Cuando el padre de Holger vendió Kattudden al agente inmobiliario de Estocolmo, un par de familias del pueblo habían intervenido y consiguieron que se comprometiera al menos a hacer particiones para que ellos pudieran comprar una pequeña parte del terreno, de manera que no fuera todo a parar a manos de extraños. Les habían sido asignadas algunas parcelas alejadas del mar, en la parte alta, hacia el bosque.
La familia Bergwall, a la que pertenecía Lasse, fue una de ellas. Su madre, Margareta Bergwall, era ahora la dueña de dos casitas de veraneo que estaban en lo alto hacia el oeste, a unos trescientos metros de la playa pero con vistas parciales sobre el mar. Esas casitas se las alquilaban a los veraneantes, pero Robert, el hermano de Lasse, estaba planeando acondicionar una de ellas para venirse a vivir allí de nuevo.
En la linde entre las dos parcelas estaba el abedul más grande de Kattudden, un auténtico gigante de más de veinte metros que un hombre hecho y derecho apenas podía abarcar con los brazos. Ese era el que Karl-Erik estaba talando.
Cuando Mats vio lo que estaba haciendo, soltó su sierra y fue corriendo hacia Karl-Erik. El abedul estaba en medio de las dos parcelas, pero ligeramente inclinado hacia la casa de la madre de Lasse, y a juzgar por cómo daba Karl-Erik el corte de dirección parecía que pensaba aprovechar la inclinación natural del árbol para que cayera directamente sobre el tejado de la futura herencia de Lasse.
—¡Karl-Erik! —gritó Mats cuando llegó a una distancia desde la que pudiera oírlo—. ¿Qué estás haciendo?
Pero Karl-Erik llevaba los cascos puestos y no oyó nada. Justo en ese momento terminó de serrar el final de la cuña del corte de dirección y lo empujó de una patada de manera que a los pies del árbol se abrió un tajo ancho y profundo como una boca hambrienta contra la casa de Lasse. Karl-Erik contempló su obra, parecía satisfecho y dio la vuelta alrededor del árbol para empezar a serrar el corte de caída. Esa tarea no le llevaría más de un minuto y después el árbol se desplomaría.
Mats llegó hasta Karl-Erik justo cuando empezaba a salir el serrín del árbol, lo agarró del hombro y le dio una sacudida. Karl-Erik alzó la mirada y Mats retrocedió un poco. Los ojos que le miraban no parecían ni enojados ni perturbados. Estaban vacíos y fríos como el mar en noviembre. Valga como prueba del valor de Mats que cuando Karl-Erik volvió a acelerar la sierra, él le quitó los cascos de las orejas y gritó:
—¿Te has vuelto loco? ¡Basta! ¡No puedes tirar este árbol! ¡Basta!
Karl-Erik le amenazó con la sierra y Mats se vio obligado a retroceder de nuevo. Se pasó las manos por la cara sudorosa y pensó: «Se ha vuelto completamente loco. ¿Qué puedo hacer para detenerlo?».
No tuvo tiempo de pensarlo porque Lasse se había dado cuenta de lo que estaba pasando y llegaba corriendo con su propia sierra entre las manos. Cuando Karl-Erik volvió a introducir el espadín en el corte de caída que ya había empezado, Lasse se abalanzó sobre él y Mats vio que él también tenía los ojos vacíos. Miraban fijamente a Karl-Erik pero no expresaban sentimiento alguno.
Entonces fue cuando Mats se asustó de verdad.
La sierra de Karl-Erik rugía a sus espaldas y el serrín le caía a Mats en los bajos del pantalón; hacia él venía corriendo Lasse con la sierra en alto y el motor revolucionado a tope. Nadie puede extrañarse de que Mats hiciera lo que hubiera hecho cualquiera en esa situación. Se hizo a un lado y empezó a gritar a la gente que estaba abajo desbrozando la zona del incendio:
—¡Ayuda! ¡Venid! ¡Se van a matar! ¡Socorro!
