Simon se llevó la copa a la boca e hizo una mueca al estirar los músculos de la caja torácica. No podría seguir haciendo aquello mucho más tiempo. Le dejaba el cuerpo destrozado. Una vez se rompió una costilla cuando un espectador decidió que aquella vez no lo libraba ni Dios. Desde entonces dejó de prometer un premio al que consiguiera hacerlo. La gente ya era de por sí sobradamente entusiasta.
El faro de Gåvasten parpadeaba en la clara noche de verano y su luz era solo un punto que no arrojaba ningún haz de luz sobre el agua.
Debería disfrutar
.
La actuación había sido un gran éxito, la tarde estaba preciosa y el coñac fluía ardiente a través de su cuerpo entumecido. Debería disfrutar.
Pero a menudo era así. Después de un espectáculo exitoso con aplausos y felicitaciones, sobrevenía un vacío aún más grande. Además, Marita había desaparecido otra vez, y Simon ya se había tomado una copa más de lo que acostumbraba.
No quería caer en ello, como tantos de sus colegas, caer en la bebida y no volver a salir nunca a la superficie. Pero aquella tarde creía que se lo merecía.
«Seguro que es así como se empieza», pensó Simon mientras llenaba otra vez la copa.
Estaba menos preocupado por Marita en calidad de esposa que en calidad de compañera de escenario. Las actuaciones en Nåten empezaban dentro de tres días. Si ella no aparecía se vería obligado a suprimir algunos de los mejores números: el de leer el pensamiento y el de la caja del sombrero. Podría funcionar, pero, precisamente aquí, le gustaría ofrecer un buen espectáculo.
Simon dio un buen trago y suspiró. Este no era el tipo de vida que él había imaginado. Funcionaba, pero nada más. La alegría se había perdido en el camino. Dejó descansar la vista en el agua, que parecía suave como la seda, con los colores de una noche de verano. Una gaviota chilló a lo lejos.
Sí, sí. La alegría existe. Pero no aquí precisamente
.
Oyó detrás de él unas pisadas y un leve traqueteo. Haciendo un gran esfuerzo se dio la vuelta en la silla y vio que se acercaba Johan cruzando el césped con una carretilla. Solo llevaba una camisa grande con manchas de agua encima del bañador y traía el pelo mojado.
—¿Eres tú? ¿Qué llevas ahí?
Johan se sonrió burlón y acercó la carretilla. En ella estaban todas las cadenas y los candados que Simon había dejado en el fondo del mar. Johan lo volcó a los pies de Simon.
—Pensé que era un desperdicio.
Simon se echó a reír. Le habría gustado pasarle a Johan la mano por el pelo, pero en aquel momento era incapaz de levantarse, además, no estaba seguro de que fuera correcto hacerlo. Así que, en vez de eso, se limitó a asentir y dijo:
—Tienes razón. Gracias. Siéntate si quieres.
Johan se sentó en la otra silla y tomó aliento.
—¿Cómo lo has conseguido? —preguntó Simon—. Tiene que haber sido duro.
—Sí —contestó Johan—. No podía levantarlo, así que tuve que usar un bichero y arrastrarlas hasta la playa, de una en una.
Así era como solía hacerlo Simon y también había pensado hacerlo esta vez. Pero eso no pensaba decírselo, estaba muy agradecido de haberse librado de aquel trabajo.
—No ha sido poco trabajo —dijo Simon.
—No —replicó Johan llevándose la mano al bolsillo de la camisa—. Y también he sacado esto. Estaba en el saco.
Johan le alargó a Simon un trozo de metal fino en forma de cuña, y le lanzó una mirada de complicidad. Simon enarcó las cejas y se guardó el trozo de metal en su propio bolsillo.
Johan se retrepó en su silla y confesó:
—De todos modos, aún no sé cómo lo haces.
—¿Quieres saberlo?
Johan se irguió en la silla.
—¡Sí!
Simon asintió.
—Entra entonces y coge un refresco del frigorífico. Mi cartera está encima de la mesa de la cocina. Coge un billete de cinco coronas por las molestias que te has tomado con las cadenas. Después vienes y te lo cuento.
Johan hizo lo que le dijo. Después de medio minuto estaba ya de vuelta. Simon no sabía por qué le había dicho eso. Solo le había salido así. Normalmente no revelaba nunca sus trucos. Sería el coñac, la situación. Y Johan ya estaba al tanto de lo único que realmente era un engaño.
Así que se lo contó. Cuando terminó, el refresco estaba vacío y la bahía al anochecer parecía una alfombra de un azul profundo que la luz del faro de Gåvasten arañaba suavemente. Un murciélago daba vueltas en el aire a la caza de mariposas nocturnas.
Johan eructó una tufarada de ácido carbónico y dijo:
—Pues yo creo, de todos modos, que parece muy peligroso.
—Sí —replicó Simon—. Pero si uno... —Entonces le vino una idea a la cabeza y levantó un dedo advirtiendo a Johan—. ¡Pero ni se te ocurra a ti intentarlo!
—No, claro que no.
—¿Me lo prometes? —preguntó Simon tendiéndole la mano—. ¡Venga esa mano!
