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Authors: Ibéyise Pacheco

Tags: #Ensayo, Intriga

Sangre en el diván (4 page)

»No sólo eso, sino también se aprovecha de hacer las curas de sueño, y en el momento que éstas se encuentran sedadas las manosea, las soborna con tener dinero y tener sexo.

»Se le ha visto comprar muchísimas cajas de Cialis, en Farmatodo de La Florida, con revistas pornográficas. Es difícil creer esto sobre un honorable psiquiatra, pero jamás se conoce bien a los médicos.

«Señores padres y madres, con toda la honestidad les recomiendo que no lleven nunca a sus hijos a ese doctor, y si sus hijos se ven con él, lo más rápido que puedan, no los lleven más. No vaya a aprovecharse de su hija. Se dice por el bien de todos. Y terminar con este tipo de personas que por no tener un hogar o familia, prefiera satisfacer sus deseos sexuales con sus pacientes.

»Si no conoce a este doctor, por favor pase este correo para que otros estén al tanto de cómo la medicina de este país se ha vuelto tan ineficiente, principalmente por la poca ética que tienen los médicos.

»A pesar de su gran avanzada edad le gusta tomar Cialis y tener sexo con sus pacientes.

»TENGAN MUCHO CUIDADO CON SUS HIJOS. SE PUEDE APROVECHAR HASTA EN LAS CURAS DE SUEÑO. YA HAN PASADO VARIOS CASOS QUE POR TEMOR NO SON PUBLICADOS LOS NOMBRES.»

Roxana, que conocía la poca destreza de Chirinos en el uso de la computadora, y su nula rutina de navegar por Internet y ella quería que él supiera lo que había escrito, se encargó de hacerle llegar la nota en un sobre que hizo colar junto a una amiga, debajo de la puerta de la entrada del lado privado de su consultorio.

En ese texto, Roxana, además de los acusaciones de abuso sexual, menciona el soborno, porque según le contó a Ana Teresa, Chirinos había llegado a ofrecerle dinero, al principio, como una especie de pago por favores sexuales, y luego a cambio de su distancia y consecuente silencio.

También el l7 de mayo, poco menos de dos meses antes de morir, Roxana había chateado con su amiga Raiza sobre el tema. «Estoy creando la nota que voy a enviar a Chirinos… a los profes que tengo, a un amigo actor, y bueno a mis contactos… quiero que la gente sepa qué clase de doctor es, y que no acuda a sus consultas, y que este correo se corra, ¿tú sabes colocar en Internet noticias? Bueno, él me hizo daño. Le envié al profe Alejandro, hermano de Adolfo, a Joan, hijo de Javier. Pide el correo del profe César Torres».

Ya en su blog, Roxana había comenzado a hablar de su relación con él y de sus conflictos. Y en comunicaciones con sus amigas y en su diario, contó algunas cosas. El 8 de abril: «Ayer Chirinos me dijo que no lo iba a volver a ver». Y cinco días después: «Le escribí una carta a Chirinos diciéndole un pocotón de cosas. Chirinos me llamó a cada rato para hablar y me citó para el viernes… No pude resistirme, comenzó a acariciar mi mano y me dijo que entre nosotros hay química. Comenzamos a besarnos y caí de nuevo. Hasta le dije que tenía el período y no le paró. Sentí como dice Caramelos de Cianuro que era nuestro último polvo. Ahorita acabo de hablar con él. Eso fue el viernes y me dijo para vernos mañana. Le dije que sí».