Al grito de Mats, Karl-Erik levantó la vista y en el último momento vio lo que se le venía encima. Sacó la sierra del corte y saltó hacia atrás cuando Lasse se lanzaba sobre él atacando con el espadín. La silbante cadena no acertó a dar a Karl-Erik por un centímetro y Lasse, llevado por la inercia de su propio movimiento, se cayó de bruces con la sierra en las manos y el aceite de la cadena salpicándole la cara.
Mats vio a Karl-Erik acelerar el motor al máximo y bajar la sierra sobre la espalda de Lasse, le dio tiempo a pensar
¡Este lo hace!
antes de que un acto reflejo tomara la iniciativa y lo lanzara hacia Karl-Erik. El espadín cortó los tirantes de los pantalones de Lasse, le alcanzó la piel y lo habría cortado por la mitad como un tronco podrido si Mats en ese momento no hubiera empujado a Karl-Erik de manera que este cayó de lado y no alcanzó a completar el corte.
Lasse se levantó y los pantalones se le cayeron hasta los pies, al tiempo que empezaba a manar sangre de la herida que tenía en la espalda. Alzó su sierra y enseñó los dientes. Un par de segundos permanecieron los dos hombres frente a frente con los motores de las sierras rugiendo y las miradas vacías clavadas.
Mats vio que venía gente desde la playa, pero a los primeros aún les quedaban cien metros para llegar y él se volvió hacia los combatientes y gritó como un niño desesperado:
—¡Basta! ¡Basta! ¡Basta! —mientras las lágrimas le ardían en los ojos.
Aquello no sirvió de nada. Lasse avanzó torpemente un paso e hizo un movimiento envolvente con su sierra contra el brazo de Karl-Erik, pero este consiguió levantar su espadín y parar el golpe. Saltaron chispas cuando las dos cadenas silbantes entraron en contacto.
Karl-Erik respondió con un movimiento bajo contra las piernas desnudas de Lasse, pero Lasse, a pesar de que tenía los pantalones enrollados en los pies, consiguió saltar hacia atrás contra el abedul y los dientes de la sierra no le alcanzaron la espinilla, solo arañaron hierba y tierra.
Se volvió a producir otro instante de calma mientras los dos hombres se medían frente a frente acelerando los motores.
Mats miró por el suelo a su alrededor en busca de algo que tirar, pero cuando descubrió una piedra de granito del tamaño de un puño se dio cuenta de que eso era absurdo. Si conseguía hacer caer a uno, el otro se echaría encima de él y lo mataría. Oyó voces a sus espaldas y en lo único que podía confiar era en que los otros llegaran a tiempo.
Ahora se percibía el atisbo de un sentimiento en la cara de Karl-Erik. Se le dibujó una sonrisa malvada en las comisuras de los labios. Levantó la sierra hacia atrás y dio un paso adelante al tiempo que soltaba la mano izquierda y sujetaba la sierra solo por el mango mientras el espadín seguía volando hacia delante formando un arco contra la cabeza de Lasse.
A Mats se le escapó un suspiro, ya no había nada que hacer. Pero en la última fracción de segundo Lasse consiguió levantar su espadín para protegerse y las cadenas se encontraron a unos centímetros de su oreja. Las chispas salieron revoloteando y después se oyó un crujido seco y Lasse cayó de espaldas.
Luego pudieron constatar que lo que había pasado era que la cadena de la sierra de Lasse se había roto y le había rozado la frente. Lo único que se veía ahora era que Lasse echaba la cabeza hacia atrás y que la sierra salía despedida de sus manos. Cayó contra el abedul con un golpe sordo y se deslizó hacia un lado.
Fueran las que fuesen las intenciones de Karl-Erik, no tuvo tiempo de ponerlas en práctica. Göran fue el primero en llegar y justo detrás de él apareció Johan Lundberg. Con su ayuda Mats consiguió tumbar en el suelo a Karl-Erik y quitarle la sierra de las manos.
