Anna-Greta ahogó el motor e hizo un gesto con la cabeza en dirección al agua. Simon se levantó dando tumbos y extendió la mano con la caja y el frasco encima del agua.
—Es como si tuviéramos que cantar algo.
—¿Qué?
—No lo sé.
Simon tiró las cosas al mar y se volvió a sentar en su sitio. Anna-Greta aceleró el motor. Parecía como si acabaran de celebrar juntos algún rito, de ahí la idea repentina de cantar algo. No sabía qué clase de rito era ni lo que significaba. No se le ocurrió ninguna canción apropiada. Solo un vacío y un miedo que fueron aumentando durante la estancia en Nåten, para convertirse en pura angustia cuando atracaron en el embarcadero y se despidieron.
Temía por Marita y tenía miedo de ella. De lo que iba a pasar ahora que la máscara había caído y todo era evidente.
La vida con una toxicómana. Esos trances son muy penosos, ya se sabe. De Marita se cuenta que después de aquel incidente ya no intentó ocultar su adicción. No pasó muchos más días en Domarö aquel verano.
Consiguió mantenerse a flote durante el otoño y solventó brillantemente su actuación en el China. Luego fue de mal en peor. Simon acudió a buscarla a sitios de mala fama y conseguía ponerla en tratamiento durante algún tiempo. Después ella volvía a desaparecer. No se presentó a un par de actuaciones y estaba totalmente desaparecida hasta que Simon recibió una llamada de Copenhague y viajó hasta allí.
Y así, una y otra vez.
Él llamó a Anna-Greta y a Johan para invitarlos a la actuación en el China. Asistieron los dos y quedaron fascinados. Después le llamó Johan para preguntarle por otros sitios donde se pudiera ver actuar a ilusionistas y cuando Simon le devolvió la llamada fue Anna-Greta quien respondió al teléfono.
A partir de entonces, durante el invierno y la primavera se siguieron llamando el uno al otro una vez por semana. Anna-Greta era autosuficiente del todo, pero estaba también bastante sola. Sin entrar en detalles, ella le había contado que se había dedicado a ciertas actividades que hacían que algunas personas no quisieran relacionarse con ella.
Apreciaba las anécdotas del mundo artístico que le contaba Simon y compartía con él la preocupación por Marita. Al acabar la primavera los dos estaban pendientes de aquellas llamadas y se ponían de mal humor o angustiados si se interponía algo y tenían que posponer la llamada semanal.
Se hicieron amigos a través de un hilo de cobre de cien kilómetros, pero ninguno de los dos mencionó siquiera el tema del amor. No se trataba de eso. Ellos no eran más que dos personas, con unas vidas muy distintas que, sin embargo, se entendían hablando. Se comprendían el uno al otro y se divertían. No podía llegar a ser otra cosa.
¿Y Marita? ¿Dónde estaba?
¿Quién lo podía saber?
Nada indicaba que su adicción fuera en aumento, y tras un par de lapsus siguió ocupándose de las actuaciones como antes. Pero en cuanto tenía ocasión se largaba. Simon supo por unos conocidos cómo se divertía ella en los locales nocturnos, a menudo en compañía de otros hombres.
Él había tirado la toalla con ella. Cuando ella le pedía ayuda, siempre se la prestaba, pero ya no albergaba ninguna esperanza de volver a una convivencia normal con aquella mujer que era demasiado bella para su propia felicidad y para la de los demás. Para no tentar a la suerte, Simon organizó un programa que podía realizar él solo y firmó un par de contratos con ese programa.
Simon era de carácter templado. Mientras las cosas no fueran a peor podía sobrellevarlo. Había prometido amar a Marita en lo bueno y en lo malo y, aunque ya no podía amarla, consideraba que era su obligación mantener su promesa al menos en lo que se refería a lo malo.
Un día de primavera bajaba Simon por la calle Strandvägen de camino hacia el China para negociar con la dirección acerca de posibles actuaciones en el futuro. Los árboles de Estocolmo estaban a punto de echar las hojas y los pájaros cantaban alegres y animados. Simon iba con la cabeza gacha y la mente en blanco.
Fue entonces cuando le llegó un olor. En un primer momento no pudo decir siquiera lo que era, pero se le ensanchó el pecho, de repente podía respirar y le lloraban los ojos. Levantó la vista y vio que se encontraba en la plaza de Normalmstorg. El olor venía del muelle de Nybro y lo que él percibía era el olor a mar. El ligero indicio de la sal, que se iría haciendo más fuerte cuanto más, más, lejos. Allá en Domarö.
Se enderezó y llenó los pulmones de aire. No faltaba mucho tiempo. Pese a que su economía se iba a resentir se había cogido el verano libre de manera que pudiera pasar en Domarö cinco, quizá seis semanas. Le habría gustado quedarse más, pero Marita tenía costumbres caras y, aunque era un mago, lo cierto era que no podía conseguir el dinero por arte de magia.
