Y eso fue lo que pasó. El sábado siguiente ya se había corrido la voz sobre los guantes de Anna-Greta y las existencias no fueron suficientes para todos los que querían comprar para ellos mismos o para los compañeros que estaban fuera en las islas. Maja tuvo que hacerse cargo de los guantes y Anna-Greta se concentró en tejer calcetines. Y un jersey, naturalmente.
No hace falta más que un gesto para que el interesado presienta el amor. Y así fue. Al menos, eso fue lo que le pasó a Folke. Cuando consiguió el jersey quiso también unos calcetines. Pero tenían que ser de rayas, así que Anna-Greta tuvo que hacer un par expresamente para él. Después, necesitaba un gorro, claro.
Anna-Greta, que no era tonta, se dio cuenta de lo que pasaba. Folke era bueno y serio, y ella buscó dentro de sí misma algún atisbo de enamoramiento y no encontró ni una pizca. No había nada que hacer. Le siguió la corriente lo mejor que pudo, pero esquivando sus tímidas proposiciones.
Llegó la primavera y su vientre seguía creciendo. La necesidad de prendas de lana cesó y Anna-Greta tuvo que empezar a pensar en otra cosa. Un día de abril, un mes antes de la fecha calculada para el parto, atracó su padre en el puerto con un barco que ella no había visto antes.
Después de acariciarle la barriga y preguntarle qué tal estaba, expuso el verdadero motivo de su visita. Estaba en contacto con un capitán ruso y tenía la posibilidad de hacer un buen negocio si pudiera salir fuera del límite de las tres millas a recoger la mercancía.
—Lo que pasa es que, como tú ya sabrás, yo... estoy algo mal visto en estas aguas.
Sí, Anna-Greta lo sabía. Si los de aduanas advertían la más mínima presencia de su padre, el registro sería inmediato.
—Por eso lo que he pensado es que si tú pudieras llevar el barco, el riesgo sería mucho menor. No pueden reconocer el barco.
Anna-Greta sopesó los pros y los contras. La posibilidad de que la detuvieran no le preocupaba tanto como el dilema moral que suponía iniciarse en la
actividad delictiva
. Por otro lado, ya había gente que la miraba mal a causa de su padre. Tanto daba confirmar sus expectativas.
—¿Cuánto voy a sacar? —preguntó ella.
El padre le miró se reojo el vientre e hizo un gesto teatral.
—Digamos que la mitad de las ganancias. Eso, por ser tú.
—Y ¿cuánto es eso?
—Dos mil, más o menos.
—Entonces, en eso quedamos.
La operación transcurrió sin incidentes. Aunque los días felices del contrabando de alcohol quedaban ya lejos, aún seguía existiendo la cartilla de racionamiento y otras restricciones para la compra de bebidas alcohólicas, y mil litros de vodka ruso siempre encontraban gargantas sedientas.
El transporte se realizó a la antigua usanza. Los bidones se cargaban en una lancha torpedera arrastrada por el barco. Si aparecían los de aduanas cortaban el cable y la carga se hundía junto con una pequeña boya y una bolsa de sal que mantenía la boya hundida. Pasados unos días la sal se disolvía y la boya subía a la superficie. Entonces podían recuperar la mercancía.
Anna-Greta, sentada en la bancada de popa con una mano al frente del timón, alzó la otra mano para despedirse del capitán del barco ruso. Volvió la mirada hacia la proa, donde iba acurrucado su padre, y luego puso rumbo al horizonte. El bebé daba patadas en su vientre y sintió una especie de vértigo. Parecía miedo, pero cuando se paró a pensarlo comprendió lo que era: la sensación de libertad.
En frente, a lo lejos, abarcó con la mirada todo del archipiélago, donde los militares hacían guardia en sus trincheras y la gente trajinaba en sus casas. Todos tranquilos cuidando de lo suyo. Agarró el timón con más fuerza y le plantó cara al viento.
Soy libre. Puedo hacer lo que me proponga
. El niño nació a mediados de abril, una criatura fuerte y sana a la que pusieron de nombre Johan. En verano Anna-Greta invirtió mil coronas del dinero que había ganado en comprarse un barco pequeño. Acababa de ocurrírsele una nueva idea.
Ulla Billqvist cantaba en la radio:
Nosotras las mujeres
firmes debemos estar
,
saludando a nuestros chicos azules
[6]
,
que apostados en los bosques y el mar
por todo el país están
.
Lo cierto era que los chicos azules estaban muertos de aburrimiento en sus islas. Los rusos no introdujeron ni un dedo en nuestras aguas territoriales y los defensores de la patria estaban en los barracones jugando a las cartas, mirando las gaviotas y se aburrían todo lo humanamente posible.
Anna-Greta había hablado con mucha gente y se había cerciorado de qué era lo que hacía falta. Si en invierno lo que necesitaban era calor, en verano lo que hacía falta era diversión. Anna-Greta puso manos a la obra.