En cierto modo, era demasiado tarde. Cuando se volvieron hacia Lasse vieron que estaba tirado en el suelo con una herida en la frente, aunque vivo. Sin embargo, el abedul... el abedul contra el que había caído y cuyo tronco ahora se hallaba manchado con su sangre había empezado a caer.
El movimiento había comenzado y no había manera de pararlo. El árbol era demasiado grande. Mats y los otros solo pudieron quedarse boquiabiertos mirando mientras el gigantesco árbol se inclinaba con lentitud y caía.
El corte de dirección se había hecho a la perfección para el propósito que pretendía, y el grueso tronco dio primero en el techo de la terraza acristalada, haciendo saltar unos cuantos cristales, antes de aplastar la chimenea y partir las vigas del techo en un santiamén. Con un estrépito tremendo de tejas rotas todo el techo de la casita cedió y cayó hacia dentro. El tronco, en mitad de la caída, sacudió un par de veces la copa en medio de una nube de astillas y polvo de las tejas y, finalmente, se detuvo.
Para entonces ya había llegado más gente y se ocuparon de Lasse, que sangraba abundantemente por la herida de la frente y por la de la espalda. La caída del árbol había tenido tan ocupados a Mats y a los otros que por un momento se olvidaron de Karl-Erik. Él tenía que responder a muchas preguntas, pero cuando se volvieron hacia él ya no estaba allí.
Pero no andaba muy lejos. Como si no hubiera pasado nada, se había levantado, había cogido su sierra y ahora se encaminaba a las fincas vecinas, dirigía sus pasos hacia un par de pinos enormes con un columpio en medio.
Esta vez no mediaron palabras. Mats, Göran y Johan le dieron alcance, le quitaron la sierra de las manos y le sujetaron antes de que pudiera cometer más destrozos. Karl-Erik se resistía, pero tanto si estaba loco como si no, eran tres contra uno y consiguieron sujetarlo.
Mientras Mats y Göran le agarraban los brazos, Johan se plantó delante de él e intentó captar su mirada. Imposible. Tenía los ojos en su sitio y le miraban, pero no había manera de conseguir contactar con él.
—¿Karl-Erik? —insistió de todos modos Johan—. ¿Qué te ha pasado? ¿Qué estás haciendo?
Karl-Erik no había dicho ni media palabra a lo largo de todo aquel duelo espantoso y no creían que fuera a contestar ahora tampoco. Sin embargo, tenían que intentar hablar con él como si se tratara de una persona sensata que tenía algún motivo para actuar así. Y obtuvieron respuesta.
Inseguro, como si su boca le resultara extraña, y con una voz que sonaba como la de Karl-Erik pero no era Karl-Erik, dijo:
—Esas casas. No pueden estar aquí.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Johan—. Pero si esas casas no son nuestras. No podemos decidir.
Esa observación no hizo mella en Karl-Erik. Gesticulando con los labios tensos insistió:
—Esas casas tienen que ir fuera.
Se revolvió entre las manos de Göran y de Mats, pero ellos consiguieron sujetarlo. Elof Lundberg bajó hasta donde estaban, echó una mirada a Karl-Erik y preguntó:
—¿Qué le pasa?
—Está totalmente fuera de sí —contestó Johan—. Quédate tú aquí y voy a buscar a Anna-Greta. A ella la escuchará.
Así fue como Johan Lundberg se montó en su moto y se puso en marcha hacia el casco viejo del pueblo para pedir ayuda a Anna-Greta, y luego se quedó en el muelle como un niño huérfano viendo cómo Simon y Anna-Greta se alejaban camino de la península en medio de una nube de gaviotas.
Desconcertado, se volvió a subir en la moto de vuelta a Kattudden para hacer lo que pudiera.
Ese dichoso mago, cuánto mejor estaríamos sin él
.