Tal vez debería hacer algo ahí fuera. ¿Qué tal si tratara de organizar un par de actuaciones por allí cerca?
Se detuvo al lado del parque Brezelius y se quedó mirando hacia el muelle de Nybro. Entonces se le ocurrió una idea.
Escapismo
Ya llevaban esperándolo un mes. Al principio no fue más que un rumor, después aparecieron los carteles. Y ayer, incluso lo habían anunciado en la radio. Ese mago que le alquilaba una casa a Anna-Greta iba a hacer un número de escapismo en el muelle de Domarö.
La hora estaba fijada a las doce. A las diez ya empezaron a llegar los primeros curiosos de la capital y del resto de las islas para coger sitio e inspeccionar el terreno. Se los podía ver dando vueltas por el muelle, mirando en el agua en busca de dispositivos, de mecanismos secretos.
A las once y media se presentaron un periodista y un fotógrafo del diario
Norrtelje Tidning
. Doscientas personas se apretujaban ya en el muelle. El periodista explicó a todo aquel que quiso escucharle que efectivamente estaba prohibido anunciar en los periódicos espectáculos que entrañaban riesgo, pero que informar sobre ellos sí que estaba permitido.
A la espera de que llegara el protagonista, un tipo de Estocolmo, que estaba alquilado en otra isla, fue el que congregó al mayor grupo de curiosos. Muchos de ellos habían oído hablar de Bernardi, el rey danés del escapismo, pero el tipo de Estocolmo era el único que realmente lo había visto actuar, en el Circo Brazil Jack, y contribuyó a aumentar la tensión contando la historia de la muerte de Bernardi en la isla de Bornholm justo cuando realizaba una prueba de escapismo.
El grupo se dispersó cuando llegó la policía. Aunque no era policía de
verdad
, por así decirlo. Era Göran, el chico de los Holmberg, quien, sin duda, había asistido a la Academia de Policía y llevaba un par de años de servicio, pero, a pesar de todo, no dejaba de ser un chico de la isla. Hubo más pullas que respeto cuando, haciendo honor al día, Göran apareció completamente uniformado, con gorra y todo.
—Dejen pasar a las fuerzas del orden público.
—Arresta a Karlsson, que está aquí borracho a media mañana.
Estos y otros comentarios por el estilo iban dirigidos a Göran, quien explicó que fue Simon quien le había rogado que acudiera. Además, le había pedido que llevara consigo unas esposas, que entregó a los asistentes para que se las fueran pasando unos a otros, por si alguien quería examinarlas. Tiraron, toquetearon y constataron que sí, sí, que aquellos artilugios eran auténticos.
Unos pocos habían visto actuar a Simon junto a su pareja artística en el parque de atracciones de Gröna Lund, pero entonces no hizo ningún número de escapismo. Toda esta función era más que nada un montaje para conseguir publicidad de cara a las actuaciones que Simon iba a realizar en la Casa del Pueblo de Nåten durante ese verano. Cuando dieron las doce parecía innegable que lo había conseguido. Habría no menos de quinientas personas congregadas alrededor del muelle cuando Simon llegó caminando desde su casa.
Aquello era un poco raro. Un mago tenía que hacer su aparición, tal vez salir de una nube de humo. Pero aquí, el que venía caminando desde su casa al otro lado de la bahía solo era «ese» que le alquilaba la casa a Anna-Greta. Este hecho rebajaba el misterio pero aumentaba la inquietud. ¿Sería capaz de superar la prueba este... veraneante?
A Johan y a Anna-Greta les hicieron sitio en la primera fila cuando llegaron al puerto. Pues se puede decir que ellos estaban
involucrados
. Alguien dio un empujón a Anna-Greta en el costado.
—Oye, ahora igual tienes que buscarte otro inquilino.
Anna-Greta contestó con una sonrisa.
—Ya lo veremos.
Ella no tenía por costumbre mostrar sus sentimientos en público, y tampoco ahora, cuando se encontraba en la parte más adelantada del muelle con las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta, su cara reflejaba ninguna emoción.
Pero, a decir verdad, ella también estaba algo preocupada. Sabía que Marita llevaba desaparecida casi una semana y que Simon no se sentía bien. Además, el agua estaba muy fría. Nueve grados. Lo había medido ella por la mañana.
«Sí, sí —pensó ella observando la negra superficie del agua—. Él sabrá lo que hace, eso espero».
Anna-Greta no se dejaba impresionar fácilmente. Aquella aglomeración no le sorprendía, la gente se agolpaba con cualquier motivo, con tal de que fuera novedoso. Cuando alguien le preguntó cómo creía que lo hacía Simon, ella respondió:
—Será una cuestión de flexibilidad.