Por distintos medios, unos absolutamente legales, otros más dudosos, hizo acopio de artículos de esos que pueden aliviar la soledad y disipar la melancolía: golosinas, pasta de tabaco, cigarrillos, revistas y novelas de aventuras fáciles de leer. Incluso distintos tipos de juegos y rompecabezas. Con la bebida no se atrevió, pero dio a entender a los soldados que si necesitaban bebida en los permisos habría manera de conseguirla.
Después se dedicó a viajar por las islas con días y horarios fijos para vender su mercancía. El negocio le iba bien. Anna-Greta no era vanidosa, pero era consciente de la admiración que causaba entre los hombres. Algunos reclutas se acercaban a comprar solo por estar un rato cerca de ella, charlar un poco y, quizá, en un descuido rozarle la mano.
Ella lo sabía y hasta cierto punto lo explotaba. Pero declinaba todas las proposiciones antes siquiera de que llegaran a ser formuladas formalmente. Ella ya tenía su hombre, y se llamaba Johan. Durante sus salidas para atender el negocio, él estaba en casa de sus abuelos paternos, un arreglo que les iba a todos de maravilla.
Cuando llegó el invierno siguió tejiendo prendas de lana y cuando llegó el verano volvió a salir con el barco.
Bueno, pero ¿cómo fue lo de las botellas de aguardiente?
Aquello no sucedió hasta después de la guerra y tuvo que ver con Folke. No se daba por vencido. A veces, en sus viajes por las islas Anna-Greta se encontraba con Folke, que había ascendido a capitán, y ella siempre procuraba sacar un rato para hablar con él, pero sin infundirle falsas esperanzas.
Después de la guerra Folke dejó el ejército y empezó a trabajar en las aduanas. En un par de años era capitán de uno de los barcos del servicio.
Probablemente con la intención de impresionar a Anna-Greta atracó un día en su embarcadero con el barco de vigilancia aduanera y subió hasta su casa con las charreteras, la visera y todo. Le preguntó si quería acompañarlo a dar una vuelta por el mar, pues tenía que realizar un control.
Ese día precisamente se encontraba allí de visita el padre de Anna-Greta, y Folke y él intercambiaron unas cuantas frases cortesía, con alguna indirecta de por medio. No obstante, para entonces su padre ya había dejado el negocio y no había antipatía de verdad. Su padre se ofreció a quedarse al cuidado de Johan en el caso de que Anna-Greta quisiera salir de excursión con el enemigo.
Fue un viaje relámpago hasta el límite de las tres millas. Folke vivía, como la mayoría de los hombres, con la idea equivocada de que la velocidad puede hacer que se derrita el corazón de una mujer y forzó el barco al máximo desde su puesto en el puente de mando haciendo como si nada. A Anna-Greta le pareció una pequeña fiesta el hecho de navegar tan deprisa, pero nada más.
El buque de carga que se encontraba fuera del límite de las aguas territoriales fue abordado con las habituales fórmulas de cortesía. Y Anna-Greta tuvo la impresión de que todo le resultaba conocido, de alguna manera. Cuando apareció el capitán, supo por qué. Era el mismo capitán ruso que varios años antes les había vendido alcohol a su padre y a ella. Él también la reconoció, pero no hizo ni el más mínimo gesto.
Anna-Greta llevaba algo de dinero, y cuando Folke y sus hombres bajaron a inspeccionar el interior del barco, dijo en voz baja al capitán:
—Cuatro bidones.
El capitán la miró con una mezcla de miedo y fascinación.
—¿Dónde?
Anna-Greta le indicó. En la parte de atrás del barco colgaba un bote salvavidas con toldo.
—Allí. Debajo de la lona.
El capitán cogió el dinero y dio órdenes a sus hombres. Después bajó a las bodegas de su propio buque para entretener a Folke y a los demás mientras sus hombres cargaban la mercancía.
Encontraron lo que esperaban en la bodega del barco, pero no había mucho que hacer del asunto dado que el buque se hallaba en aguas internacionales. Solo se quería tener cierto control de las cantidades y saber si había motivos para aumentar la vigilancia.
Anna-Greta nunca había visto sonreír al capitán ruso, pero sonrió, eso fue lo que hizo al despedir con la mano en alto a Anna-Greta y al barco de la aduana. Sonrió de oreja a oreja.
—Me ha parecido un tipo agradable, a pesar de todo —dijo Folke.
—Sí —respondió Anna-Greta.
Cuando el barco amarró en el embarcadero de Anna-Greta, ella le preguntó si aceptaría que les invitara a tomar café para agradecerles el paseo. Aceptaron encantados y subieron todos en tropel hasta la Chapuza.
Mientras los muchachos hacían carantoñas a Johan, Anna-Greta se llevó a su padre a un aparte y le dijo que en el bote salvavidas había algunas cosas que había que recoger y que podía dejarlas de momento en la caseta de pesca. Su padre se quedó boquiabierto y se le encendieron los ojos. No dijo nada, solo asintió y salió.