Irma estaba al tanto de todas esas comunicaciones. Nerviosa, a las ocho y media de la noche llamó a Roxana. El celular repicó sin que nadie lo atendiera. Decidió movilizarse con un mal presentimiento. Desde el centro comercial Concresa lugar al sureste de Caracas en el que habían acordado el encuentro tomó un carrito hasta Chacaíto donde por lo céntrico del lugar, solían agruparse todos los amigos. Pensó también que el sitio era mucho más accesible para quien venía de La Florida, es decir del consultorio de Chirinos. Irma sabía que iba a verlo, porque Roxana le había enviado un mensaje de texto. Ella volvió a marcar el número telefónico de su amiga, y nada. Le escribió varias veces, y silencio. Finalmente, a las diez y media, se fue a su casa. Intentó dormir inútilmente. A las tres de la madrugada, cuando Mariana la llamó para preguntarle por su hermana con la esperanza de que estuviesen juntas, pensó lo peor. «A Roxana le pasó algo, y Chirinos tiene que ver con eso».

Claro, la esperanza de los afectos llevaba a desear que el asunto se hubiese convertido en juerga, y que Chirinos, como tantas veces se lo había prometido a Roxana, la hubiese llevado a su casa. En la imaginación de Irma, Roxana se había relajado y había hecho lo que nunca en su vida, no regresar a dormir. Fantasías de dolor. Ella sabía que Roxana ni siquiera llegaba tarde a su casa. No volver en la noche, era impensable.

Asustada, Mariana corrió a buscar a su hermana en su cuarto. No la había visto antes de ella quedarse dormida. Cuando no la encontró, entendió que algo malo podía haber pasado. Con seguridad, después de conversar con Irma, levantó el teléfono y llamó a su mamá en Valle de la Pascua. A las dos les temblaba la voz. El resto de la familia que vivía en Caracas activó la búsqueda de inmediato.

Ana Teresa sacó de su cartera una tarjeta que él le había entregado con parsimonia cuando había llevado a su hija a consulta. Como una cosa íntima le dijo: «Anota mi celular personal». También allí, impreso, estaba el número de su casa. Así que los teléfonos necesarios para acceder a Chirinos, ella los tenía. Primero llamó a su celular. El pito del teléfono le retumbaba en su cerebro. Repicó muchas veces sin que alguien atendiera. Volvió a marcar el móvil y entonces le salió ocupado. «¡Ah, está despierto!», concluyó. Totalmente en alerta llamó de nuevo, pero esta vez a la casa. La presión de cada tecla se le hizo una eternidad… y salió el mensaje grabado del psiquiatra: «Le habla el doctor Edmundo Chirinos…». Y habló Ana Teresa: «Soy la mamá de Roxana y sé que mi hija está con usted». Ese mensaje Chirinos lo mantuvo en su grabadora telefónica. Lo mostraba como obra de exposición. Algunos de quienes lo escucharon describen de manera dramática la voz de la mamá de Roxana, casi agónica, suplicante, desesperada, ansiosa de que Chirinos le atendiera para decirle que su hija estaba con él, que sí, que él se acostaba con ella, pero que estaba viva. Había también agresividad en su voz, la firmeza de una madre dispuesta a todo por defender a su hija. El psiquiatra hizo escuchar a algunos visitantes ese audio, para hacer ver, según él, que no sólo Roxana, sino que la mamá también estaba loca. Algunos testigos oyeron la grabación impactados. Apenas habían transcurrido unas horas del hallazgo del cadáver de Roxana en un basurero. Chirinos decía frente a eso, «¡qué rápido la encontraron!, ¿no? ¡Qué raro, en este país donde matan tanta gente!».

Todavía repite esa frase.

El psiquiatra respondió a los pocos minutos la llamada de Ana Teresa. «Solamente quiero que me diga que ella está bien porque sé que está con usted», abordó sin cortapisas la madre desesperada. Chirinos se tomó su tiempo. «No sé dónde está, tengo meses sin verla». Calmado, tratando de ejercer el control de la situación, tenía una inmensa ventaja sobre Ana Teresa, no sólo porque ella había sido su paciente, sino porque él como psiquiatra tenía la experiencia de tratar a un ser humano en una situación límite.

