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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (10 page)

El vino le había dejado un sabor a fruta podrida en la boca y se bebió medio litro de agua directamente del grifo para enjuagarse la boca. El agua no sabía mejor. Probablemente se habría filtrado agua salada en el pozo, porque tenía un sabor denso, metálico. Anders se mojó la cara y se secó con el paño de la cocina.

Sin pensárselo dos veces fue al dormitorio y cogió el cubo con las cuentas de plástico, después se sentó a la mesa de la cocina y fue cogiendo cuentas y poniéndolas en la plancha. Hizo primero un corazón de color rojo. Después otro corazón azul alrededor del primero. Luego uno amarillo, y así sucesivamente. Como si fueran muñecas rusas, fue haciendo corazones en capas, una por fuera de la otra. Cuando llegó al borde, se levantó y echó leña a la cocinilla.

Las cuentas que había utilizado para construir su plancha de corazones no habían reducido sensiblemente el nivel de piezas del cubo. Tenía muchas cuentas y muchas planchas. Lo que le habría gustado tener era una plancha más grande. Para poder hacer un cuadro entero.

Si las junto
...

Sacó la sierra fina de la caja de herramientas y empezó a trabajar. Después de serrar los bordes de nueve placas los lijó con papel de lija hasta conseguir una superficie lisa en la que pudiera fijar bien el pegamento. El trabajo absorbió totalmente sus pensamientos y ni siquiera advirtió que la madrugada estaba empezando a clarear sobre el mar.

Solo cuando tuvo los bordes lisos y se levantó a buscar un tubo de pegamento, Epoxylim, sin estrenar, que él sabía que tenía que haber en algún sitio, echó un vistazo a través de la ventana de la cocina y vio que el sol de la mañana había hecho palidecer la luz del faro de Norrudden.

Mañana. Café
.

Fregó lo peor de los restos de cal de la jarra y echó agua en el depósito de la cafetera. En la despensa encontró un paquete abierto de café del que probablemente se había evaporado todo el aroma. Para compensarlo puso el doble de café de lo normal y encendió la cafetera.

Encontró el pegamento y dedicó otra media hora a limar bien los bordes y pegar las planchas. Los rayos del sol penetraban oblicuos a través de la ventana de la cocina cuando él se dispuso a contemplar su obra.

Nueve planchas con espacio para cuatrocientas cuentas cada una estaban ahora ensambladas. Una superficie blanca, granulosa, a la espera de sus tres mil seiscientas cuentas de colores. Anders asintió. Estaba satisfecho de sí mismo. Ahora tenía algo que hacer.

Pero ¿qué voy a hacer?

Mientras se fumaba un cigarrillo y probaba un sorbo de café, que efectivamente parecía más una quimera que una taza de café, observó la superficie blanca tratando de encontrar un dibujo que pudiera componer allí.

Podía hacer alguno de las representaciones salvajes del mar de Strindberg. Sí. Pero no había suficientes matices para eso. Algo más simple, como el dibujo de un niño. Vacas y caballos, casas con chimenea. Pero eso no era ningún reto.

El dibujo de un niño
...

Se quedó mirando el faro de Norrudden mientras rebuscaba en su memoria. Después retiró la taza de café y empezó a buscar en los cajones. No tenía ni la más remota idea de qué había sido de la cámara.

La encontró en el cajón de los trastos, cajón al que iban a parar todas las cosas que a lo mejor podían servir para algo. El indicador mostraba que se habían sacado doce fotografías. Con la punta de un lápiz apretó el botón de rebobinar y el motor de la cámara empezó a dar vueltas, despacio y chirriando, protestando. La pila se estaba acabando. Se oyó un clic y el motor empezó a ir más rápido cuando daba vueltas sin carrete. Anders sacó el carrete y se sentó de nuevo junto a la mesa.

Cerró la mano alrededor del pequeño cilindro que estaba frío de haber permanecido en el cajón. Ahí dentro estaban. Las últimas fotografías de una familia. Lo calentó con la mano, calentó a esas personas pequeñas sobre el hielo que pronto iban a ser víctimas de algo terrible.

Cogió el carrete entre los dedos índice y pulgar, lo observó como si pudiera ver algo de lo que había dentro. Una corazonada le dijo que lo dejara estar, que dejara a aquella familia ahí dentro, ignorante para siempre de lo que iba a pasar. Que no la dejara salir y la mezclara en la mierda que era la vida ahora. Que la dejara en paz en su pequeña cápsula de tiempo.

Alguien nos odia

Simon estaba sentado a la mesa de la cocina con la primera taza de café de la mañana al lado sin quitar ojo de la caja de cerillas medio abierta. Allí estaba la larva negra, inmóvil, pero Simon sabía que estaba viva.

Permanecía con los labios apretados reuniendo saliva en la boca. Cuando tuvo suficiente la dejó salir entre los labios y caer en la caja. La larva se movió débilmente, como soñolienta, cuando el escupitajo cayó sobre su piel reluciente y Simon, sentado, observaba cómo iba absorbiendo la saliva, cómo la chupaba y desaparecía.

Simon había llegado a comprender que aquel era un rito matinal, tan necesario como hacer pis o tomarse un café.

Unas semanas después de que el Spiritus estuviera a su cargo, Simon dejó la caja una mañana en el cajón de la cocina sin escupir en ella y cogió el barco para ir a la península a hacer unas compras. Ya al zarpar sintió el sabor en la boca. Se hizo más fuerte durante la travesía. Un sabor a madera vieja o a nueces podridas le inundó la boca, penetró en la sangre y se le extendió dentro de los músculos.

