Al final quedaron satisfechos. Los dos se secaron el sudor de la frente y se felicitaron mutuamente. Más de treinta kilos de cadenas daban vueltas alrededor del cuerpo de Simon y estaban aseguradas en diferentes sitios con cuatro candados. Las cuerdas apenas las habían usado. Solo en dos sitios para tensar las cadenas, por si acaso.
Los dos hombres dieron un par de pasos hacia atrás y contemplaron su obra. Estaban contentos, y no era para menos. Parecía totalmente imposible escapar de su red de metal.
Simon abrió los ojos y a Anna-Greta se le encogió el estómago. Alrededor del hombre encadenado había un círculo vacío de unos diez metros.
Solo
.
Anna-Greta pensó: «Solo». Simon parecía terriblemente solo en aquel preciso instante. Alguien expulsado de la comunidad y aniquilado. Ahora, además, lo iban a lanzar al mar. Había en todo aquello un componente muy fuerte de humillación: ¿por qué se dejaba una persona hacer todo eso? Era como si el propio Simon hubiera pensado eso mismo unos segundos después de abrir los ojos. Fue aquella mirada la que hizo que a Anna-Greta se le encogiera el estómago, luego Simon miró a los dos hombres y les preguntó:
—¿Estáis satisfechos? ¿Estáis convencidos de que no podré soltarme?
Ragnar agarró una de las cadenas y tiró de ella, se encogió de hombros y dijo:
—Yo al menos sería incapaz de hacerlo.
Alguien del público gritó:
—¡Eso tendrás que hacer con las vacas, Ragnar, para que no anden por ahí correteando!
Los de Domarö se echaron a reír, el resto no entendió la broma. Simon pidió a los dos hombres que le acercaran al borde del muelle, y ellos lo hicieron. Anna-Greta y Johan se echaron hacia atrás para dejar sitio y Simon quedó tan solo a un metro de ellos. Los ojos de Simon se cruzaron con los de Anna-Greta y él esbozó una sonrisa. Anna-Greta quiso corresponderle pero no lo consiguió del todo.
—Bien —dijo Simon—. Ahora me gustaría pedir a otra persona que me coloque el saco encima y lo ate.
Antes de que pudiera ofrecerse alguien, un espectador gritó desde atrás:
—¿Y las esposas? ¿Qué pasa con ellas?
Simon parecía de repente algo asustado. Cerró los ojos con paciencia. Después, hizo señas a Göran con la cabeza. Göran se acercó con las esposas y le preguntó:
—¿Estás seguro?
—No —respondió Simon—, pero tendré que intentarlo.
Göran se rascó la cabeza como si no supiera qué hacer. La instrucción de la Academia de Policía probablemente no incluía casos como este. De todos modos al final colocó con cuidado las esposas entre las cadenas y las cerró alrededor de las manos de Simon.
A esas alturas Anna-Greta había tenido que cruzar los brazos sobre el pecho para evitar que las uñas acabaran entre los dientes. Observaba la cara de Simon intentando averiguar si aquello último era solo teatro, si era parte del espectáculo, o si Simon dudaba realmente de que fuera a conseguirlo. No pudo resolver su duda.
El fotógrafo tomó unas cuantas fotos de Simon allí, en el extremo del muelle. Un hombre al que Anna-Greta no había visto nunca —de Estocolmo, a juzgar por la delicadeza de sus manos— dio un paso al frente y dijo que se ofrecía voluntario para atar el saco. Simon se volvió hacia Johan y le dijo:
—¿Quieres controlar las cadenas por última vez?
Johan tiró de las cadenas y Anna-Greta vio que mientras él hacía eso, Simon se inclinaba hacia él y le susurraba algo. Johan dio un paso atrás asintiendo. El de Estocolmo le puso a Simon el saco y lo ató con un trozo de cuerda.