Ana Teresa sin embargo, tenía la fuerza del terror de madre, suficiente para apabullarlo. Le habló con la energía de una leona a quien le están arrebatando su criatura. Recordó tantas horas de Roxana explicándole los detalles de la relación que sostenía con el psiquiatra. Chirinos no se lo creía, cuando Roxana le comentaba sobre esas conversaciones. Le costaba entender tanta confianza y comprensión, entre madre e hija. Por eso no dejó de sorprenderle la seguridad con la que Ana Teresa le habló. «Ella me ha contado todo lo que sucede entre ustedes».

A Chirinos se le dificulta narrar esta circunstancia. En sus argumentos de defensa, dice que él escuchó el repicar del teléfono fuera de su cuarto, cuando en realidad el aparato que graba los mensajes está al lado de su cama. Es decir, que mientras Ana Teresa habló, de ser cierto que él estaba durmiendo, la voz de la mamá de Roxana debe haber sido un estallido al lado de su cabeza.

Chirinos al principio se mostró impasible. Algunos que dicen conocer al psiquiatra aseguran que es muy difícil verlo alterado. Eso es falso. El psiquiatra no sólo se molesta con relativa facilidad al parecer esa reacción se agudizó con los años sino que también su ira suele ser muy intimidante.

Ana Teresa no hacía más que repetir a Chirinos su mensaje de angustia. «Yo sé lo que usted le ha hecho; dígame que está bien y que está con usted». El médico comenzó a perder la paciencia. Le dijo que Roxana estaba esquizofrénica. Atropellado, cada vez que ella le decía «yo sé todo lo que sucede entre ustedes», él la interrumpía preguntándole, «¿usted tiene pruebas?; ¿usted tiene pruebas?, ¿usted tiene pruebas?».

Pasados los meses Ana Teresa se lamenta de que en su estado de desesperación haya podido suministrarle a Chirinos alguna información que sus abogados defensores pudieran manipular. «Menos mal que no sabía lo del diario porque se lo hubiera soltado, y ésa es una gran prueba», asegura.

Para los seres queridos de Roxana, no hubo amanecer. La oscuridad del dolor movió sus siguientes pasos. Ana Teresa tenía la esperanza de encontrar a su hija deambulando por algún callejón de Caracas, víctima de fármacos suministrados por Chirinos, pero viva. A pie y en carro, recorría con tenacidad las calles de Caracas. En cada rostro posible escudriñaba a ver si uno de ellos era el de su hija. Primero comenzó en los alrededores de la clínica del médico, y luego el rastreo se extendió.

La búsqueda se volvió frenética. Prefecturas, hospitales, clínicas, la morgue; ese recorrido que va descuartizando el alma. La incertidumbre es tan desgarradora que hay un momento en que lo único que te sostiene es el deseo de que aparezca, aunque esté muerta.

Irma, al igual que Ana Teresa, no dudó un segundo en pensar que Roxana estaba con Chirinos. Sabía que se habían visto el lunes anterior, 7 de julio, que ese día habían tenido relaciones sexuales, y que como era tarde, él la había mandado en un taxi. Ese día quedaron registradas en el celular de Roxana tres llamadas del psiquiatra. Y tres días previos, el 4 de julio, hubo tres llamadas más, una de ellas de l3 minutos. Tal vez riñeron.

Roxana le había comentado a Irma que ellos estaban discutiendo mucho. Que a él ya no le agradaba que ella le escribiera, y que él tenía el cuidado de pasarle un mensaje de texto antes de llamarla para que ella atendiera con prontitud. También le dijo Roxana que Chirinos en una discusión la amenazó con que conocía mucha gente que podía hacerle daño cuando quisiera, aunque después le aseguró que era incapaz de hacerle mal a alguien.

Irma se lamentó de la mala suerte de su amiga. Apenas una semana antes, había sido atracada en el centro de Caracas, a la salida del Metro. Se trataba de uno de esos carteristas que le arrebató su bolso con su celular. Roxana enfurecida se fajó con el atacante y logró recuperar sus pertenencias. El ladrón, en venganza, dos días después intentó hacerle lo mismo.