En Norrtälje
A las tres y media Simon y Anna-Greta estaban sentados en una pizzería de Norrtälje cada uno con su caprichosa delante, que iban partiendo en trozos pequeños fáciles de masticar; acompañaban la pizza con una Fanta del tiempo. Simon guardaba el certificado de que no existían impedimentos para que se casara en el bolsillo interior de la chaqueta, y un par de alianzas lisas de oro en el bolsillo exterior. Desde la oficina del Registro Civil, Anna-Greta había llamado a Geir, el párroco de Nåten, y había reservado la iglesia para el domingo, dos días después, una vez finalizado el oficio principal. No pusieron trabas.
Había algo... jovial en la velocidad con la que habían actuado. Posiblemente fue esa misma sensación de rejuvenecimiento la que les llevó a celebrar la rapidez con la que habían despachado los preparativos con una pizza. Ninguno de ellos había vuelto a comer pizza desde que aparecieron como novedad, y eligieron caprichosa solo porque les sonaba vagamente el nombre.
Cuando se había comido la mitad, Anna-Greta retiró su plato y dijo:
—Estaba buena al principio, pero ahora parece que crece.
A Simon le pasaba lo mismo. Tenía el estómago como si hubiera comido medio litro de harina con una cucharilla de té; sentía que empezaba a agitarse y a hincharse y dejó de comer mientras aún tenía buen sabor en la boca.
Anna-Greta miraba por la ventana y Simon hurgaba en los restos de la que sería probablemente la última pizza que comiera en esta vida. Mirándolo sin hambre, no parecía siquiera alimento para personas.
—Simon —indicó Anna-Greta—.Tienes que tener cuidado.
Simon, que aún estaba reflexionando sobre si se podía considerar la pizza como comida propiamente dicha, respondió:
—¿Con lo que como?
Anna-Greta meneó la cabeza.
—Si hubiera sabido que pensabais hacer lo que hicisteis esta mañana, no os habría dejado salir.
—¿Tenemos que hablar de eso?
Las visitas al Registro Civil y al joyero habían distraído los pensamientos de Simon de las terribles escenas de la mañana, y prefería no acordarse de ellas. Anna-Greta mostró las palmas de las manos para indicar que no pensaba seguir hablando de eso, respiró profundamente y cambió de tema.
—Hace mucho tiempo. Cuando salía a vender. Durante la guerra. Me pasó una cosa que... no te he contado.
Simon no tuvo que preguntar. Las circunstancias habían cambiado. Él era ahora uno de los que sabía, uno al que se le podían contar esas cosas. Se acomodó lo mejor que pudo contra el respaldo recto de la silla mientras Anna-Greta continuaba.
—A veces tenía ocasión de acompañar a los militares dado que era... popular. En realidad no les estaba permitido subir civiles a bordo, pero como yo conocía muy bien las islas y eso... —Anna-Greta alzó la mirada y frunció el entrecejo—. ¿De qué te ríes?
Simon hizo un gesto con la mano.
—No, no. De nada. De una expresión, solo.
Mascarón de proa
.
—¡Yo no era ningún mascarón de proa! Conocía todas...
—Sí, sí. Pero seguro que había otros que las conocían aún mejor. Pero no eran tan guapos.
Anna-Greta tomó aire, pero se contuvo y miró incrédula a Simon.
—¿Estás
celoso
? —preguntó—. ¿Sesenta años después y estás
celoso
?
Simon se quedó pensándolo.
—Sí, pues ahora que lo dices, sí.
Anna-Greta se quedó mirando a Simon y luego sacudió la cabeza ante semejante ridiculez.
—Estaban examinando la posibilidad de colocar minas. Desde allí hacia las afueras de Ledinge. Puesto que la mayor vía marítima de acceso a Estocolmo pasa por allí. Y yo les acompañé en uno de esos... sondeos en los que ellos se sumergían para explorar las condiciones del fondo. Precisamente habían empezado a utilizar material moderno para las inmersiones con tubos en la espalda. Pero como la visibilidad dentro del agua era mala y aún no se fiaban mucho de esos chismes, usaron cordeles de señales, atados al buceador.