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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (14 page)

BOOK: Puerto humano
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Marita estaba hecha de otra pasta. Cuando Simon la conoció a mediados de los años cuarenta, ella era una mujer despierta y enérgica que quería llegar a ser bailarina y que se movía como pez en el agua en los locales de diversión de Estocolmo.

Hasta varios años después de que hubieran unido sus destinos, Simon no encontró la caja secreta de Marita. Una caja de zapatos en la que había más de veinte inhaladores de Benzedrina. Simon se imaginó que ella lo estaría tomando para adelgazar y no dijo nada. Pero se volvió más vigilante.

Pronto descubrió cómo lo hacía. Con frecuencia cuando iban a tomar vino o alcohol ella rebuscaba algo en su bolso. En una ocasión Simon le cogió la mano, la obligó a sacarla y encontró... una tira de papel. No comprendió nada.

Marita estaba en ese momento bastante borracha y lo dejó en ridículo delante del resto de personas con las que compartían mesa: lo ciego que estaba, lo ignorante que era y, sobre todo, lo aburrido que era. Cuando Marita se retiró haciendo eses al tocador, Simon lo comprendió todo: su mujer era una drogadicta.

Una tira de papel era lo que aparecía al abrir un inhalador. Eso era lo que estaba impregnado de Benzedrina, una sustancia parecida a la anfetamina. Después solo había que enrollar la tira de papel, tragársela y, ¡zas!, le entraba a uno la marcha en el cuerpo.

Simon se marchó antes de que Marita volviera del tocador. Se fue directamente a casa y tiró todos sus siniestros tubos de metal al colector de basuras. Marita se puso furiosa y fuera de sí cuando supo lo que había hecho Simon, pero se tranquilizó pronto. Demasiado pronto. Simon intuyó que Marita estaba segura de poder reponer la mercancía.

Le llevó unas semanas descubrir quién era su camello. Un antiguo novio que había sido administrador de suministros en el ejército. De uno de los depósitos había robado gran cantidad de inhaladores destinados a combatir el cansancio cuando se hacían guardias muy largas. Él inició a Marita en el consumo de esa sustancia, que actúa estimulando el sistema nervioso central, y siguió suministrándosela cuando se acabó el amor.

Simon menazó a Marita con todos los medios a su alcance: con la policía, con darle una paliza, con humillarla públicamente. No sabía si aquello iba a tener algún efecto, pero se empeñó a fondo.

El resultado fue que Marita recurrió a patrañas más exageradas. Podía desaparecer durante varios días y negarse a contar dónde había estado. Le dejó bien claro a Simon que él podía quedarse sentado pudriéndose en casa, pero que ella quería vivir la vida.

No obstante, no faltó nunca a una representación. Sus desapariciones siempre coincidían con algún hueco entre las actuaciones. A la hora de actuar estaba deslumbrante como siempre y entraba en escena con paso ligero. En parte, por eso, Simon procuraba tener la agenda completa.

Pero no era feliz.

Necesitaba a Marita. Ella era su compañera y su otra mitad en el escenario —sin ella, él probablemente solo sería un buen prestidigitador—. Y ella era su mujer. Aún la quería, en cierto modo. Pero feliz no era.

Así pues, en la primavera de 1953 Simon se encontraba en la cima de su carrera y miraba su programa de actuaciones con preocupación. Tenía por delante la actuación en el China y el verano se presentaba bastante bien. Pero quiso la casualidad que tuvieran tres semanas en julio totalmente libres. Junio y agosto estaban a tope, pero esas semanas de julio le tenían preocupado. Ya se veía en Estocolmo aplanado por el calor del verano con un nudo de angustia en el pecho mientras Marita estaba fuera divirtiéndose en algún lugar desconocido y de alguna forma también desconocida. No quería una situación como esa. Por nada del mundo quería una situación así.

No obstante, había una posibilidad. ¿No iba siendo hora ya de tomar una decisión? Cogió el periódico
Dagens Nyheter
y fue a las páginas donde se anunciaban casas. Bajo el epígrafe «casas de veraneo» pudo leer:

Casa bien cuidada en Domarö, en el sur de Roslagen. Junto al mar, con embarcadero propio. Posibilidad de alquilar un barco. 80 m
2
. Parcela grande. Se alquila por años. Contacto: Anna-Greta Ivarsson.

Domarö.

Ojalá que fuera una isla de verdad, sin conexión directa con la península. Si conseguía llevarse a Marita lejos de la maldita influencia de Estocolmo, entonces quizá podrían arreglarse las cosas. Además, no le vendría mal tener un sitio en el que descansar cuando la vida iba demasiado rápido.

Llamó.

La mujer que contestó le dijo honestamente que no había más personas interesadas, así que solo tenía que ir a verla. El precio eran mil coronas al año, sin regatear. ¿Quería que le indicara cómo llegar?

—Sí, claro —dijo Simon—. Pero quiero saber otra cosa. ¿Eso es una isla?

—¿Que si es una isla?

—Sí, quiero decir... ¿que si está rodeada de agua?