Parecía espantoso. El saco marrón justo en el borde. Era un punto negro, algo definitivo. La gente parecía ser consciente de ello porque la algazara y las bromas se habían interrumpido y ahora el silencio era total.
—Tiradme —se oyó la voz de Simon dentro del saco.
Pasaron cinco segundos. Diez segundos. El silencio era total y no se ofreció ningún voluntario. Aún no era irremediable. Aún se podía abrir el saco y desatarle las cadenas. Pero cuando el saco cayera al agua, ya no habría mucho que hacer. Había seis metros de profundidad junto al muelle.
Si Simon no conseguía escapar, el que hubiera empujado el saco sería el responsable. Entre el público se miraban unos a otros pero nadie daba un paso al frente. Simon se movía dentro del saco, las cadenas chirriaban suavemente cuando los eslabones resbalaban unos contra otros. Se oyó el clic de un par de cámaras. Todavía, nadie.
—Lanzadme al mar.
Probablemente habría resultado más fácil si Simon hubiera dicho algo más trivial y humorístico, como: «¿Me voy a pasar aquí todo el día?», o «Las cadenas están empezando a oxidarse aquí dentro», pero, evidentemente, a Simon no le interesaba restar dramatismo a la situación.
De todos modos, parecía que no le iba a quedar más remedio. Después de un minuto aún no se había ofrecido nadie. El público empezaba a inquietarse. Quizá fuera eso lo que sintiera la muchedumbre cuando Jesús les dijo que el que estuviera libre de pecado tirara la primera piedra.
De pronto, el hombre musculoso de Nåten tosió y, sin más preámbulos, avanzó y tiró el saco. Este se hundió en el agua con un ruido sordo y se escuchó un suspiro colectivo entre el público. La gente empezó a empujar para mirar y Anna-Greta tuvo que defenderse para que aquella masa en movimiento no la tirara al agua también.
No había mucho que ver, un flujo de burbujas procedentes del saco mientras se hundía, pero después de medio minuto ya había explotado en la superficie la última burbuja y lo único que se veía era el agua oscura. Quienes esperaban ver algo de la lucha de Simon por liberarse quedaron decepcionados, la visibilidad apenas pasaba de los tres metros.
Cuando hubo transcurrido un minuto se empezaron a oír murmullos: ¿durante cuánto tiempo se podía contener la respiración? ¿Se podía sacar al hombre si no conseguía liberarse? ¿Tenían las llaves de aquellos candados?
Pasó un minuto más y ahora ya eran muchos los que se agitaban inquietos. ¿Por qué no se había atado el saco a una cuerda de seguridad? ¿Por qué no se había acordado un margen de tiempo en el cual había que intentar salvar a aquel hombre? ¿Por qué...?
El hombre que había empujado el saco parecía el más nervioso de todos. Tenía la mirada clavada en el agua y su cuerpo, antes tan convencido de su fuerza y de su superioridad, ahora se había derrumbado, sus gestos parecían crispados, los ojos desencajados, y no paraba de frotarse las manos.
Anna-Greta permanecía totalmente quieta y abrazándose. Fuerte. La gente estaba a su alrededor mirando alternativamente la superficie del agua y sus relojes, pero Anna-Greta tenía los ojos fijos en el faro de Gåvasten allá a lo lejos. Miraba fijamente al faro esperando. Esperaba el chapuzón del cuerpo de Simon rompiendo la superficie del agua, su impetuosa respiración.
Pero no llegó.
Cuando pasaron tres minutos alguien gritó:
—¡Pero se va a morir!
Se oyó un murmullo de asentimiento, pero nadie hizo nada. Anna-Greta dejó de mirar el faro y no pudo evitar que sus ojos buscaran la superficie del agua. Estaba oscura y vacía. No se movía nada.
Vamos, sal ahora. Sal ahora, Simon
.
