Estos dedos míos
.
Toda su vida profesional se había basado en lo que era capaz —o había sido capaz— de hacer con esos dedos. Miles de horas delante del espejo puliendo hasta el más mínimo movimiento para hacer que pareciera natural, aunque ocultaba otra cosa. Había adiestrado sus dedos para que lo obedecieran y los había tenido bajo control.
Esos mismos dedos que aquella mañana de madrugada habían rodeado con su vieja cadena el cuerpo de una persona muerta, las mismas manos que habían soltado un par de pies por la borda permitiendo que una mujer joven desapareciera en la profundidad. Para evitar preguntas desagradables. Para quitarse problemas. Eso habían hecho sus dedos amaestrados.
Ese pensamiento no se le iba de la cabeza. Cuando se levantó de la cama y abrió la puerta del armario, Simon iba observando todo el tiempo sus manos como si fueran prótesis, artefactos extraños que le habían atornillado a los brazos mientras dormía.
Sacó pantalones, camisa y chaqueta. Ropa de fiesta. Se lo puso. Quizá la alteración de su ritmo diario habitual le había afectado la cabeza, pero le parecía realmente que sus dedos tenían voluntad propia, como si él solamente a duras penas consiguiera dominarlos para que hicieran el movimiento que él quería. Abrocharse los botones, ponerse el cinturón.
Cuando estaba cerrando el botón de arriba de la camisa se detuvo.
¿Se sentirá así? ¿Estar poseído?
Se contempló en el espejo que había en la puerta del armario. No es que supiera lo que se sentía en esos casos, pero creyó que no se trataba de eso, sino que tenía más que ver con la expresión inglesa: que él estaba
al lado de sí mismo
. Uno que hacía las cosas y otro que miraba, justo al lado.
Se echó hacia atrás el cabello largo y gris y se puso la chaqueta, se miró de nuevo en el espejo.
Aquí estoy yo
.
Trató de revivir la sensación que le había embargado cuando una hoja de arce se cruzó en su camino. No lo consiguió. De todos modos, hizo una leve inclinación ante el espejo, dando gracias por la vida plena que, a pesar de todo, le había tocado vivir.
Plas, plas
.
Anna-Greta estaba apoyada en el marco de la puerta observándolo, aplaudió otro par de veces.
—Así estás muy guapo. Ven, ya está listo el café.
Simon la siguió hasta la cocina. Cuando se tomó la primera taza se le empezaron a aclarar las ideas. Observó a través de la ventana y su mirada fue a fijarse en el lugar donde Marita se había sentado aquel día lejano. Cuando él estuvo frente a ella con la escopeta en las manos y pensó en matarla.
También entonces tuvo la sensación de estar fuera de sí mismo, al lado, mirando.
Solo son subterfugios, pensó mientras se servía otra taza de café. Decimos que hemos perdido la cabeza, que no éramos nosotros mismos, que hemos perdido el juicio. Los niños queridos tienen muchos nombres. Pero siempre somos nosotros mismos. Esos amigos imaginarios no hacen las cosas en nuestro nombre.
Salvo... salvo
...
—¿En qué estás pensando? —preguntó Anna-Greta.
Simon le contó lo que Anders le había explicado a él en el barco. Que Maja se había metido dentro de su cuerpo y que ejercía influencia sobre él, que dirigía sus manos por las noches. Que estaba poseído de la misma forma que lo había estado Elin.
Cuando él terminó de contárselo, Anna-Greta permaneció un rato en silencio mirando afuera, hacia la Chapuza. Finalmente dijo:
—Pobre criatura.
Simon no supo si hablaba de Anders o de Maja, y poco importaba a quién se refería. De golpe todo le pareció imposible de manejar. Y la simple compasión de Anna-Greta no hizo más que aumentar esa sensación.
—¿Crees realmente que es eso lo que pasa? —inquirió Simon—. Que las almas fantasmas de los muertos salen del mar y... y...
—No es seguro que estén muertos. No sabemos nada. Nada. En realidad.
—¿Y qué podemos hacer?
Anna-Greta se inclinó sobre la mesa y puso su mano sobre las de él.
—Lo que podemos hacer en estos momentos —dijo ella—, es tomar el barco de la una hasta Norrtälje y firmar unos cuantos papeles para que podamos casarnos.
Simon miró de soslayo el reloj. Era la una menos veinte y tenían que salir inmediatamente si querían llegar a tiempo. Cogió su caja de cerillas de la repisa de la ventana y asintió:
—Sí. Este es nuestro día. Eso es lo que vamos a hacer ahora. ¿Podrías salir y esperarme fuera?
Anna-Greta alzó la ceja con gesto interrogante y Simon le enseñó la caja.
—Tengo que...
—Pues hazlo.
—Preferiría estar solo.
—¿Y eso por qué?
Simon se quedó mirando la silueta blanca del niño de la tapa que caminaba hacia el sol.
¿Por qué?
Se podía inventar motivos, pero en vez de eso dijo la verdad:
—Porque me da vergüenza. Sería como... tener espectadores cuando uno va al baño. ¿Comprendes?
