Abrir y cerrar los ojos no alteró la visión de Cigilfredo. Las piernas le temblaban mientras trataba de tranquilizar a los perros cuyos ladridos aumentaban su tormento. Casi corriendo cruzó de nuevo la vía pública para regresar al centro de adiestramiento. Tuvo que tomar aire. A eso de estar encontrando muertos no debía acostumbrarse nadie. Mientras contaba el hallazgo a su compañero de trabajo Hilario, marcó el l7l, teléfono de emergencias. La transcripción de novedad en el Centro de Investigaciones Penales y Criminalísticas la realizó Aída Castillo, quien atendió en la sala de transmisiones. La información era escueta, pero suficiente para movilizar a funcionarios de la División de Homicidios del organismo policial. La llamada reportó que en la autopista PetareGuarenas, a la altura del centro de adiestramiento de Viasa, Parque Caiza, vía pública, se había encontrado el cuerpo sin vida de una persona en estado de putrefacción.
El inspector Daniel y los detectives Ovidio y Johnny acudieron al lugar pasado el mediodía, sorteando el tránsito matutino que no es para despreciar. También acudieron los funcionarios de Medicina Forense. Los ojos de los policías registraron el cuerpo de Roxana. El fotógrafo del CICPC inició su trabajo, sin problemas. Había suficiente luz para eso. Roxana yacía en el asfalto, sobresaliendo entre escombros de cerámica blanca partida (parecían ser los restos de una poceta), piedras, troncos y bolsas con basura. Se encontraba en posición de cúbito dorsal —boca arriba— y el lado derecho de su rostro estaba tapado parcialmente con unas tablas de madera. Sobre su cuerpo también se hallaban unas bolsas transparentes con escombros y un trozo de tronco que quedó colocado entre sus piernas. La ropa, sin duda era la de Roxana, pero los efectivos policiales no la tenían a ella en sus mentes. La blusa blanca con flores rosadas estaba subida hasta los senos. Toda la región toráxica quedaba al descubierto y también parte de su
brassier.
Su falda negra estaba levantada hasta la región abdominal, dejando visible su pantaleta blanca. Era la misma ropa con la que había salido de su casa el sábado l2 de julio. Estaba sin zapatos, sin cartera, y por lo tanto sin identificación. Para efectos del registro inicial, los policías la describieron como mujer de piel blanca, cabello negro ondulado, largo, l,75 cm, contextura obesa, de unos 30 años.
Los efectivos colectaron dos conchas de balas partidas 9mm, que pensaron podían ser útiles para la investigación.
A Jorge Marín, médico forense, le correspondió la evaluación externa del cuerpo de Roxana. Marín registró que Roxana presentaba escoriaciones, raspaduras, en la región abdominal. También tenía golpeadas las rodillas, en especial la pierna izquierda. Pero la parte más deteriorada era la superior. La región frontal de la cara estaba muy hinchada y el ojo izquierdo estaba fuera del lóbulo. Marín describió al cuerpo de Roxana en estado de putrefacción, con el tórax y abdomen manchados de verde, y la piel, en general, en la llamada fase enfisematosa, que significa hinchada por los gases. Para Marín, luego de la evaluación externa del cuerpo, Roxana había fallecido por un traumatismo en la cabeza. Y a criterio del médico, y con la información policial de que no se habían conseguido documentos con la víctima, las dos manos debían ser amputadas para que en el laboratorio procuraran restaurar los pulpejos dactilares, procedimiento que se suele hacer para identificar a las víctimas.
Cumplido con el proceso forense, el cuerpo de Roxana Vargas fue cargado hasta la furgoneta del CICPC y trasladado hasta la morgue de Bello Monte.
A partir de ese momento, Roxana Vargas Quintero pasó a ser un caso, identificado en el acta procesal # 857.177.
Ana Teresa recibió la llamada pasada la una de la tarde. Agotada, sin dormir, la voz del funcionario policial indicándole que en la morgue se encontraba un cuerpo de mujer que podía reunir las características de su hija y solicitándole que alguien acudiera a identificarlo terminó por derrumbarla. Sintiéndose sin fuerzas, le pidió a su hermano que se encargara de tan terrible trance. Creía además que debía ser un error, que se trataba de otra pobre mujer asesinada. Pero no fue así.
Los funcionarios de homicidios esperaban por el informe del forense para elaborar la estrategia de investigación. El grupo de policías estaba seguro de encontrarse frente a un homicidio. Una vez identificado el cuerpo como el de la estudiante desaparecida, había que retomar la denuncia realizada por la madre, cuando acudió al organismo policial para informar la desaparición de su hija.
El protocolo de autopsia es referencia fundamental en toda investigación criminal. Franklin Pérez fue el patólogo responsable de la autopsia. Apenas fue conocido el informe que realizó, se generaron polémicas y agrias críticas de colegas y conocedores de criminalística.
