Cuando Henrik se estaba inclinando sobre el cuchillo como para decidir si era mejor serrar o cortar, Anders gritó:
—¡Porque la música que pone todo el tiempo no dice nada de mi vida!
Henrik se quedó de piedra. Luego soltó el pezón de Elin y bajó el cuchillo. Hizo un ademán de aplaudir.
—Sí, señor, eso es. ¿No era tan difícil, no? ¿Cómo se llamaba la canción?
Anders ignoró la pregunta.
—¿Por qué hacéis esto?
Henrik reflexionó un par de segundos. Luego meneó la cabeza y se volvió hacia Björn, que aún estaba sujetando a Elin. Björn contestó:
—Mm... ¿porque... soy una persona y necesito ser amada, como todas las demás?
—No —soltó Henrik—. Otra más.
Björn arrugó la frente. Después se le iluminó la cara:
—Porque sabemos que todo ha terminado, pero seguimos dando vueltas porque no sabemos a dónde ir.
Henrik asintió.
—Triste, pero cierto.
Las cuchilladas de las piernas de Anders no eran tan profundas como él se imaginó al principio. Había dejado de sangrar pero tenía los pantalones empapados y con la humedad empezaban a quedársele las piernas heladas.
—¿No podemos terminar ya con este juego? —sugirió Anders—. Soltad a Elin.
Henrik pareció sorprendido.
—No podemos. Vamos a ahogarla ahora.
Elin empezó a gritar de nuevo mientras Henrik y Björn, aunando fuerzas, la arrastraban hacia el agua y sus pies descalzos iban dejando un surco en la grava. Anders se lanzó dando traspiés hasta la valla y tiró de la estaca suelta hasta que consiguió que se desprendiera.
Al darse la vuelta ya habían arrastrado a Elin veinte metros en dirección al mar, quedaban cuarenta metros. Anders dejó que la adrenalina tomara el control y le hiciera insensible a los impedimentos de su cuerpo. Corrió tras ellos. Cuando se encontraba a un par de metros, gritó:
—¡Soltadla!
Henrik se volvió y Anders le golpeó la cabeza con la estaca de un metro de largo. Henrik levantó el brazo para protegerse y el palo le dio en el codo. Anders debería haber notado el impacto seco, pero no fue así. Cuando la estaca golpeó el cuerpo de Henrik, Anders tuvo más bien la sensación de haber sacudido una esponja gigante llena de agua. El brazo de Henrik se dobló alrededor del palo y una ducha de agua salpicó la cara de Anders.
Henrik le quitó el palo de las manos y lo tiró al suelo.
—No creo que tú vayas a morir. Aún. Así que déjalo.
Anders se quedó allí con los brazos colgados mientras ellos seguían arrastrando a Elin hacia el agua. Luego se dio la vuelta y echó a correr hacia la moto mientras rebuscaba en el bolso de la cazadora.
¡Ojalá las tenga! ¡Ojalá las tenga
...!
Sí. En el bolsillo encontró tanto cigarrillos como cerillas. Corrió hasta la moto, desenroscó la tapa del depósito y gritó hacia el grupo, que ya estaba cerca de la playa:
—¡Oídme! O la soltáis, o... —Encendió una cerilla y la puso encima del agujero del depósito.
Se detuvieron. Anders movió la caja de cerillas y comprobó que estaba a medias. No tenía ningún plan, no podía pensar qué iba a hacer a continuación. Se había visto obligado a detenerlos y de momento lo había conseguido. Pero ¿luego? Podía quedarse allí encendiendo cerillas hasta que estas se acabaran, pero ¿luego?
Además, ellos tenían que haber descubierto sus intenciones. Él no querría estallar por los aires junto con su moto por salvar a Elin. Anders miró la cerilla, que ya había ardido casi del todo.
Además
...
Además aquello no iba a funcionar, ahora se daba cuenta. No recordaba quién ni en qué situación, pero alguien había soltado una vez una cerilla en un depósito de gasolina para impresionar. La cerilla solo se había apagado. La gasolina necesita aire para arder. ¿No había sido el propio Henrik aquel verano en que los dos fueron los reyes de la moto?
Puede que fuera así, porque al parecer ni se inmutaron con su amenaza y siguieron arrastrando a Elin, que ahora iba pegando alaridos, hacia la playa.
Aire
...
Anders agarró el borde del carro y volcó la moto. La moto se dio la vuelta y cayó sobre el manillar mientras que la gasolina iba saliendo a borbotones fuera del depósito. Anders miró hacia ellos y vio que estaban con Elin al borde del agua. Ya no quedaba tiempo para amenazas. Se retiró un par metros de la moto, justo lo que había avanzado el reguero de gasolina por la grava de la pendiente del camino, encendió otra cerilla y la tiró al tiempo que saltaba hacia atrás.
Las llamas se alzaron del suelo como un muro amarillo azulado.
—¡Ahí tenéis! —gritó Anders lo más alto que pudo. A través del fuego que lamía ya las tablas del carro vio que Henrik y Björn soltaban a Elin y corrían hacia él.