Johan sonrió y estrechó la mano de Simon. Después se quedó mirándose la mano para ver si había un contrato vinculante entre las huellas dactilares y dijo simplemente:
—Creo que mi madre está un poco enamorada de ti.
—¿Y por qué crees eso?
Johan se encogió de hombros.
—No, por nada. Se pone un poco rara.
Simon apuró la copa y evitó servirse más. Ya había tenido suficiente, sentía un calor agradable en el cuerpo. Levantó la copa, dejó pasar la luz del faro a través de los restos de coñac pegados a los bordes y dijo:
—Hay muchos motivos para ponerse un poco raro.
—Sí, claro que los hay, pero... este es un tipo de rareza especial.
Simon miró socarrón a Johan.
—¡Qué barbaridad! Lo puesto que estás en el tema.
—Conozco a mi madre.
Se quedaron un rato en silencio. Solo se oía el batir de alas del murciélago lanzándose de acá para allá, tras de algo que solo él podía ver. Cuando se puso en marcha un motor abajo en el puerto se rompió el encanto y Simon le preguntó:
—¿Me ayudas a levantarme? Estoy un poco entumecido aún. Mañana estaré mejor.
Johan se levantó, tendió una mano a Simon y le ayudó a levantarse de la silla. Se quedaron el uno enfrente del otro. Durante un par de segundos flotó entre ellos una sensación de mutua aprobación. Después Simon dio unas palmaditas a Johan en el hombro y dijo:
—Gracias de nuevo por tu ayuda. Hasta mañana.
Johan asintió, cogió la carretilla y se fue. Simon lo siguió con la mirada. Cuando Johan desapareció bajo la oscuridad de los álamos, Simon resopló y repitió en voz baja:
—Un tipo de rareza especial.
Luego llegó como pudo hasta casa y cerró la puerta después de entrar.
El intruso
A la mañana siguiente Simon hizo unas cuantas llamadas para tratar de localizar a Marita, pero no lo consiguió. Luego cogió papel y lápiz y se sentó en el cenador de las lilas a preparar un programa alternativo para las actuaciones en la Casa del Pueblo.
Imposible. Sus pensamientos se dispersaban en cuestiones peregrinas. ¿Por qué seguía intentándolo? ¿Qué sentido tenía aquello? ¿Cómo se puede vivir una vida sin perspectivas de futuro? Si merece siquiera la pena hacerlo.
Tal era su estado de ánimo, pero cuando Anna-Greta le gritó un apresurado «¡Gracias por lo de ayer, estuvo muy bien!» de camino hacia el muelle, él le pidió que se acercara y se sentara un momento. Ella se sentó en el borde de la silla que había frente a él, y parecía algo inquieta. Simon se preguntó si aquella inquietud sería un tipo de rareza especial, pero, evidentemente, no había manera de preguntar.
Hablaron de esto y de lo otro, cosas sin importancia, y Anna-Greta acababa de sentarse bien en la silla cuando Simon tuvo la sensación de que alguien los estaba observando. Marita estaba mirándolos desde la entrada. Simon se sintió pillado en falta y estuvo a punto de saltar de la silla, pero la rabia fue más fuerte que el sentimiento de culpa. Se quedó sentado mirando fijamente a Marita sin pestañear.
Marita parpadeaba despacio. Movía los párpados a cámara lenta, como si abrirlos y cerrarlos le costara un gran esfuerzo. Tenía el cabello sucio y las ojeras muy marcadas. Se rascaba mecánicamente un brazo.
—¡Mira, mira! —exclamó—. ¡Qué par de tortolitos!
Simon seguía mirándola fijamente. Vio por el rabillo del ojo que Anna-Greta estaba a punto de levantarse y le hizo un gesto con la mano para que, por favor, siquiera sentada. Sin levantar la voz, Simon formuló una pregunta que se había convertido en un mantra durante los últimos años.
—¿Dónde has estado?
Marita hizo un gesto oscilante con la cabeza que podía significar cualquier cosa y que significaba:
Un poco aquí y otro poco por allí, pero sobre todo en las nubes
.
Marita se puso enfrente de Simon, lo miró con desprecio y soltó:
—Necesito dinero.
—¿Para qué?
Marita abría y cerraba la boca, al despegar la lengua del paladar parecía que la tenía seca y pastosa al mismo tiempo.
—Me voy a Alemania.
—No puedes. Tenemos trabajo aquí.
Marita miraba a Anna-Greta y a Simon con expresión errática, como si no pudiera fijar la vista.
—Me voy a Alemania. Dame dinero.
—No tengo dinero y no vas a ir a Alemania. Vas a entrar en casa y te vas a acostar.
Marita empezó sacudir la cabeza lentamente y así continuó, como si su cabeza fuera un péndulo y ella se viera obligada a seguir con aquel movimiento para que no se detuviera el tiempo. Anna-Greta se levantó.
—Yo me voy.
El sonido de su voz atrajo la atención de Marita, que señalando a Anna-Greta le preguntó:
—¿Tienes dinero?
—No, para ti no tengo dinero.
Los labios de Marita imitaron una sonrisa.