Anna-Greta sacudió la cabeza sonriendo.
—Si vamos a seguir envejeciendo juntos es muy probable que alguno de nosotros tenga que limpiarle el culo al otro antes de que todo acabe. Ahora haz lo que tengas que hacer.
Simon se quedó indeciso. No había sido consciente él mismo de que le daba vergüenza su relación con el Spiritus y de que se sentía sucio cuando cuidaba la caja. Miró de reojo a Anna-Greta y vio que ella, amablemente comprensiva, estaba mirando por la ventana.
La verdad es que el insecto no tenía buen aspecto. Su piel, antes de un negro reluciente, ahora parecía mate y apergaminada. Empezaba a parecerse cada vez más al ejemplar que había visto en la vitrina en casa del gran mago. Simon tosió y juntó saliva.
Sonaba el tictac del reloj. Pasaba el tiempo. El barco de pasajeros de acercaba.
Vamos
.
Apareció la pompa de saliva, cayó y se extendió sobre la piel seca. El insecto se movió, absorbió el líquido y se reanimó un poco. Simon alzó la mirada. Anna-Greta estaba mirándole.
—¿Nos vamos? —preguntó señalándole la barbilla. Simon se limpió un hilillo de saliva y se levantó guardándose la caja en el bolsillo. Cuando salieron al exterior Anna-Greta le cogió la mano y le dijo—: No ha sido tan terrible, ¿verdad?
—No —reconoció Simon.
Iban a salir para casarse. Por lo tanto iba siendo hora de abrazar lo que pone en la Epístola a los Corintios referido a los dones del amor: «Al hacerme hombre, dejé todas las cosas de niño».
Vamos
.
Subió el camino siguiendo a Anna-Greta y sus articulaciones, rígidas por la mañana, empezaron a suavizarse. Miró hacia el mar y vio que el barco de pasajeros ya había hecho la mitad de la travesía entre Nåten y Domarö. Apresuraron el paso y Simon estaba completamente agotado cuando llegaron al muelle.
Anna-Greta se colocó frente a él, le echó el pelo hacia atrás y le sacudió algo del hombro de la chaqueta.
—¿Estoy bien? —preguntó Simon.
—Estás bien. Más que bien. ¿Sabes qué palabra te va bien?
—No.
—Es una palabra bastante bonita. Guardasecretos.
El barco redujo la velocidad al acercarse al puerto. Simon iba a decir algo de las piedras y los cristales
[12]
cuando detrás de ellos se intensificó el ruido furioso de un motor. Al tiempo que la proa del barco rozó el muelle y Roger se adelantó para tirar los amarres, Johan Lundberg frenó su moto al lado de ellos.
—Bueno, estáis aquí —dijo—. Bien.
Sin embargo su cara no expresaba que las cosas iban bien, sino todo lo contrario.
Ignorando a Simon, se dirigió a Anna-Greta.
—Tienes que venir. Karl-Erik está completamente fuera de sí. Tienes que hablar con él. A ti te hará caso.
—¿Cómo que fuera de sí? —inquirió Anna-Greta.
—Como sabes, estamos desbrozando alrededor de la casa que se quemó y él... Tienes que venir. Ha perdido totalmente el juicio.
Roger se acercó con los amarres en la mano.
—¿Vais a venir? Tengo que salir ahora.
Anna-Greta asintió y se volvió hacia Johan:
—Lo siento, pero tengo otras cosas que hacer. Estaremos de vuelta a las seis.
Johan se quedó con la boca abierta, como si la respuesta de Anna-Greta acabara de poner de manifiesto alguno de los misterios del universo. Antes de poder recuperarse y hacer alguna objeción, Simon y Anna-Greta subieron a bordo. Roger les siguió y se dirigió a la cabina del piloto. El barco zarpó de popa.
Johan se quedó en el muelle mirándolos con cara de huérfano abandonado a la generosidad de personas extrañas. Si Simon hubiera necesitado alguna prueba de que Anna-Greta era la líder extraoficial del pueblo, pues ahí la tenía ahora.
Cuando el barco empezó a virar para volver la proa hacia Nåten, Johan levantó mansamente la mano para despedirlos y se sentó a horcajadas en la moto, arrancó y enfiló la cuesta arriba de vuelta al pueblo.
Anna-Greta y Simon iban apoyados contra la barandilla mientras salían de Domarö y ponían rumbo a la península. La bahía estaba un poco revuelta, llena de motas blancas, gaviotas que se elevaban de una en una o en bandadas, daban unas vueltas y volvían a posarse de nuevo en la superficie.
—¿Qué crees tú que ha pasado? —preguntó Simon.
Anna-Greta tenía la mirada fija en el mar.
—No lo sé —respondió—. Ni quiero saberlo tampoco. ¿Has visto cuántas gaviotas hay? Creo que nunca he visto tantas.
El barco se abría camino a través de un hervidero de cuerpos blancos que salían nadando o volando lentamente. Realmente había muchas más de lo habitual.