Había hecho lo que había podido y le había dado a Elin una posibilidad para que huyera, ahora era cosa suya. Él corrió hasta la bicicleta, la tela del pantalón dio un tirón al despegársele de las piernas cuando se abalanzó encima de la bicicleta y empezó a pedalear a través del bosque tanto y tan rápido como le daban las piernas. Ni siquiera se volvió para ver si le seguían.
El enemigo del agua
Las piernas de Anders pedaleaban como si se hubieran independizado del cuerpo y las dirigiera la voluntad de otro. La oscuridad a su alrededor era compacta, sin embargo no pensó que en cualquier momento podía acabar en la cuneta y quizá por eso no le ocurrió. El instinto le guiaba correctamente y consiguió recorrer todo el camino a través del bosque sin caerse de la bici.
Durante el último tramo lo guiaron las débiles luces del pueblo, y entonces hizo la primera ese y a punto estuvo de caerse. Consiguió frenar y poner un pie en el suelo antes de que la bicicleta volcara. Miró hacia atrás, hacia el sendero del bosque. Parecía que ellos no venían persiguiéndole.
Se puso en marcha de nuevo y cruzó el pueblo, se sintió algo protegido bajo la pálida luz de las farolas. Solo cuando pasó delante del albergue dio rienda suelta a sus pensamientos. Una nube de imágenes terribles e incomprensibles le inundó el cerebro y de repente sintió como si tuviera cuarenta grados de fiebre. Perdió el control del cuerpo y él solo quería dejarse caer, en el camino, en la oscuridad. Poder descansar.
Con todo, se obligó a seguir hasta el lugar en donde se bifurcaba el camino y giró hacia la izquierda. La pendiente suave que conducía a la casa de Anna-Greta hizo que él solo tuviera que dejarse llevar con las piernas colgando. Cuando se deslizó haciendo eses a lo largo de la entrada de la casa vio que aún había luz en la ventana de la cocina.
Soltó la bicicleta en el césped y llegó como pudo hasta la puerta de la casa. Estaba sudando y tenía escalofríos, al segundo intento consiguió agarrar el tirador y abrir la puerta.
Simon y Anna-Greta estaban sentados a la mesa de la cocina, inclinados sobre un montón de fotografías esparcidas encima de la mesa. A Simon, al ver a Anders, se le iluminó la cara por un instante, tras el cual su expresión se convirtió en espanto.
—Pero Anders, ¿qué has hecho?
Anders se apoyó contra la encimera y con la mano hizo señas en dirección a Kattudden, pero fue incapaz de articular palabra. Simon y Anna-Greta se acercaron a él y Anders se dejó caer en sus brazos. Lo tumbaron encima de la alfombra. Una vez tendido boca arriba y después de tomar aire un par de veces, dijo:
—Solo tengo que... descansar un poco.
Permaneció allí tendido mientras se encendía la lámpara de la cocina y Simon y Anna-Greta fueron a por agua y le colocaron una almohada debajo de la cabeza. Para entonces había dejado de sentir escalofríos y probablemente habría podido levantarse, pero siguió tumbado dejando que ellos se hicieran cargo de él solo porque era inmensamente agradable dejar todo por un momento en manos de otros.
Le quitaron los pantalones y le limpiaron las heridas de las piernas, y se las vendaron con una compresa de gasa y una venda. Simon le dio dos pastillas de paracetamol y más agua. Tras un par de minutos de plácido abandono al cuidado de otros, Anders se sentó en una silla de la cocina. Tratando se concentrarse miró las fotografías que estaban esparcidas sobre la mesa.
Eran fotografías antiguas, muy antiguas. En ellas se veían las casas con sus fincas, gente trabajando, retratos. Muchas de ellas estaban amarillentas por el paso del tiempo y la gente tenía esa expresión de severa concentración que es tan habitual en las fotos antiguas, como si el hecho mismo de ser fotografiado exigiera una concentración especial.
Justo delante de él había un retrato que le hizo sobresaltarse. Estaba tomado en el exterior y revelado sobre una especie de cartón corrugado sin brillo. Sobre la fotografía se extendían dos manchas anchas amarillas, como si alguien hubiera echado orina encima de ella. El retrato representaba a una mujer de unos sesenta años que miraba enfadada a la cámara.
—Sí —dijo Simon—. A mí me pareció que la conocía.
Anders encontró en la mesa que tenía delante otra fotografía de la mujer, esta vez desde una distancia más larga. La mujer se encontraba fuera de una casucha medio hundida sobre un promontorio.
—¿Quién es? —preguntó Anders.
Anna-Greta se colocó detrás de él y le fue explicando:
—Se llamaba Elsa Persson y era prima del padre de Holger. Vivía en esa casa en Kattudden. Hasta que el padre de Holger lo vendió todo. Entonces la echaron de la casa y la demolieron. Después vinieron los veraneantes.
—Esa fotografía la sacó tu bisabuelo —dijo Simon—. Torgny. Anna-Greta me ha contado que fotografió todas las casas de la isla. Yo, a veces, me siento a mirarlas. Por eso la reconocí.