Durante dos segundos no se oyó nada al otro lado del teléfono. Después la mujer se aclaró la voz y dijo:

—Claro, es una isla. Con agua alrededor. Con mucha agua alrededor.

Simon cerró los ojos, contrariado por su propia estupidez.

—No, solo por saber.

—¡Ya caigo! Nos acaban de poner teléfono, si era a eso a lo que usted se refería.

—No, solo era... ¿Y cómo llega uno hasta allí?

—Hay un barco de pasajeros. Desde Nåten. Y hasta allí hay autobuses. ¿Quiere una descripción del camino?

—Sí... gracias.

Simon apuntó el número de autobús que iba desde Norrtälje y le dijo que iría uno de aquellos días, que la llamaría antes. Cuando colgó el teléfono le sudaban las axilas. Había hecho el ridículo y se sentía fatal. La voz de aquella mujer había bastado para que él no quisiera hacer el ridículo delante de ella. Anna-Greta.

Marita no dijo ni fu ni fa a sus planes para el verano, pero lo de ir a verlo e inspeccionarlo tendría que hacerlo él. Un día a finales de agosto Simon siguió las instrucciones de Anna-Greta y después de dos horas y media en autobús y en barco se encontró en la terminal del puerto de Domarö.

La mujer que vino a su encuentro llevaba un gorro de punto en la cabeza y debajo de él salían dos trenzas largas y morenas. Tenía la mano pequeña y un apretón de manos firme.

—Bienvenido —saludó ella.

—Gracias.

—¿Ha ido bien el viaje?

—Sí, sin problemas.

Anna-Greta hizo un gesto señalando al mar.

—Bueno, como verá, aquí hay agua... más que suficiente.

Mientras subía desde el puerto siguiendo a Anna-Greta, Simon trataba de hacerse a la idea de que aquel iba a ser
el lugar
. Que aquella era la primera de las innumerables veces que iba a subir por aquel camino, y ver lo que veía ahora: los muelles, las casetas de pesca, la cuesta cubierta de grava, la cisterna de gasóleo y la campana de avisos. El olor a mar y la especial luz del cielo.

Trató de imaginarse a sí mismo dentro de dos años, de cinco años, de diez. De mayor, caminando por el mismo camino. ¿Podía imaginárselo?

Sí. Sí que puedo imaginármelo
.

Cuando caminaban por el sendero, Simon cruzó los dedos para que fuera
esa
casa. La blanca con un pequeño porche acristalado que daba a la cuesta cubierta de hierba que descendía hasta el embarcadero. No parecía gran cosa en un día nublado como aquel y sin nada de verdor a la vista, pero él ya podía imaginarse cómo sería en verano.

A la entrada de la casa había un chico de trece años con las manos hundidas en los bolsillos de su cazadora de cuero. Delgado y con el pelo corto, tenía algo de pillín en la mirada escrutadora que le echó a Simon.

—Johan, por favor —dijo Anna-Greta al chico—, vete a buscar la llave de la Cabaña del Mar.

El chico se encogió de hombros y echó a andar cabizbajo hacia una casa de dos pisos que estaba a unos cien metros. Simon observó el terreno que rodeaba la casa y le pareció que incluía otra casita al otro lado de la bahía. Anna-Greta le siguió la mirada y comentó:

—Es la Chapuza. Ahora no vive allí nadie.

—¿Vive usted aquí sola?

—Con Johan. ¿No quiere ver el terreno?

Simon hizo lo que le indicó y dio una vuelta sin mostrar mucho interés. Miró la tapa del pozo, el césped, el embarcadero. Lo cierto es que no tenía ninguna importancia. Ya había tomado la decisión. Cuando Johan volvió con la llave y Simon pudo ver el interior de la casa, su certidumbre fue aún mayor. Cuando salieron de nuevo al jardín, dijo:

—Me quedo con ella.

Firmaron los papeles y Simon pagó una seña. Anna-Greta le invitó a tomar café porque faltaba más de una hora para que saliera el barco de pasajeros. Simon se enteró de que Anna-Greta había heredado la casa de sus suegros, que habían muerto dos años antes. Johan contestó educadamente a sus preguntas, pero no dijo ni una palabra más de las necesarias.

Cuando ya iba siendo hora de irse, Johan le preguntó de repente:

—¿En qué trabajas?

Anna-Greta le reprendió.

—Johan...

—Si vamos a ser vecinos —terció Simon—, es una pregunta normal. Soy mago.

Johan lo miró con escepticismo.

—¿Mago?

—La gente paga por venir a mirar cuando hago magia.

—¿De
verdad
?

—Sí. De verdad. O, bueno, claro, los trucos no son de verdad, son solo...

—Eso ya lo entiendo. Pero, eres ilusionista, ¿no?

Simon sonrió. No eran muchas las personas fuera del círculo de magos que utilizaban aquel término.

—Es increíble lo puesto que estás.

Johan no contestó a eso, sino que se sentó y durante un par de segundos estuvo asintiendo como para sí mismo, después de lo cual exclamó:

—Creía que eras uno de esos tipos aburridos.

Anna-Greta golpeó la mesa con la mano.

