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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (43 page)

BOOK: Puerto humano
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Sopló en el papel para que se despegara el hielo, leyó la historieta que venía en el cromo y luego chupó el helado mientras contaba los barcos que había en la bahía. Ya veía su propio barco con control remoto pasando delante de todos ellos con los motores a toda pastilla.

Había llegado justo a lo mejor del helado, con la cobertura de hielo empezando a fundirse en la boca y su sabor más dulce mezclándose con la vainilla, cuando vio a un hombre que venía caminando desde Kattudden.

El tipo tenía algo raro en los ojos. Como si estuviera bebido. Su padre podía tener aquel andar decidido cuando había bebido demasiado, como si no existiera nada más que el objetivo que tenía entre ceja y ceja y la existencia no consistiera más que en dirigir el cuerpo hasta donde tenía que llegar.

Anders lo reconoció. Era el hijo de un conocido de su abuela —puede que fuera uno que antes vivía en la península y ahora había vuelto, Anders no se acordaba—. Era un tipo con mal genio. En una ocasión le había echado la bronca a Anders porque su carretilla estaba molestando fuera de la tienda y desde entonces Anders nunca le preguntaba si quería comprar arenques.

Vestía pantalones de obrero y camisa de cuadros, como la mayoría de los que vivían todo el año en la isla. En los pies llevaba zuecos y marchaba en dirección al muelle con paso decidido.

Marchaba, sí. Esa era la palabra. Aquel hombre caminaba de una manera que no admitía objeción alguna. Si se le cruzara algo en el camino lo ignoraría o lo atravesaría antes que cambiar de rumbo. Fiel a sí mismo, pensando en lo enfadado que se puso cuando Anders se había interpuesto en su camino.

Al acercarse al muelle, el hombre torció a la derecha en dirección al matorral de espino. Anders estaba tan fascinado con su marcha que se olvidó del helado y el hielo pegajoso se le escurrió desde el palo hasta los dedos.

El hombre desapareció de su vista tras el espino y Anders aprovechó para chuparse los dedos. Luego volvió a aparecer. Había bajado hasta la orilla de la playa y estaba entrando en el agua. Sin quitarse siquiera los zuecos.

Fue entonces cuando Anders empezó a pensar que en todo aquello había algo desagradable. El hombre se resbaló en las piedras mojadas y se cayó, pero se levantó inmediatamente y siguió caminando. Anders miró a su alrededor, en busca de alguna persona mayor que pudiera explicárselo o que solo con una mirada tranquilizadora le diera a entender que no pasaba nada.

Pero por allí no había ninguna persona, ni mayor ni joven. Solamente Anders y aquel hombre al que ahora el agua le llegaba por la cintura y seguía avanzando con pasos cada vez más pesados, derecho hacia Gåvasten, como si discurriera hasta allí un camino secreto por el que solo se podía caminar si se tenía la adecuada predisposición.

Cuando el agua le llegaba al pecho, el hombre empezó a nadar. Anders se levantó sin saber qué era lo que debía hacer. Chupó el helado y le dio un par de bocados mientras veía la cabeza del hombre alejándose lentamente del muelle. No parecía que fuera un nadador experimentado, chapoteaba y se movía de una forma rara.

A lo mejor es porque lleva la ropa puesta
.

Cuando se terminó el helado y el hombre no daba señales de volver, Anders tiró el palito en el cubo de la basura y entró en la tienda.

También la tienda estaba vacía al mediodía. Anders encontró a Ove, el dueño, dentro de la cámara frigorífica, por detrás del armario refrigerado de los lácteos, reponiendo paquetes de leche.

—Bueno, ¿cómo va el negocio? —le preguntó Ove sin apartar la vista de lo que estaba haciendo.

—Bien, va bien —contestó Anders.

—Aquí también. Hoy ha venido mucha gente.

—Sí. —Anders se sintió algo inseguro. Él no había hablado nunca con Ove de aquella manera y su aspecto intimidaba un poco, con su enorme barriga y sus cejas descomunales. Anders se frotó un brazo y dijo:

—Ahí afuera hay uno nadando.

Ove colocó el último paquete y se irguió.

—Se puede comprender. Con el calor que hace hoy.

—Mm. Pero lleva la ropa puesta y... —Anders no sabía cómo describir la sensación de mal agüero que le había causado aquel hombre cuando bajaba hacia el muelle— ... y parece algo raro.

—¿Cómo, raro?

—Que... no se quitó la ropa. Que solo salió y... andaba también algo raro.

—¿Dónde está ahora, entonces?

—Sí, pues está fuera nadando todavía.

Ove cerró la cámara de la leche, se secó las manos en el delantal y dijo:

—Bueno, pues vamos a echar un vistazo.

Al salir de la tienda dos pasos detrás de Ove, Anders vio que había pasado lo que se temía. Ya no se veía al hombre.

—¿Y dónde está? —preguntó Ove.

Anders sintió cómo se le encendían ligeramente las mejillas.

—Estaba ahí hace un momento.