Aquella barbilla roma, la nariz aplastada, los ojos hundidos y los labios delgados. La mujer de la foto era un retrato de Elin con el aspecto que tenía ahora. O, mejor dicho, Elin se había convertido en un retrato algo torpe de la mujer de la foto. Aún no estaban todos los detalles en su sitio, pero lo mismo que se puede ver claramente que una careta barata de plástico representa a George Bush, se podía ver que...
... que era a aquella mujer a quien Elin representaba
.
Anders señaló la casa delante de la que estaba la mujer. Reconoció la zona, por la posición del islote de Kattholmen al fondo, pero de todos modos preguntó:
—Esta casa. ¿Esta casa estaba donde está ahora la casa de Elin, no? —Se corrigió—: Estaba. Estaba hasta anteayer por la noche. ¿No?
Simon asintió. Anders se quedó con la boca abierta mirando las fotografías. Luego dijo:
—¿A que lo adivino? ¿A que esa mujer se ahogó?
Anna-Greta cogió la fotografía de la atormentada Elsa, la miró y lanzó un suspiro.
—Esto pasó antes de que yo llegara aquí, pero... Torgny me contó que ella amenazó con lanzarse al agua si le quitaban la casa. Luego le quitaron la casa. Y después desapareció.
Si pudiéramos imaginar que todas las impresiones a las que Anders se había visto expuesto desde su llegada a Domarö iban concentrándose en un vaso, esta última fue la gota de información que colmó ese recipiente.
Las palabras empezaron a salir por su boca como un torrente. Lo contó todo. Desde la primera sensación que tuvo de que Maja estaba presente en la casa hasta la convicción cada vez más fuerte de que ella estaba allí. El dibujo de cuentas que iba creciendo lentamente sobre la base, las fotografías que había revelado y las letras escritas en la mesa de la cocina. Desde los primeros golpes en la puerta por la noche y la sensación de sentirse observado hasta el encuentro de aquella noche con Henrik y con Björn. Finalmente, lo soltó todo.
Simon y Anna-Greta le escucharon con atención, sin interrumpirle con preguntas. Cuando Anders terminó, se levantó Anna-Greta y acercó una silla a los armarios de la cocina, se subió a ella para llegar hasta el armario más alto. Bajó una botella y la puso encima de la mesa. Ni siquiera Simon parecía saber lo que era, puesto que miró con cara de extrañeza a Anna-Greta.
Lo que había en la botella parecía algún tipo de maceración. El interior de la botella estaba lleno de ramas y de hojas sumergidas en un líquido hasta la mitad de la botella. Anna-Greta buscó un vasito y lo llenó con aquel líquido turbio.
—¿Qué es esto? —preguntó Anders.
—Ajenjo —respondió Anna-Greta—. Dicen que protege.
—¿Contra qué?
—¿Contra lo que viene del mar?
Anders miró a Simon y luego a Anna-Greta.
—¿Eso quiere decir que... me creéis?
—Desde ayer, sí —dijo Simon, y señalando la botella añadió—: Aunque de eso yo no sabía nada.
Anders olió el contenido. Era alcohol y hasta ahí nada que objetar. Pero el olor contenido en los vapores del alcohol era aceitoso y amargo, con un tufo a podrido.
—¿El ajenjo no es venenoso?
—Sí —respondió Anna-Greta—. Pero en pequeñas cantidades, no.
Naturalmente no creía que su abuela estuviera intentando envenenarle, pero nunca había olido algo más parecido a la esencia del veneno que los vapores que ascendían del vaso que tenía en la mano.
Ajenjo
...
Un rosario de asociaciones desfiló por su cabeza mientras se llevaba el vaso a la boca.
El matorral de ajenjo junto a la playa... la botella de plástico del cobertizo sobre la que se posó aquel pájaro... y el nombre de la estrella es Ajenjo
[10]
... Chernóbil... y las aguas se envenenarán... ajenjo, el enemigo del agua
...
Su desesperada necesidad de tomar un trago fue decisiva. Anders se bebió el contenido del vaso.
El sabor era espantosamente amargo y la lengua se encogió a modo de protesta. Parecía como si el alcohol se evaporara directamente en el cerebro y todo se le volvió algo borroso al dejar el vasito en la mesa. Tenía la lengua anestesiada y consiguió farfullar:
—La verdad, bueno no estaba.
El calor se propagó por sus venas llegando hasta las puntas de los dedos, donde daba la vuelta e iniciaba un nuevo recorrido alrededor del cuerpo. Con los labios todavía fruncidos por aquel terrible sabor preguntó:
—¿Puedo tomarme otro chupito?
Anna-Greta se lo sirvió y luego cerró bien la botella y la volvió a guardar en el armario. Anders vació el vaso, y como ya tenía el paladar anestesiado tras el primer choque, esta vez no le supo ni la mitad de malo. Cuando dejó el vaso en la mesa y paladeó le pareció que incluso dejaba un regustillo... bueno.