (3 page)

—Y usted no sabe conducir una Ferrari.

—Exacto. Por eso, antes de morir en la cuneta, es mejor que me aparte.

—Sólo que no me parece usted un hombre dispuesto a apartarse voluntariamente.

—Voluntariamente, comisario, se lo aseguro, voluntariamente... Claro que hay maneras y maneras de convencer a una persona de que actúe libremente, por su propia voluntad. Una vez, un amigo mío que leía mucho y era culto, me contó una historia que yo le cuento a usted tal cual. La había leído en un libro alemán. Un hombre le dice a un amigo: «¿Qué apuestas a que mi gato se come la mostaza picante, esa que pica tanto que te hace un agujero en la barriga?» «A los gatos no les gusta la mostaza», contesta el amigo. «Pues al mío se la hago comer», dice el tipo. «¿Se la haces comer a golpes y a palos?», pregunta el amigo. «No, señor, sin obligarlo, se la come voluntariamente», contesta el hombre. Hacen la apuesta, el hombre toma una buena cucharada de mostaza, de esas que, sólo de verlas, notas que te arde la boca, sujeta al gato y, ¡zas!, le mete la mostaza en el culo. El pobre gato, al sentirse arder el culo de aquella manera, empieza a lamérselo. Lame que te lame, acaba comiéndose voluntariamente toda la mostaza. Y eso es todo, distinguido señor.

—Lo he comprendido perfectamente. Ahora volvamos al tema inicial.

—Le estaba diciendo que yo me dejo detener, pero necesito un poco de teatro para salvar las apariencias.

—No entiendo.

—Ahora se lo explico.

Se explicó largo y tendido, bebiendo de vez en cuando un vaso de vino. Al final, Montalbano comprendió los motivos de Tano. Pero ¿se podía uno fiar de él? Éste era el auténtico
quid
de la cuestión. En su juventud, Montalbano era muy aficionado a jugar a las cartas (por suerte, más adelante se le había pasado la afición): por eso intuía que el Griego estaba jugando con cartas no marcadas, sin trucos. Por fuerza tenía que fiarse de esa sensación, en la esperanza de no fallar. Minuciosa y meticulosamente prepararon todos los detalles de la detención para evitar que algo les saliera mal. Cuando terminaron de hablar, el sol ya estaba muy alto en el cielo. Antes de salir de la cabaña y dar comienzo a la representación, el comisario miró largo rato a los ojos a Tano.

—Dígame la verdad.

—A sus órdenes,
dutturi
Montalbano.

—¿Por qué me eligió precisamente a mí?

—Porque usted, y me lo está demostrando, es un hombre que entiende las cosas.

Mientras bajaba a toda velocidad por el sendero que corría a través de los viñedos, Montalbano recordó que en la comisaría debía de estar de guardia Agatino Catarella, por lo que la conversación telefónica que estaba a punto de comenzar sería en el mejor de los casos difícil, cuando no origen de equívocos desgraciados y peligrosos. El tal Catarella era un pobre tipo. Corto de entendederas y lento de reflejos, seguro que había ingresado al cuerpo de policía por ser pariente lejano del ex omnipotente honorable Cusumano, que, tras haberse pasado un verano en el frescor de la cárcel del Ucciardone, había sabido estrechar otros vínculos con los nuevos poderosos hasta el extremo de haberse ganado un buen trozo de pastel, de ese pastel que cada vez se iba renovando milagrosamente con sólo cambiar alguna que otra fruta confitada o colocar otras velitas en sustitución de las ya consumidas. Las cosas con Catarella se enredaban todavía más cuando le entraba el capricho —cosa que le ocurría muy a menudo— de hablar en lo que él llamaba «taliàno».

Un día se había presentado ante el comisario con cara de circunstancias.


Dottori
, ¿usted no podría, por casualidad, indicarme a uno de esos médicos que son especialistas?

—¿Especialistas en qué, Catarè?

—En enfermedades venéreas.

Montalbano se lo quedó mirando, boquiabierto.

—¿Tú, una enfermedad venérea? ¿Y cuándo te la pescaste?

—Yo recuerdo que esta enfermedad me vino cuando era todavía muy pequeño, tendría menos de seis o siete años.

—Pero ¿qué carajo me estás diciendo, Catarè? ¿Estás seguro de que se trata de una enfermedad venérea?

—Segurísimo,
dottori
comisario. Va y viene, va y viene... Venérea.

En el auto, mientras se dirigía a una cabina telefónica que tenía que haber cerca del cruce de Torresanta (tendría que haber una, a menos que hubieran cortado el receptor, robado todo el aparato y hecho desaparecer la cabina), Montalbano decidió no llamar ni siquiera al subcomisario Mimì Augello porque éste era de esos que lo primero que haría sería avisar a los periodistas y fingir después sorprenderse de su presencia.

Sólo quedaban Fazio y Tortorella, los dos sargentos o como mierda los llamaran ahora. Eligió a Fazio, pues a Tortorella le habían pegado un tiro en las tripas no hacía mucho tiempo y todavía no se había recuperado del todo y de vez en cuando le dolía la herida.