Lo vio ante sí, lo vio a través del agua, cruzó el límite de visibilidad y llegó hasta el fondo, donde Simon luchaba entre el lodo del lecho y los oxidados trozos de metal. Ella lo vio desatándose, vio abrirse el saco y vio cómo se impulsó él desde el fondo hacia la luz.
Pero, no fue eso lo que ocurrió. Lo que ocurrió, ocurrió en su interior. Algo perdido y atascado se liberaba abajo en la oscuridad, rompía las cadenas con las que ella lo había atado y nadaba hacia la superficie. Ascendió dentro de ella y se quedó retenido como un nudo en la garganta, y ella quería llorar.
Pero si estoy enamorada de este idiota
.
Empezó a temblar.
Enamorada. No desaparezcas
.
Las lágrimas le arrasaron los ojos cuando alguien gritó detrás de ella:
—¡Cuatro minutos!
Anna-Greta cerró los puños, los apretó contra el corazón y se maldijo a sí misma porque ya era tarde para todo, se iba a repetir, se iba...
Entonces sintió una mano en el brazo. Al levantar la vista tenía la mirada borrosa, pero vio que era la mano de Johan. Él le guiñó un ojo mientras asentía con la cabeza. Ella no comprendió lo que quería decir, ni cómo podía estar tan tranquilo.
El hombre que había empujado a Simon se quitó la camiseta y se tiró de cabeza al agua. Anna-Greta apretó la mano de Johan cuando la gente empezó a empujar de nuevo. La cabeza del hombre rompió la superficie del agua. Se sacudió, cogió aire y se zambulló otra vez.
Entonces oyeron una voz desde tierra.
—¿Es a mí a quien estáis buscando?
Se oyó el roce de la ropa cuando todo el público se volvió a la vez. En tierra, al lado de la caseta, estaba Simon. Tenía marcas rojas de las cadenas por todo el cuerpo. Se acercó hasta Göran y le entregó las esposas cerradas.
—Me imagino que querrás que te las devuelva.
Simon se puso el albornoz y cerca de Anna-Greta alguien gritó al hombre de Nåten, que había vuelto a salir a la superficie:
—¡Kalle, que está aquí! ¡Deja de buscarlo!
—¡Hay que joderse! —gritó Kalle desde el agua, y la parálisis colectiva remitió. Se oyeron primero algunas risas y luego el público prorrumpió en aplausos. Aplausos que resonaban por los alrededores como el batir de alas de una bandada de aves levantando el vuelo desde la superficie del agua, parecía que no iban a terminar nunca.
La gente se acercaba a felicitar a Simon como si él fuera su mayor tesoro, por fin rescatado del fondo del mar. Kalle no estaba de tan buen humor cuando consiguió subir al muelle tiritando. Simon, evidentemente, había previsto la situación, puesto que había traído de la caseta una botella de aguardiente, Kronbrännvin, e invitó a Kalle a un par de tragos para que entrara en calor, cosa que hizo. Después de un cuarto de hora era el que con mayor entusiasmo alababa las hazañas de Simon.
La gente se había reunido alrededor de la caseta, en cuyas escaleras se habían sentado los dos hombres. Se reían de Kalle, algo bebido, y de la montaña rusa de emociones que había atravesado en poco tiempo, cuando él extendió el brazo hacia Simon y gritó:
—¡Joder! ¡Este tío estaba atado como... como no sé, y además fui yo quien lo ató! No sé, es para preguntarse si no estaré sentado con un fantasma. —Y agarrando a Simon del hombro le preguntó—: ¿Cómo cojones lo has hecho?
Simon dijo:
—Buuu.
Y todo el mundo volvió a reír.
Anna-Greta seguía con Johan afuera en el muelle. Una vida dedicada al comercio le había enseñado el arte de manipular los sentimientos de la gente, pero parecía que había encontrado la horma de su zapato. La humillación que había planeado sobre Simon cuando estaba atado en el muelle había pesado sobre el ánimo de Kalle, que se había lanzado al agua con un heroísmo innecesario. Luego Simon restableció hábilmente el equilibrio invitando a Kalle a lucirse con una hazaña. Ahora todo era alegría.