Ove le miró con incredulidad, como si estuviera tratando de buscar una razón plausible por la que Anders se hubiera inventado aquello. Evidentemente no se le ocurrió ninguna, ya que echó a andar con paso rápido hacia el muelle con Anders pisándole los talones.

Cuando llegaron al muelle tampoco vieron nada y Ove meneó la cabeza.

—Oye, Anders. Aquí no parece que haya nadie.

Anders oteó la superficie del agua y vio un par de patos que cabeceaban a diez metros del muelle. Pero no eran patos. Eran un par de zuecos. Se los enseñó a Ove y después se puso en marcha todo el circo.

Ove llamó por teléfono y empezó a llegar gente. Salieron con barcos y solicitaron la llegada de Salvamento Marítimo desde Nåten. Anders tuvo que describir al hombre que se había echado al mar y todos coincidieron en que se trataba de Torgny Ek, el hijo de Kristoffer y de Astrid Ek, que vivían unas casas más allá de la tienda.

Se acercaron veraneantes curiosos desde Kattudden y desde el albergue para ver lo que pasaba en el puerto. Enseguida se extendió la noticia de lo que el pobre niño —es decir, Anders— había tenido que presenciar, y ¿cómo podía uno manifestar su simpatía hacia ese niño? Pues comprándole arenques, evidentemente.

A decir verdad, Anders no se sentía especialmente afectado ni apenado por lo sucedido, pero advirtió que lo mejor sería poner cara de circunstancias mientras los arenques volaban de sus manos y el dinero entraba en sus bolsillos. Fue lo bastante avispado como para no mencionar siquiera nada de la oferta, le pareció que no quedaba bien.

Había aún mucha gente abajo en el puerto esperando el resultado de la búsqueda de los buzos cuando se le terminó la caja y Anders tuvo que volver a casa con la carretilla por tercera vez aquel día. Al acercarse a la Chapuza vio que una columna de humo se elevaba hacia el cielo.

Su padre estaba agachado en el ahumadero arrojando ramas de enebro al fuego. Tenía la última caja de arenques al lado, pero aún no había empezado a ensartar los peces en los pinchos. Miró sorprendido a Anders cuando lo vio aparecer.

—¿Ya estás aquí?

—Sí —respondió Anders, y volcó la carretilla para enseñarle la caja vacía—. Se ha terminado.

Su padre se levantó y miró, primero a la caja y luego a Anders, sin dar crédito a lo que veía.

—¿Has vendido... sesenta kilos?

—¡Así es!

—¿Cómo es posible?

Anders le contó lo de Torgny Ek. Cómo había llegado andando, cómo se había puesto a nadar mar adentro. Toda la gente que se había juntado en el puerto. Su voz se fue volviendo cada vez más prudente a medida que iba contando lo sucedido, porque se dio cuenta de que a su padre le estaba afectando mucho aquella historia. Se había sentado en el banco al lado del ahumadero con la mirada fija en el suelo.

—Y entonces llegó Salvamento Marítimo... —La voz de Anders se fue apagando hasta quedarse callado. Solo se oía el crepitar de las ramas de enebro ardiendo dentro de la chimenea—. Trescientas veinte coronas. Eso es lo que he sacado. Ha salido un poco menos porque también puse una oferta.

Su padre asintió abrumado.

—Eso ha estado bien.

Anders cogió un pincho de metal y ensartó un par de arenques. Su padre le indicó con un gesto lento que lo dejara.

—Tendremos que conformarnos con eso. Creo que no vamos a ahumar nada hoy.

—¿Y eso por qué?

—Ya has... vendido mucho.

Anders volvió a sentir la piedra en el estómago que le puso los pies en el suelo y bajó el pincho que había empezado.

—Pero... pero unos arenques ahumados no están mal, ¿no?

Su padre se levantó lentamente y respondió:

—No tengo ganas de liarme con ellos. —Hizo un esfuerzo tratando de dibujar una especie de sonrisa en las comisuras de los labios—. Has tenido suerte vendiendo tanto. Ya tienes dinero para comprarte ese barco. Descansa un poco ahora.

Sin decir nada más se fue hacia la casa con los hombros hundidos. Anders meneó el pincho que tenía en la mano. Los dos arenques allí colgados, ensartados a través de los ojos. Los propios ojos colgaban de las cuencas, sujetos por hilillos viscosos. Anders colocó los arenques en el extremo del pincho y echó el brazo hacia atrás, dio un golpe con la muñeca. Los arenques salieron volando describiendo un arco amplio y aterrizaron en el serrín del aserradero.

Se acabó
.

Se lavó las manos en el depósito del agua de lluvia y volvió a la tienda. No sabía lo que era, pero algo había ido mal con la pesca de aquel día, desde el principio.

Menos una cosa
.

Palpó el fajo de billetes que llevaba en el bolsillo derecho y el montón de monedas en el izquierdo. Puede que sintiera algo raro en el estómago y que el día podía haber sido mejor desde otros puntos de vista. Pero una cosa era innegable: había ganado mucho dinero.