—Follas con mi marido. Pues tendrás que pagar, como tú comprenderás.
Simon se levantó de la silla, agarró a Marita de la muñeca y la llevó hacia la casa.
—¡Cállate ahora mismo!
Marita dio un traspié con aquel movimiento tan impetuoso y Simon la llevó a rastras hacia las escaleras. Marita se dejó arrastrar unos metros por el césped y luego empezó a gritar:
—¡Socorro! ¡Socorro!
Simon levantó la vista para enviar con la mirada una especie de mensaje a Anna-Greta, un
te pido disculpas
o
no me condenes
, pero antes de que hubiera alcanzado a formular la expresión, vio aparecer a un hombre por detrás del seto de lilas. Alguien que había estado esperando.
Marita se soltó de las manos de Simon, corrió a cuatro patas hacia el recién llegado y dijo con voz desvalida:
—Rolf, me está pegando.
Rolf era tan corpulento que muy bien podía llevar a Simon en brazos. Un traje de lino claro y manchado le envolvía los músculos, y parecía que no controlaba muy bien sus movimientos. Avanzó hacia Simon con paso irregular y los brazos colgando. Tenía la cara roja y la nariz pelada; las comisuras de los labios, hundidas de un modo extraño, como si hubiera sufrido un ictus cerebral.
Como Simon se hallaba en la parte baja de la cuesta, Rolf estaba veinte centímetros por encima de él cuando le amenazó con el dedo.
—Deja de pegar a tu mujer y dale dinero.
Marita se acurrucó a los pies de Rolf como en la cubierta de una novela barata. A Simon le latía el corazón a toda velocidad cuando se cruzó de brazos, alzó la vista hasta los ojos del gigante —tenía la esclerótica inyectada en sangre— y dijo:
—¿Y qué tienes tú que ver con eso...
Rolf
?
Rolf forzó una sonrisa, pero con aquella cara parecía un chiste, Simon no consideró oportuno reírse. A Rolf le hicieron chiribitas las pupilas por unos segundos, luego dijo:
—¿Qué pasa? Parece que no te gusta mi nombre. ¿Te parece ridículo?
Simon negó con la cabeza.
—No, me parece que es un nombre estupendo, pero no entiendo lo que pintas tú aquí.
Rolf parpadeó un par de veces y se puso a mirar al suelo. Movía los labios como si estuviera analizando detenidamente las palabras de Simon y sopesando la respuesta. Marita miraba hacia arriba a Rolf como si fuera un oráculo. Simon echó un vistazo alrededor y observó que Anna-Greta ya no estaba por allí.
Simon pensó enseguida en las cosas que había por allí cerca que podían servirle de arma. Lo que tenía más a mano era la pala que estaba apoyada contra la escalera, a diez metros. Rolf había acabado de pensar y dijo arrastrando las palabras:
—¿O sea, que no piensas darle dinero?
—No.
Rolf suspiró. Después puso una mano en el brazo de Simon como si pensara hacerle una confidencia. Antes de que Simon pudiera reaccionar, Rolf le agarró la mano derecha, cerró el puño alrededor de su dedo meñique y se lo apretó hacia atrás. Estaba a punto de rompérselo y Simon tuvo que ponerse de rodillas. Allí abajo estaba Marita, que lo miró de una manera que dejaba claro que allí no encontraría ayuda. Marita parecía... ávida.
Ha estado esperando este momento
.
Rolf le seguía doblando el dedo hacia atrás y Simon no tuvo tiempo de decir que les daría dinero, o que los mataría, o que les llevaría a dar un paseo en barco, antes de que Rolf apretara y le rompiera el dedo. Un espasmo de dolor le recorrió el cuerpo y le salió por la boca como una tos profunda. Antes de dar rienda suelta al dolor gritando, en una décima de segundo se arremolinaron en su cabeza las cosas que ya no podría hacer con las manos:
Las cartas, los pañuelos, las cuerdas, el periódico roto
.
Vio su dedo meñique colgando como un absurdo guiñapo y un dolor emponzoñado le envenenó la sangre, mientras en sus ojos asomaban las lágrimas. Volvió a gritar de nuevo, más que de dolor, de desesperación. Marita seguía quieta mirándolo.
Después Rolf se abalanzó sobre él. Se puso encima de su pecho, le forzó a estirar el brazo y apretó su mano contra una piedra. Rolf sacó una navaja grande del bolsillo de su chaqueta y la abrió ayudándose con los dientes. Apoyó la punta de la navaja en la piedra justo por encima del meñique roto de Simon.
Parecía que de nuevo Rolf necesitaba tiempo para formular lo que quería decir. Miraba la cara de Simon, la mano. Daba la impresión de que no podía comprender cómo podían haber llegado las cosas a ese extremo y ahora necesitara tiempo para reflexionar antes de poder continuar.
Simon permaneció quieto mirando una nube pequeña que pasaba por encima de la cabeza de Rolf. Por un instante pareció como si Rolf llevara una corona de gloria. Después la nube se ladeó, se alejó de él y siguió su camino. Una gaviota chillaba en el mar y durante un par de segundos Simon experimentó una calma absoluta. Luego Rolf tomó la palabra.