Irma pensó que la calamidad se había posado sobre su amiga. Arrancando el domingo l3 de julio, puso en ejecución un plan. Llamó a su novio Matías, que también conocía toda la historia, y acordaron encontrarse en Chacaíto. Luego, juntos, se encerraron en la cabina de un teléfono público y llamaron al psiquiatra. Habló Matías. Le preguntó si había visto a Roxana. Chirinos dijo que no. «Ella siempre me llamaba, insistía, me perseguía, pero no nos vimos más». Enseguida, el médico solicitó al joven que se identificara, e intentó entablar conversación. Matías inventó otro nombre distinto al suyo. Lo confiesa, Chirinos le parece un hombre peligroso.

Irma y Matías se fueron a otro centro de comunicaciones. Ahora habló Irma, que tomó la precaución de colocar un pañuelo a la bocina del teléfono. Temía que Chirinos identificara su voz. Ella había llegado a acompañar a Roxana a alguno de sus encuentros. Le preguntó si la había visto el día anterior. Él lo negó y le pidió que se identificara. «Soy Yaisleis», respondió ella. Y Chirinos le dijo: «Hace tres meses no veo a Roxana».

Irma y Matías ya no sabían qué hacer. Estaban seguros de que Chirinos les había mentido al negar haber visto a Roxana, y no encontraban la manera de que él diera pistas respecto al destino de ella.

A los familiares de Roxana les sucedía igual. Con Ana Teresa a la cabeza, todos estaban convencidos de la necesidad de interrogar a Chirinos porque era el único que podía conocer el paradero de su hija.

Por su parte, los organismos de seguridad lanzaron el caso por un curso rutinario, que resultó en no hacer nada. Tratándose de una estudiante de l9 años, desaparecida un sábado, dieron por descontado que había sido una escapada amorosa. En Caracas, donde el promedio de asesinatos durante el fin de semana supera la cifra de 40, la idea de uno más no quitaba el sueño a los funcionarios. Y Roxana Vargas Quintero, para el Centro de Investigaciones Penales y Criminalísticas, estaba desaparecida, no muerta. Para que el organismo de seguridad le prestara atención, debía transcurrir más tiempo. Roxana no era rica, ni famosa. Nada hacía su búsqueda urgente. Nadie recomendó un esfuerzo especial.

Entonces, fue la misma Roxana la que habló. A las casi 36 horas de su desaparición, su cuerpo fue encontrado tal vez muy pronto para su victimario en un botadero de basura.

CAPÍTULO 2
LA INVESTIGACIÓN

L
os lunes siempre eran del desagrado de Cigilfredo Moreno. Y el comienzo de la semana que arrancó el l4 de julio de 2008, se asomó como una pesadilla apenas se incorporó a su turno como vigilante en el Centro de Adiestramiento de Viasa, todavía llamado así mientras se resolvía un litigio con el Estado. Los perros no dejaban de ladrar. Acostumbrados a hurgar por comida y a espantar a extraños, ellos eran los verdaderos dueños de ese espacio. A veces parecía que los empleados de seguridad cumplían su turno para cuidarlos a ellos. Eran las nueve de la mañana y Cigilfredo se apertrechaba para sus labores cuando cedió ante los ladridos. A fin de cuentas, eran muchas las historias del lugar que confirmaban que ese sector solitario de la carretera Petare-Guarenas se había convertido en territorio para la consumación de fechorías. Contaban quienes de eso sabían que asesinos lanzaban ahí a sus víctimas y policías ejecutaban a sospechosos de diversos crímenes. El resultado llevaba a que uno o dos cuerpos, completos o mutilados, eran hallados cada mes en ese terreno que fungía de depósito de restos humanos y escombros.

Cigilfredo caminó tras el ladrido de los perros que lo iban guiando por la vía pública. De pronto tuvo que detenerse en un corto barranco que venía siendo utilizado para botar basura de todo tenor. También lo fue para lanzar el cuerpo de una mujer.

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