«Bien hecho —pensó Anna-Greta—. Perspicaz».
Estaba aliviada, estaba perpleja y estaba enfadada. Sobre todo, enfadada. La habían engañado. Simon había hecho que se comportara como una tonta en medio de la gente. Y aunque parecía que nadie lo había notado, lo sabía ella y era suficiente. Había perdido el control. Habría podido incluso gritar. Afortunadamente no lo había hecho, pero tenía la espina clavada, y estaba enfadada.
—¿Qué cosa, verdad? —dijo Johan.
Anna-Greta asintió escuetamente y Johan se pasó la mano por el pelo y miró hacia donde estaba Simon.
—A mí me parece que es un tipo increíble.
—Hay más gente que sabe hacer eso —dijo Anna-Greta. Al ver que Johan la miraba incrédulo, ella le preguntó—: ¿Y qué fue lo que te dijo... antes?
Johan sonrió misteriosamente, haciendo una mueca con la boca.
—No, nada, no sé.
Anna-Greta le golpeó ligeramente en el hombro.
—¿Qué fue lo que te dijo?
—¿Por qué quieres saberlo?
—No, solo pregunto.
Johan miró hacia las casetas, donde Kalle había empezado con otra cantinela: a todos los que no fueran a ver a Simon a la Casa del Pueblo los tiraría él personalmente al agua. Johan se encogió de hombros.
—Me dijo que no estuviera preocupado. Que tardaría un par de minutos en aparecer para que la sorpresa fuera más grande.
—¿Por qué te dijo eso?
Johan miró a Anna-Greta como si ella le estuviera tomando el pelo.
—Pues para que no estuviera preocupado, claro —respondió escrutando a Anna-Greta, y añadió—: Como estabas tú.
Ella no se molestó ni siquiera en negarlo. Johan la conocía, y era inteligente. En vez de eso, dijo:
—Bueno, creo que ya ha sido suficiente por hoy. ¿Te vienes conmigo a casa?
Johan negó con la cabeza mientras miraba en el agua.
—No, me voy a quedar un rato.
Anna-Greta se ciñó bien la chaqueta alrededor del cuerpo y abandonó el muelle y la reunión. Cuando estaba a mitad de camino de su casa se dio la vuelta y miró hacia el puerto. No recordaba haber visto nunca tanta gente en el muelle, ni siquiera la noche de san Juan.
Johan no seguía en el muelle, seguro que se había unido a los admiradores.
«Bueno, sí —pensó—. Estuvo bien lo de decirle eso a Johan. Ha sido una deferencia por su parte».
Continuó subiendo hacia casa y lo sentía, pero apenas se permitía a sí misma pensarlo.
Pero a mí no me dijo nada
.
Aquella misma tarde Simon se encontraba sentado junto a la mesa del jardín tomando un coñac. Había llegado el último barco de pasajeros y Marita aún no había dado señales de vida. Había algunos jóvenes bañándose en el muelle de los barcos de carga.
Le dolía todo el cuerpo, lo que más las articulaciones de los hombros, que casi se las había dislocado totalmente para librarse de las cadenas. No había sido una liberación muy difícil porque no habían usado apenas cuerda, pero las cadenas estaban inusitadamente bien puestas y había tardado casi un minuto bajo el agua antes de salir. Si no hubiera dispuesto de aquel minuto extra antes de que empujaran el saco, se habría visto obligado a subir directamente a la superficie cuando estaba listo.
Pero había dispuesto de un minuto más, y lo había empleado en nadar por el fondo hasta el muelle más alejado y salir ocultándose detrás de los barcos. Había conseguido el efecto deseado y creía que sus actuaciones en la Casa del Pueblo contarían con un público numeroso.