—¡Johan! ¡Eso no se dice!

Simon se levantó.

—Yo soy un tipo de esos aburridos.
También
.

Le mantuvo la mirada a Johan un par de segundos y algo sucedió entre ellos. Simon sospechó que acababa de hacer un amigo.

—Ahora tengo que irme.

A principios de abril Simon contrató a su chófer habitual para que los llevara a Marita y a él a Nåten con sus bártulos. A Marita le encantó el lugar y Simon pudo respirar tranquilo. Durante cinco días. Fuera por la abstinencia o porque la asaltó el aburrimiento, por la mañana del sexto día Marita declaró que tenía que ir a Estocolmo.

—Pero si acabamos de llegar —dijo Simon—. Procura relajarte un poco. Descansa.

—Ya he descansado. Esto es maravilloso y estoy a punto de volverme loca. ¿Sabes lo que hice anoche? Estuve sentada en el césped mirando al cielo y pidiéndole a Dios que pasara un avión para que por lo menos pasara
algo
. No lo puedo soportar. Vuelvo mañana.

Marita no volvió al día siguiente, ni al siguiente tampoco. Cuando regresó después de tres días, subió arrastrándose desde el muelle. Traía unas ojeras tremendas, se metió enseguida en la cama y se quedó dormida.

Simon no encontró ningún inhalador cuando revisó su equipaje. Estaba a punto de cerrar el bolso dando gracias al cielo por aquella pizca de misericordia, cuando vio que el forro abultaba de una forma rara. Introdujo los dedos halló una caja plana con una aguja y un frasquito en el que había un polvo blanco.

Hacía un radiante día de verano. Todo era calma y solo el zumbido de los insectos movía el aire. Una pareja de cisnes enseñaba a sus polluelos a buscar comida en la bahía. Simon estaba sentado en el cenador de las lilas, al lado del camino, con un frasquito y una caja en la mano. Sí, cabían en su mano. Dos objetos sencillos que no parecían nada del otro mundo, pero en los que cabía un ejército de demonios. No sabía lo que debía hacer, no se sentía con fuerzas para hacer nada.

Anna-Greta pasó por el camino y debió de ver algo en la mirada perdida de él que le hizo pararse.

—¿Ocurre algo? —preguntó ella.

Simon permanecía aún sentado con la mano abierta y extendida como si quisiera darle un regalo. No le quedaban fuerzas para mentir.

—Mi mujer es drogadicta —confesó.

Anna-Greta miró los objetos que tenía en la mano.

—¿Qué es eso?

—No lo sé. Anfetaminas, creo.

Simon estaba a punto de echarse a llorar, pero se contuvo. Si Anna-Greta sabía algo de anfetaminas, no era muy conveniente hablar con ella del asunto. Johan solía ir por allí con frecuencia y a Anna-Greta no le haría ninguna gracia que su hijo se relacionara con drogadictos. Incluso era posible que no quisiera seguir alquilándoles la casa.

Simon tosió para aclararse la voz y dijo:

—Pero está bajo control.

Anna-Greta le clavó lo ojos.

—¿Cómo puede estarlo? —Y al ver que Simon no decía nada, le preguntó—: ¿Qué piensas hacer con eso?

—No lo sé. Había pensado... enterrarlo.

—No lo hagas. Entonces ella te obligará a que le digas dónde lo has enterrado. He visto a alcohólicos. No creo que sea muy diferente. Tíralo al mar, mejor.

Simon dirigió los ojos al embarcadero, que parecía flotar sobre el mar reluciente. No quería mancillar el sitio al que bajaba a bañarse todas las mañanas.

—¿Aquí? —preguntó él como pidiendo permiso.

También Anna-Greta miraba el embarcadero y parecía como si pensara lo mismo que él. Ella negó con la cabeza.

—Iba a ir ahora a Nåten. Acompáñame, así podrás... tirar esa basura por el camino.

Simon la acompañó hasta el embarcadero y se quedó sin saber qué hacer mientras Anna-Greta, guiada por la costumbre, ponía el motor en marcha, soltaba el barco y le ordenaba subir a bordo. Cuando hubieron zarpado, él la miró a hurtadillas, allí sentada junto a la barra del timón y observando la superficie del agua con los ojos entornados.

No era una belleza deslumbrante, tenía los pómulos demasiado marcados y los ojos un poco hundidos. Pero, de todos modos, estaba radiante, y Simon se sorprendió a sí mismo imaginando una serie de pensamientos similares a los que había tenido cuando llegó a Domarö la primera vez.

Cinco años, diez años, toda la vida. ¿Sería yo capaz?


.

Había visto suficiente belleza efímera en el mundo artístico como para darse cuenta de que la de Anna-Greta era perdurable. Que era una de esas personas afortunadas que solo se vuelven más hermosas con los años.

Anna-Greta captó su mirada y Simon se sonrojó un poco y dejó de pensar en ello. Ella no había insinuado ni con gestos ni de palabra que sintiera el más mínimo interés por él en ese sentido. Además, él estaba casado, Dios me libre. No tenía ningún derecho a pensar esas cosas.

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