La cabina aún estaba milagrosamente en su sitio, el teléfono milagrosamente funcionaba y Fazio contestó cuando aún no había terminado de sonar el segundo timbrazo.

—Fazio, ¿ya estás de guardia a esta hora?

—Sí,
duttu
. No hace ni medio minuto que me telefoneó Catarella.

—¿Qué quería?

—Casi no me pude enterar, se puso a hablar «taliàno». Me pareció entender que esta noche saquearon el supermercado de Carmelo Ingrassia, ese tan grande que hay en las afueras del pueblo. Tienen que haber ido con un Tir o un camión muy grande.

—¿No estaba el vigilante nocturno?

—Sí estaba, pero no lo encuentran.

—¿Ibas para allá?

—Sí, señor.

—Pues no vayas. Llama enseguida a Tortorella y dile que avise a Augello. Que vayan ellos dos. Dile que tú no puedes ir, cuéntale la primera tontería que se te ocurra, que te has caído de la cuna y te has golpeado la cabeza. No, diles más bien que te han venido a detener los carabineros. Mejor todavía, llama y dile que avise al Cuerpo de Carabineros, de todos modos es una bobada, una mierda de robo, y así, de paso, los del Cuerpo estarán contentos de que los hayamos llamado para que colaboren. Y ahora óyeme bien: después de haber avisado a Tortorella, Augello y a los carabineros, llamas a Gallo, Galluzzo —madre mía, eso parece un gallinero— y a Germanà, y se vienen todos adonde ahora te digo. Todos armados con ametralladoras.

—¡Carajo!

—Carajo, sí, señor. Es una cosa muy gorda que se tiene que hacer con prudencia, a nadie se le tiene que escapar ni media palabra, y menos que a nadie a Galluzzo, con su cuñado, el periodista. Y dile sobre todo al cabeza de chorlito de Gallo que no se ponga a conducir como si estuviera en Indianápolis. Nada de sirenas ni de luces de emergencia. Cuando se arma alboroto y se revuelve el agua, el pez se escapa.

»Y ahora escúchame bien, que voy a decirte adónde tienes que ir.

Llegaron en silencio, antes de que hubiera transcurrido media hora de la llamada, como si estuvieran efectuando una patrulla normal. Descendieron del vehículo y se dirigieron hacia Montalbano, quien les indicó por señas que lo siguieran. Se reunieron detrás de una casa medio en ruinas para que no los pudieran ver desde la carretera provincial.

—En el coche tengo una ametralladora para usted —dijo Fazio.

—Pues te la metes en el trasero. Escúchenme bien: si sabemos jugar bien la partida, nos llevamos a casa a Tano el Griego.

Montalbano percibió que a sus hombres se les cortaba por un instante la respiración.

—¿Tano el Griego por aquí? —preguntó asombrado Fazio, el primero en recuperarse de la sorpresa.

—Lo he visto muy bien, es él. Se ha dejado crecer la barba y el bigote, pero se le reconoce de todos modos.

—¿Y usted cómo lo encontró?

—Fazio, no me hinches las bolas, te lo explicaré todo después. Tano está en una cabaña en lo alto de aquella loma, desde aquí no se ve. Está rodeada de olivos gigantescos. Es una casa de dos habitaciones, una en la planta baja y la otra en el piso de arriba. En la fachada hay una puerta y una ventana y otra ventana en la habitación de arriba, pero da a la parte de atrás. ¿Está claro? ¿Lo han entendido bien? Tano sólo puede salir por adelante, a no ser que se arrojara a la desesperada por la ventana de la habitación de arriba, pero a riesgo de romperse una pierna...

»Vamos a hacer lo siguiente. Fazio y Gallo se van a la parte de atrás; Germanà, Galluzzo y yo derribamos la puerta y entramos.

Fazio miró al comisario con recelo.

—¿Qué ocurre? ¿No estás de acuerdo?

—¿No sería mejor rodear la casa y ordenarle que se rindiera? Somos cinco contra uno, no se puede escapar.

—¿Está seguro de que dentro de la casa no hay nadie con Tano?

El comisario no contestó.

—Háganme caso a mí —dijo luego, dando por terminado el breve consejo de guerra—. Es mejor que se encuentre el huevo de Pascua con la sorpresa.

Tres

Montalbano calculó que Fazio y Gallo ya debían de llevar por lo menos cinco minutos apostados detrás de la cabaña; él, por su parte, tendido boca abajo en el suelo sobre la hierba, con la pistola en la mano y una molesta piedra que le comprimía justo la boca del estómago, se sentía tremendamente ridículo; tenía la sensación de haberse convertido en un personaje de una película de gángsters y estaba deseando dar la señal para que se levantara el telón. Miró a Galluzzo, que estaba a su lado —Germanà se encontraba un poco más apartado, hacia la derecha— y le preguntó en voz baja:

—¿Estás preparado?

—Sí, señor —contestó el agente.

Sudaba y se veía bien a las claras que estaba hecho un manojo de nervios. Montalbano se compadeció de él pero, como es natural, no podía contarle que se trataba de un montaje de resultado incierto, desde luego, pero de cartón.