Sin embargo, había en los juicios contrarios a su informe también un dejo de comprensión. La opinión pública, y más aún sus colegas, conocían las terribles condiciones en las que se encontraba en los últimos tiempos la morgue de Bello Monte. Habría que recordar que el cuerpo de Roxana fue hallado un lunes, el peor día para ello, cuando el depósito de cadáveres colapsaba con las víctimas del fin de semana, casi todas de muertes violentas. Las condiciones de higiene de la morgue estaban ausentes, los cuerpos debían ser evaluados en el piso —así fue examinado el de Roxana— con precarios instrumentos porque los apropiados se habían ido dañando por el exceso de uso, sin ser sustituidos o reparados. Había sido casi un milagro que en el caso de Roxana se hubiese conseguido con prontitud una furgoneta para trasladar su cuerpo hasta la morgue. Abundaban las ocasiones, en especial en los barrios, en que los cadáveres se iban deteriorando aceleradamente a la espera del arribo de las autoridades. A veces llegaban los funcionarios, pero sin los vehículos para transportar los cuerpos, por lo que tenían que apelar a la colaboración del transporte público, o de amigos o familiares que ayudaban a trasladarlos. Ha sido tal la desesperación, que hasta una moto ha sido de utilidad para tal fin.
El informe del forense Franklin Pérez fue la continuidad de lo que había adelantado su colega Jorge Marín.
El documento del patólogo indica que a Roxana se le encontró un hematoma en el cuero cabelludo; la masa encefálica estaba licuada y empapada en sangre y el médico no observó trazos de fractura de cráneo ni de la cara. No vio lesiones en el cuello. El tórax y el abdomen le parecieron muy congestionados. Ni en la pelvis ni en las extremidades consiguió lesiones. La causa de la muerte sería entonces hemorragia subdural, traumatismo cráneoencefálico severo.
Un dato era muy importante en las investigaciones. Cuando un cuerpo de mujer es encontrado en las condiciones del de Roxana, la primera sospecha es de un crimen pasional, por lo tanto, lo primero que los investigadores deben buscar en el cuerpo y la ropa de la víctima es semen, pelos o saliva, que podrían revelar a través de la evaluación del ADN la identidad del victimario. En el caso de Roxana hubo ausencia de espermatozoides, y no se encontró evidencia de actividad sexual en sus últimas horas de vida.
La mamá de la víctima había insistido desde el primer día en la sospecha de un psiquiatra con quien su hija mantenía relaciones. El detalle que cambiaba todo es que el psiquiatra era famoso. Se trataba de Edmundo Chirinos. Algunos policías, los más veteranos, comentaron de inmediato que Chirinos era un hombre importante que había devenido en la política, y que hasta había sido el psiquiatra del Presidente de la República, Hugo Chávez, y de su ex esposa Marisabel. Así que la información los puso a todos en alerta. El caso tomó otra dimensión.
Los efectivos del CICPC informaron de inmediato al Ministerio Público. A todo aquel que la interrogaba, Ana Teresa, entre tumbos de dolor, insistía en su versión, que cada vez iba siendo más dura: «Quiero decirles que estoy segura de que el responsable de la muerte de mi hija es el doctor Chirinos. Ella mantenía a escondidas una relación amorosa con él».
Durante los días siguientes, en el CICPC sólo se hablaba de ese caso. La lupa del país estaba sobre el organismo policial. Se trataba de una estudiante de periodismo, pasante en un canal de televisión, que había sido lanzada a un basure ro. La imagen de Ana Teresa ante las cámaras sacudió a los venezolanos.
Los funcionarios policiales se enrumbaron en la hipótesis de homicidio, enfocándose en dos personajes que aparecían como muy cercanos a Roxana. Pensaban que podía tratarse de un crimen pasional. La joven había referido en el blog http://princesasanas.blogspot.com su conflictiva relación con Chirinos, así como su sufrimiento por Mariano, un amor no correspondido. Luego de los testimonios iniciales de amigos de Roxana, y de las primeras evidencias, los investigadores comenzaron a inclinarse por considerar al psiquiatra como el sospechoso. Al joven Mariano lo escudriñaron también, y fue descartado. Mariano tenía coartada decenas de personas lo habían visto trasladarse en transporte público hasta su casa y no tenía un móvil, una razón evidente para hacerle daño a su amiga.
Los medios de comunicación manejaron la información de inmediato. La policía le había solicitado a la mamá de Roxana que procurara no adelantar nombres, pero eso fue imposible. Identificar al sospechoso fue tarea fácil para los periodistas. Desde el l6 de julio, la opinión pública comenzó a juzgar a Edmundo Chirinos.
El comisario Orlando Arias, a pesar de tener casi cinco años de jubilado, no faltaba a su rutina de comprarse los principales diarios del país, y antes de tomarse su primer café abría la página de sucesos. Leía los diarios de atrás para delante. Así se lo había enseñado su padre, legendario investigador cuando la época democrática en la segunda mitad del siglo XX. Orlando repetía que a pesar de su retiro obligado seguiría siendo policía.