Los invitados. Y aquí vienen los prometidos
.
Rodeó a Anna-Greta con el brazo y dejó volar sus pensamientos hacia tierra firme.
Duelo
En esta ocasión no había ninguna duda: se trataba de un incendio provocado. Mientras trabajaban apagando el fuego notaron el olor a gasolina, y cuando ya había pasado lo peor, encontraron hasta el bidón. Alguien había provocado el incendio en la casa de veraneo de los Wahlgren y no era descabellado suponer que podía tratarse de la misma persona que había pegado fuego a la casa de los Grönwall.
A lo largo de la noche hubo un momento en el que parecía que las cosas podían ir mal de verdad. El fuego había prendido en los pinos de la finca de los Wahlgren y las chispas y las pavesas se dirigían al interior de la isla. Antes de que llegaran los bomberos, en medio del pánico habían tomado la decisión de talar algunos árboles que si no se cortaban podían propagar el fuego cuesta arriba hasta el bosque. Había sido un otoño seco, y si el fuego prendía en las copas de los abetos podía llegar a producirse una catástrofe. Las llamas se extenderían a través del bosque cuesta abajo hasta el casco viejo del pueblo y no pararían hasta encontrarse con el mar.
Tres hombres trabajaban con motosierras para talar unos cuarenta pinos y abetos que poblaban un ramal del bosque, un brazo que solo estaba esperando abrazar el fuego. Aquella era una proeza de esas que antes se loaban en las canciones. Pero ya no se cantan esas canciones, y Karl-Erik, Lasse y Mats podían esperar, como mucho, que salieran unas líneas en el periódico
Norrtelje Tidning
.
La información debería recoger que se veían obligados a trabajar a toda prisa, que los árboles no podían caer en dirección al fuego y que, además, tenían que tener en cuenta que por allí cerca había unas cuantas casas de veraneo y que ningún árbol podía caer encima de ellas, lo cual hacía que se vieran obligados a talar cada árbol con precisión, así como el hecho de que hacían todo esto de noche, sin más guía que la luz de una farola y la del fuego.
¿Quién se habría atrevido a acometer semejante tarea, y quién sería capaz llevarla a buen puerto?
¡Pues, sí, Karl-Erik, Lasse y Mats!
Bien es verdad que estuvieron a punto de derribar el retrete de los Carlgren y que se hicieron añicos algunos cristales del invernadero de los Örebro, pero en general nadie podía haberlo hecho mejor y los tres mosqueteros, con motosierras en lugar de espadas, fueron los héroes de la noche. Puesto que el fuego ya estaba bajo control, podían irse a casa a dormir todo lo que quisieran. Ya habían hecho lo que podían y más.
Así los saludaron al día siguiente por la mañana cuando llegaron para serrar los árboles talados:
—Aquí vienen de nuevo los tres mosqueteros.
Pero solo Mats sonrió burlón y respondió algo. Lasse parecía concentrado y Karl-Erik casi enfadado. Era como si el recuerdo del trabajo en equipo de la noche anterior se hubiera borrado de su memoria, y lo que sucedió después no podía considerarse más que como incomprensible, un suceso del mismo calibre que aquel de Gustavsson y el cisne en Söderviken.
Gustavsson tuvo un cisne al que daba de comer. El cisne volvía a él año tras año, engullía los trozos de pan que Gustavsson le echaba y le ofrecía un poco de compañía. En cuanto uno se encontraba con Gustavsson, él empezaba a hablar del cisne, de lo hermoso y lo listo que era, de cuán querido había llegado a ser como amigo.
Luego un día Gustavsson cogió la escopeta, bajó a la bahía y disparó al cisne, le soltó una ráfaga en el cuello de manera que la cabeza saltó por los aires. Después de aquello no había manera de consolarlo, solo podía explicar su comportamiento diciendo que se le metió en la cabeza que tenía que pegarle un tiro al cisne.
Lo de Karl-Erik, de todos modos, fue más grave porque duró más tiempo del que lleva cargar una escopeta, apuntar y disparar. Y no fue solo Karl-Erik, también se apoderó de Lasse la misma insensatez.
El trabajo de la mañana, con sus más y sus menos, había discurrido dentro de la normalidad, aunque Mats contó después que Karl-Erik y Lasse habían estado algo raros. Cada uno por su lado, trabajando sin decir nada. Cuando hicieron una pausa se bebieron su agua y se comieron sus bocadillos lejos el uno del otro.
Después del descanso, los tres se volvieron a poner los cascos de protección y siguieron trabajando. Mats bregaba con las raíces de uno de los pinos más grandes. El trabajo era duro y la sierra se calentaba demasiado. Por eso al terminar de dar el corte paró la motosierra, se retiró los cascos y se puso a afilar los dientes de la herramienta.
También Lasse tenía parada la sierra y por eso pudo oír Mats que estaban serrando en otro sitio, más hacia el pueblo y bastante lejos de la tala en la que estaban trabajando. Se irguió tratando de descubrir de dónde venía el ruido. Cuando lo localizó soltó la sierra y echó a correr.