—¡Adelante! —le ordenó.

Como disparado por un resorte comprimido en su extremo y casi sin rozar el suelo, Galluzzo alcanzó de tres saltos la casa y se pegó contra la pared, cerca de la puerta. Daba la impresión de no haber hecho el menor esfuerzo, pero el comisario vio que el pecho le subía y bajaba a causa de la respiración afanosa. Galluzzo empuñó la ametralladora y le hizo señas al comisario de que ya estaba preparado para la segunda parte. Entonces Montalbano miró a Germanà, que aparentaba estar no sólo tranquilo sino incluso relajado.

—Voy —le dijo sin emitir ningún sonido, silabeando en silencio con un exagerado movimiento de los labios.

—Yo lo cubro —contestó Germanà de la misma manera, señalando con un gesto de la cabeza la ametralladora que sostenía entre sus manos.

El primer salto hacia delante del comisario fue, si no de antología, por lo menos de manual: una separación del suelo firme y equilibrada, digna de un especialista en salto de altura, una suspensión de levedad aérea, un aterrizaje neto e impecable que hubiera dejado boquiabierto a un bailarín. Galluzzo y Germanà, que lo estaban mirando desde distintos ángulos de visión, se deleitaron en la contemplación de la prestancia de su jefe. La salida del segundo salto estuvo mejor calibrada que la del primero en cuanto a la suspensión, pero ocurrió algo por lo cual Montalbano, que estaba muy tieso, se inclinó de repente hacia un lado como la Torre de Pisa, en una caída propia de un auténtico número de payaso. Tras haberse tambaleado con los brazos extendidos en busca de un punto de apoyo imposible, cayó pesadamente de lado. Galluzzo se movió para prestarle auxilio, pero se detuvo a tiempo y volvió a pegarse al muro. Germanà también se levantó de golpe, pero enseguida volvió a agacharse. Menos mal que todo era una farsa, pensó el comisario, de lo contrario, Tano los hubiera podido abatir en aquel momento como si fueran bolos. Soltando las más sustanciosas palabrotas de su amplio repertorio, Montalbano se puso a buscar a gatas la pistola que, durante la caída, se le había escapado de las manos. Al final, la vio bajo una mata de cohombrillos amargos y, en cuanto introdujo el brazo para recogerla, todos los cohombrillos estallaron y le inundaron la cara de semillas. Con una tristeza ligeramente teñida de rabia, el comisario se dio cuenta de que había dejado de ser un héroe de película de gánsteres para convertirse en un personaje de una película de Bud Abbott y Lou Costello. Ahora ya no tenía ánimos para dárselas de atleta o de bailarín y recorrió los pocos metros que lo separaban de la cabaña a paso rápido y con el cuerpo sólo ligeramente encorvado.

Mirándose a los ojos, Montalbano y Galluzzo se hablaron sin palabras y se pusieron de acuerdo. Se situaron a tres pasos de la puerta, que no daba la impresión de ser muy resistente, respiraron hondo y se lanzaron contra ella con toda la fuerza de sus respectivos cuerpos. La puerta resultó ser de papel de seda o casi; habría sido suficiente un manotazo para derribarla, por cuyo motivo ambos se vieron proyectados al interior de la cabaña. El comisario consiguió detenerse milagrosamente; en cambio, Galluzzo, por efecto de la violencia de su ímpetu, atravesó toda la habitación y se dio de cara contra la pared, reventándose la nariz, y quedó medio asfixiado por la sangre que se le escapaba a chorros. Bajo la débil luz del quinqué que Tano había dejado encendido, el comisario tuvo ocasión de admirar el arte de consumado actor del Griego. Fingiendo haber sido sorprendido mientras dormía, se levantó de un salto y empezó a proferir maldiciones mientras corría hacia el
kaláshnikov
que ahora estaba apoyado contra la mesa y, por consiguiente, lejos del catre. Montalbano se dispuso a interpretar su papel dando el pie, tal como suele decirse en la jerga teatral.

—¡Alto! ¡Alto en nombre de la ley o disparo! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones, efectuando cuatro disparos contra el techo.

Tano se quedó petrificado, con los brazos levantados. Convencido de que en la habitación de arriba se escondía alguien, Galluzzo disparó una ráfaga de ametralladora contra la escalera de madera. Al oír el tiroteo del interior, Fazio y Gallo abrieron un fuego disuasivo contra la ventanita. Todos los que se encontraban en el interior de la cabaña estaban medio aturdidos por el ruido de los disparos cuando, de pronto, apareció Germanà para acabar de arreglarlo.

—Quietos todos o disparo.

Ni siquiera había tenido tiempo de terminar su requerimiento amenazador cuando se vio empujado por detrás por Fazio y Gallo y obligado a situarse entre Montalbano y Galluzzo, el cual, tras haber soltado la ametralladora, había sacado un pañuelo del bolsillo, con el que estaba tratando de restañar la sangre que le había manchado la camisa, la corbata y la chaqueta. Al verlo, Gallo se puso nervioso.

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