Después Anna-Greta se lamentó de que tenía problemas con las grietas de la leñera, en la parte delantera de la casa, ¡qué casualidad! Mientras su padre desaparecía por la otra esquina, ella se llevó a Folke y a sus hombres y escuchó sus sabios consejos sobre lo que debía hacer para reforzar la construcción o para construir otra leñera.
Diez minutos después volvió su padre, y entonces ella agradeció a los hombres sus buenos consejos y les invitó al café prometido.
Cuando el barco abandonó el embarcadero de Anna-Greta, después de que lo despidieran con los brazos en alto, el padre se volvió hacia su hija, que tenía a Johan de la mano, y dijo:
—¡Joder! Esto ha sido lo mejor que he visto en mi vida.
—Ni media palabra.
—No, no.
Un mes más tarde la historia de que Anna-Greta había introducido bebida de contrabando en un barco de las autoridades de aduanas era de dominio público en todo el archipiélago. Su padre seguro que había intentado morderse la lengua, pero eso era imposible; además estaba muy orgulloso de su hija y de la historia en la que él también había puesto su granito de arena.
Al final la historia debió de llegar a oídos de Folke, porque no volvió nunca más a saludar a Anna-Greta. Esta le echó un rapapolvo a su padre por haberse ido de la lengua y menoscabado con ello la reputación de Folke, pero lo hecho, hecho estaba. Lo de arrepentirse no iba con Anna-Greta.
El caso es que embotellaron el aguardiente, y con el tiempo una de aquellas botellas acabó en el aparador en casa de Evert Karlsson, donde ha permanecido desde entonces.
El mago
A Simon le podía haber sonreído la vida a principios de los años cincuenta del siglo pasado. Tenía poco más de treinta años, edad en la que, en el mejor de los casos, lo que se ha sembrado durante la juventud empieza a dar cosecha. Y cosechar, sí que cosechó. Éxito tras éxito.
Durante dos años, él y su mujer, Marita —bajo el nombre artístico de Simon & Simonita—, habían figurado entre los artistas más contratados para actuar en los parques públicos. Los últimos veranos se habían visto obligados a renunciar a algunos contratos porque tenían la agenda de actuaciones completa.
Precisamente aquella primavera Simon se había enterado de que para el otoño iba a poder contar con el contrato más atractivo de todos: dos semanas en octubre en el teatro de variedades Chinavarietén. Lo cual, a su vez, le daría la posibilidad de pedir mayor caché en los parques. Haber actuado en el China era un símbolo de distinción dentro del mundo artístico.
Su programa, en realidad, no era extraordinario: un poco de cartomancia, un poco de leer el pensamiento y trucos con pañuelos. Un número increíblemente rápido de metamorfosis dentro de un baúl y además con señorita aserrada, con la diferencia de que Marita era cortada en tres partes en vez de dos. Un número de escapismo. Nada extraordinario.
Pero ellos tenían una elegancia especial en el escenario. La voz y los movimientos contenidos de Simon al lado de los gráciles y ligeros pasos de Marita creaban una especie de danza de la que era difícil apartar los ojos. Además, Simon era apuesto y Marita... bueno, Marita era una auténtica belleza.
La revista
Se och Hör
hizo un reportaje «En casa de...» y el fotógrafo no podía dejar de hacerle fotos a Marita en diferentes poses: al lado del sillón, del tocadiscos o sujetando la tapa de una cacerola mientras miraba el interior del recipiente con gesto entusiasmado.
Todo debería haber sido fantástico, pero no lo era. Simon era francamente desdichado y, como ocurre a menudo, el origen tanto de su éxito como de su desdicha era el mismo: Marita.
Simon tenía cierta tendencia a darle vueltas a las cosas. Eso le venía bien cuando se trataba de analizar a fondo un número de magia, por ejemplo. Observar detenidamente un efecto para averiguar cómo podía acentuarlo. Él fue, entre otras cosas, el primero en utilizar la motosierra para realizar el número de la mujer aserrada. La mayoría de los ilusionistas hacían mucho espectáculo del hecho de dar vueltas por el escenario con las partes cortadas. Simon lo había estado pensando detenidamente y había llegado a la conclusión de que lo importante no eran las partes cortadas, sino el propio
corte
.
La hoja grande de serrar que se utilizaba normalmente se veía como parte del atrezo. Sin embargo, combinar la elegancia de su propia aparición y la fragilidad etérea de Marita con la cruda carnosidad de una motosierra quizá pudiera lograr el efecto deseado.
Y así fue. En una actuación se desmayaron un par de personas cuando Simon puso en marcha la motosierra. Afortunadamente se encontraba un reportero en la sala y la noticia se convirtió en una publicidad estupenda. A aquello habían conducido las cavilaciones de Simon en torno al número de la mujer aserrada.