El que le había preguntado sonrió compasivo: evidentemente, Anna-Greta no había aprendido nada de Simon. Pero de algo sí que se había enterado, aunque indirectamente. Cuando él se paseaba por su jardín a pecho descubierto, ella había observado que su esqueleto no parecía del todo normal: los huesos sobresalían formando ángulos extraños como si las articulaciones no estuvieran en su sitio.
Ella había llegado a la conclusión de que era la práctica del escapismo lo que había hecho que tuviera el cuerpo así, o que hubiera empezado a practicar el escapismo porque reunía las condiciones. De pequeña había visto a un contorsionista en el circo y aquel hombre tenía el mismo aspecto. Lo que mantenía unido el cuerpo era más flexible que en una persona normal.
De ahí que Anna-Greta dedujera que la flexibilidad era lo que había detrás de la destreza para liberarse de las cadenas y las cuerdas. Tampoco quería decir más: los trucos de Simon eran cosa suya. Además, ella no entendía cómo podía liberarse de las esposas. Pero seguro que también había trucos para eso, al menos eso esperaba.
Cuando Simon, vestido con el albornoz, se acercaba al muelle, el público empezó a aplaudir. Anna-Greta se unió a los aplausos y miró de reojo a Johan. Él también estaba aplaudiendo, pero tenía el semblante tenso y la vista fija en Simon, quien venía caminando como si bajara solo a darse un baño.
Anna-Greta sabía que Johan estaba encariñado con Simon. El verano pasado ya se iba de casa a veces, estaba fuera un par de horas, y cuando volvía hacía algún truco de magia que le había enseñado Simon. Cosas sencillas, según decía Simon, pero Anna-Greta no podía entender lo que hacía Johan cuando daba un golpe con el salero y conseguía que este atravesara el tablero de la mesa.
Anna-Greta le acarició la espalda a Johan y él asintió con la cabeza sin apartar la vista de Simon. No era extraño que estuviera nervioso, Anna-Greta había leído lo que ponía en el cartel:
¿HAY ALGUIEN CAPAZ DE ESCAPAR
...
... atado de pies y manos
con cadenas y esposas?
¿... Metido dentro de un saco atado y
lanzado al mar?
¿... Evitará ahogarse mientras el saco
se hunde en el fondo del mar?
El sábado 15 de julio Simon
lo va a intentar en el muelle de Domarö
.
¿SOBREVIVIRÁ?
Johan, que no era tonto, entendía perfectamente que lo ponían así para que el efecto fuera mayor, pero solo el hecho de que las palabras «ahogarse» y «atado» aparezcan en el mismo cartel junto al nombre de una persona a la que aprecias es motivo más que suficiente para estar preocupado. Anna-Greta no albergaba ningún sentimiento especial hacia Simon, era una compañía agradable y un buen inquilino, pero nada más. Sin embargo, tuvo que apretar los puños en los bolsillos de la chaqueta para no empezar a morderse las uñas.
Simon se acercó a una de las casetas, levantó el picaporte y entró. Salió con un fardo en brazos y lo llevó hasta donde estaban los espectadores. Se oyó un chirrido cuando Simon tiró el fardo al suelo y anunció en voz alta:
—¡Señoras y señores! Estoy encantado de ver tanta gente aquí. En el suelo delante de mí hay un montón de cadenas, cuerdas y candados. Me gustaría pedir a dos hombres fuertes del público que se acerquen hasta aquí para que me aten con ello lo mejor que puedan hasta que estén convencidos de que no podré desatarme.
Simon dejó caer el albornoz. Debajo solo llevaba un bañador de color azul marino y parecía alarmantemente débil y delgado.
Ragnar Pettersson dio un paso al frente, no se esperaba menos de él. Era famoso por haber sacado él solo a una de sus vacas de un terreno pantanoso en el que había caído junto a la bahía. Nadie entendía cómo había podido hacerlo, pero desde entonces todos le consideraron un forzudo.
Después se presentó un hombre del que Anna-Greta sabía que trabajaba en el astillero de Nåten, pero no cómo se llamaba. Llevaba una camiseta de manga corta que parecía una talla más pequeña que la que necesitaba. Se le quedaba pegada a los músculos y, a lo mejor, era ese precisamente el efecto que buscaba al elegir la ropa.
Los dos se pusieron manos a la obra inmediatamente y sucedió algo con sus movimientos, sus ojos. En el instante en el que tuvieron las cadenas y las cuerdas en las manos dejaron de mirar a Simon como a una persona; era una res a la que tenían que sujetar, un problema que solucionar, ni más ni menos. Fuera de eso, eran incapaces de mostrar la más mínima consideración.
Anna-Greta apretó los dientes al ver que el hombre de Nåten enrollaba y tiraba tan fuerte de las cadenas, que a Simon se le replegaba y enrojecía la piel. Aquello tenía que doler, pero Simon permanecía allí con los ojos cerrados y con las manos cruzadas sobre el diafragma. Le temblaron los labios un par de veces cuando uno de los hombres tiró con fuerza de las cadenas para pasar un eslabón más antes de poner el candado.