La información de Roxana llamó su atención. La mención de Chirinos en el caso le recordó una denuncia que se había recibido en el organismo policial, unos l5 años atrás, de un extraño robo en su residencia. Le habían forzado la caja fuerte y el psiquiatra muy nervioso había denunciado la desaparición de unos dólares. Si la memoria no le fallaba, era mucha plata, unos 80 mil dólares. Vivía en un
penthouse
en Sebucán y ni la reja principal ni la puerta habían presentado señales de violencia. El policía registró en su memoria que era un apartamento muy oscuro, iluminado con luz artificial y con un aire acondicionado muy bullicioso. Desde el recibo, una puerta entreabierta mostraba la habitación, con una cama que ocupaba casi todo el espacio. Era sin duda un apartamento de soltero. La ausencia de una mano femenina era evidente. El policía había conversado un par de veces con Chirinos y luego el psiquiatra había preferido dejar las cosas así. Y como siempre, un caso se sobrepone a otro. Sólo hasta el momento en que Chirinos era referido como sospechoso en el homicidio de esta joven, el comisario Orlando Arias no había prestado atención al psiquiatra, a pesar de tropezárselo en las páginas políticas de los periódicos. Pero ahora era diferente. Estaba en las páginas rojas.
El comisario, por puro instinto y mucha curiosidad, se decidió por hacer algunas llamadas. Al primero que llamó fue a su compadre Alfonso, nacido y criado en Valle de la Pascua, para que le contara sobre la familia de la víctima. «Humildes, yo diría que pobres, y bastante religiosos», describió el amigo. «El padre, Antonio Vargas, es un hombre pasivo, algo enfermo. La madre, Ana Teresa, arrastra problemas depresivos desde la llegada de sus dos hijas, que nacieron una seguida de la otra. Primero Mariana, y un año después Roxana. Cuando las niñas terminaron el bachillerato en el Colegio Nazareth, la madre decidió enviarlas donde su hermana en Caracas para que siguieran estudios superiores. Los profesores de las niñas las describen como jóvenes promedio, sin alteraciones particulares. La madre sostiene los gastos vendiendo bebidas frescas como tizana, y haciendo por encargo tortas y dulces, muy sabrosos por cierto. Ella debe andar por los 55 años y el padre debe llevarle por encima unos l0. No veo ninguna razón especial para que ella acuse al psiquiatra sin elementos. No tienen contacto con la política, ni con sectores que pudieran tener algún interés en perjudicarlo. En síntesis, creo que hay que prestarle atención a lo que dice Ana Teresa», informó el compadre Alfonso.
La segunda llamada que hizo el comisario Arias fue al detective Perozo, uno de sus amigos de la División de Homicidios. A él sí lo invitó a tomarse un café. Solían hacerlo frente al CICPC. «Mejor unas cervecitas al final de la jornada», le propuso el detective. Orlando había sido su superior y le tenía sincero afecto al funcionario, así que le agradó la idea de atenderlo en su casa. Podrían hablar con tranquilidad y sin la presión de que lo vieran cerca del organismo policial. Suponía que el caso de Roxana Vargas debía haber generado presión sobre los efectivos policiales, y su presencia allí con seguridad causaría suspicacias o recelo.
El tercer repique lo hizo a una profesional respetadísima en el área forense. La patóloga Amalia Pagliaro, también retirada del organismo policial, podía a través de las fotos y de la información policial que tuviesen, aportar algunas opiniones que ayudarían al trabajo detectivesco. A Amalia le informó que el funcionario Perozo acudiría a su casa a las siete y media de la noche y la invitó a que asistiera.
Apenas llegó el detective con su
laptop
en la mano, Orlando y Amalia, sin tapujos, manifestaron su interés por el caso. Se ofrecieron con generosidad y desinterés para ayudar al joven funcionario en una labor que estaban seguros de que estaba realizando bajo gran presión, por tratarse de un personaje de interés nacional. El detective, respetuoso de la experiencia del comisario y la patóloga, respiró con alivio. En cuanto a Orlando Arias, confiaba mucho en quien alguna vez fuera su jefe. Para resolver el caso de Roxana Vargas se sabía necesitado de la orientación de un experto, y mejor si el apoyo venía de un hombre a quien consideraba intachable. Él lo ayudaría a dar pasos seguros en la investigación. Sobre Amalia tenía las mejores referencias; su rigor y severidad le habían granjeado una fama de sapiencia y pulcritud, que la convirtieron en la primera mujer jefe del departamento forense del organismo policial.
Casi con solemnidad, el detective abrió la
laptop
para mostrarles las gráficas del hallazgo de Roxana, al tiempo que hacía un recuento del caso. El comisario las observó con detenimiento y lamentó que hubiesen tomado tan pocas. La calidad tampoco era buena. Preguntó sobre el informe del forense, con un gesto de molestia que el detective conocía muy bien. El detective hizo su exposición, mientras Amalia en silencio comenzó a leer una versión impresa del protocolo de autopsia. El comisario volvió sobre gráficos y anotaciones. No se aguantó para dar la reprimenda.