Eíder

Mientras quede un solo polluelo, la hembra del negrón parece absolutamente satisfecha y se comporta con normalidad.

Pero con frecuencia sucede que todos sus polluelos son aniquilados durante su primera hora de vida. Y entonces se puede observar que sufre una neurosis. Empieza a dar vueltas alrededor del lugar donde los polluelos han desaparecido, vuelve allí y busca, un día tras otro, y busca por el camino por el que ha nadado con sus polluelos, como si el olor aún permaneciera en la superficie del agua.

Sten Rinaldo,
Hasta los islotes de fuera
.

En lugar de Las Vegas

Un cosquilleo en el labio superior despertó a Simon. Al momento sintió un beso en la frente y abrió los ojos. Anna-Greta apartó la cara, el mechón de pelo que le produjo el cosquilleo también se retiró.

Ella estaba sentada a su lado en el borde de la cama con la mano en la cadera de él.

—Buenos días —saludó. Simon asintió en respuesta y Anna-Greta habló más bajo, como si pudiera oírla alguien—. ¿Qué tal esta mañana?

Al llegar a casa, Simon solo le había dicho a Anna-Greta que estaba demasiado cansado para hablar de lo que había pasado, y luego se bajó a su casa y se quedó dormido inmediatamente.

Aún no se sentía con ganas de hablar del viaje de aquella mañana, así que dijo solamente que había ido todo lo bien que podía ir y le preguntó qué hora era.

—Las once y media —contestó Anna-Greta—. No sabía si debía despertarte, pero... tengo una propuesta. Igual llega en mal momento. Ya me dirás qué te parece.

—¿Y de qué se trata?

Simon pensaba que ya estaba bien de sorpresas por una buena temporada. La actitud de Anna-Greta, su manera de toquetearse las cutículas, dejaba entrever que estaba a punto de preguntar algo complicado. Simon suspiró y volvió a recostarse en la almohada, justo iba a decir que la respuesta a todas las propuestas en aquel momento era «no», cuando Anna-Greta le preguntó:

—¿Sigues queriendo casarte conmigo?

El «no» tuvo que esperar. Simon respondió lo contrario y añadió:

—¿Por qué lo preguntas?

—¿Quieres casarte conmigo
ahora
?

Simon pestañeó y miró alrededor de la habitación como para comprobar si había un sacerdote escondido en algún sitio. Pero no. No comprendía la pregunta.


¿Ahora?
¿Qué quieres decir con
ahora
?

—Tan pronto como sea posible.

—¿Corre... prisa?

Anna-Greta tenía la barbilla apoyada en la mano. Había tristeza en la mirada que le clavó a Simon, y se mantuvo allí un rato hasta que se sinceró.

—Puede que sí. Nunca se sabe. Y yo quiero estar casada contigo si... si pasa algo.

—¿Qué quieres decir?

Anna-Greta siguió con el dedo índice la línea de la vida en su palma de la mano y sin mirar a Simon respondió:

—Tú sabes que no soy particularmente religiosa. Pero, de todas formas. Hay algo en ello. Quiero que estemos... —Anna-Greta respiró profundamente y sacó pecho como si tuviera que esforzarse para pronunciar la gran palabra—... estemos casados a los ojos de Dios. Por si pasara algo. —Miró a Simon y sonrió disculpándose—. Así es.

—De acuerdo —afirmó Simon—. Comprendo. ¿Cuál es la propuesta, entonces?

Anna-Greta había hecho unas cuantas llamadas por la mañana. Para casarse necesitaban un certificado de que no había impedimentos. Ese certificado tenían que solicitarlo en el Registro Civil de Norrtälje. Lo normal era que tardaran una semana o dos en darte el papel, pero iba más rápido si la cosa corría prisa. En el día, sencillamente.

—Les he dicho que teníamos la iglesia reservada para mañana —explicó Anna-Greta—. Pero que se nos había olvidado ese detalle. —Lanzó una mirada a través de la ventana—. Todavía tenemos tiempo de coger el barco de la una.

A Simon se le olvidó que iba a decir «no» y empezó a quitarse el pijama. A mitad de camino se detuvo y, soltando la chaquetilla en la cabeza, preguntó:

—¿Lo has hecho? ¿Has reservado iglesia?

Anna-Greta se echó a reír.

—No. Porque no sabía si esto te iba a parecer bien.

Se echó hacia atrás dejándole sitio para que pudiera salir de la cama. Simon se quitó la chaquetilla y se levantó apoyándose en el cabecero.

—No sé si me parece bien. Pero entiendo tus motivos. ¿Me podrías preparar un poco de café antes del... viaje de novios?

Anna-Greta fue a la cocina para poner la cafetera. Simon estaba inclinado sobre el cabecero. Se tambaleó cuando le asaltaron los sucesos de la mañana. Sintió un mareo y se sentó de nuevo en la cama. Con unas manos que parecían irreales se quitó el pantalón del pijama y se puso los calzoncillos y los calcetines. Ahí tuvo que parar. Se puso las manos delante de los ojos.

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