Al reducir la velocidad para atracar en el muelle de Nåten, vomitó en el suelo. Él sabía por qué le pasaba eso, pero se negó a aceptarlo y continuó hacia el muelle lo más despacio que pudo. Cuando el barco golpeó contra un poste, fue como si el cuerpo se le diera la vuelta igual que un guante. Vomitó hasta que ya no salía más que bilis.

Era un malestar más grande que el que el cuerpo es capaz de producir por sí mismo, una reacción séptica propia de un envenenamiento agudo. Mientras el estómago se le retorcía a causa de las convulsiones, Simon se acurrucó en el banco de popa y consiguió dar la vuelta al fueraborda de manera que la proa miró de nuevo hacia Domarö.

Estaba convencido de que iba a morir y permaneció todo el camino de vuelta a Domarö acurrucado en posición fetal, mientras de su interior salían eructos húmedos y profundos como los de un corzo cabreado, y su cuerpo se descomponía.

No fue capaz de atracar, encalló el barco en la playa y se arrastró de rodillas por el agua poco profunda, por las piedras de la playa y por el césped hasta que llegó a casa. Cuando sacó la caja de cerillas del cajón tenía la boca tan seca de tanto vomitar que tardó un par de minutos en reunir la suficiente cantidad de saliva viscosa para poder dar al Spiritus lo que el Spiritus estaba exigiendo. La recuperación total llegó al cabo de varios días, cuando su cuerpo se sintió fuerte de nuevo.

Desde aquella vez tuvo buen cuidado de escupir en la caja de cerillas cada mañana. No sabía en lo que acabaría el pacto que había sellado, pero sabía que estaba obligado a cumplirlo mientras estuviera vivo.

¿Y después?

Después él no sabía más. Pero se temía lo peor, en alguna de sus formas. Y se arrepentía. De no haber echado al Spiritus del muelle aquella vez. Al mar al que pertenecía. Se arrepentía de ello. Pero ya era demasiado tarde.

Simon tomó un sorbo de café y miró a través de la ventana. El cielo estaba tan alto y tan despejado como solo puede estarlo en otoño, algunas hojas amarillas de abedul revoloteaban hasta el suelo. Nada indicaba que pronto iba a llegar una tormenta, pero Simon lo sabía, lo mismo que sabía muchas otras cosas. Dónde había agua en el suelo, cuándo se iba a helar el mar, cuánta agua iba a caer.

Después de tomarse el café y fregar la taza, Simon se puso las botas altas y salió. Esta era una de las costumbres de los isleños que él había adoptado: botas altas de goma en cualquier ocasión. Uno nunca sabía cuándo tendría que salir chapoteando y lo mejor era ir preparado.

Con suerte, hoy habría llegado el correo y la prensa con el primer barco —lo cual no ocurría casi nunca—, y, si no, siempre había algunos viejos junto a los buzones que tampoco tenían nada mejor que hacer que ir a comprobarlo.

De camino hacia los buzones echó una ojeada a lo largo del camino que iba a la Chapuza. Allí había mucho que hacer, y quizá eso le viniera bien a Anders. Tener las manos ocupadas en algo es un buen remedio contra los pensamientos sombríos, eso lo sabía él por experiencia propia. Durante los peores periodos con Marita, su primera mujer, los ejercicios con barajas, pañuelos y otras cosas fueron los que evitaron que cayera en la desesperación.

Con Anna-Greta fue distinto, desde luego. Ahí, lo que había ahuyentado con los trucos de cartas fue más que nada la melancolía.

Por lo que él sabía, Anders no tenía ningún hobby con el que entretenerse, así que los desconchones de la pintura, la maleza que crecía en su terreno y la leña que tenía que cortar podrían muy bien servirle de ayuda.

Ya a cien metros de distancia vio que ese día el corro de conversación al lado de los buzones lo formaban Holger y Göran. Eran inconfundibles. Holger, encogido y amargado por los desengaños, que empezaron ya en su juventud; Göran aún conservaba su buen porte después de más de cuarenta años de servicio en la Policía.

Pero ¿qué demonios...?

Los dos hombres estaban inmersos en una tremenda discusión. Holger sacudía la cabeza y apuntaba con una mano hacia el mar, Göran daba patadas en el suelo como si estuviera enfadado. Pero no era eso lo que resultaba extraño.

Los buzones habían desaparecido.

La pared de la tienda, cerrada por cese de temporada, estaba completamente vacía. Solo seguía colgado el buzón amarillo del correo saliente, y hasta ese tenía un aspecto extraño.

¿Habrán suprimido el reparto del correo?

Simon comprendió al acercarse que el problema era de otra naturaleza; a diez metros de la tienda pisó los primeros trozos, que eran más abundantes a medida que se acercaba. Trozos de plástico y trozos de madera, fragmentos de los buzones que hasta el día anterior habían estado colgados en la pared. El buzón de chapa amarillo para el correo saliente estaba abollado y torcido.

Holger, en cuanto lo vio acercarse, soltó:

—Bueno, aquí viene también el de Estocolmo. Este no creo que vaya a darnos la razón.

Simon se incorporó al mosaico multicolor de trozos de plástico.

—¿Qué es lo que ha pasado?

—¿Qué es lo que ha pasado? —repitió Holger—. Yo te voy a decir lo que ha pasado. Esta noche cuando estábamos durmiendo han llegado con su barco cuatro gilipollas de la capital y han destrozado nuestros buzones porque no tienen nada mejor que hacer.

—¿Y eso por qué?

Holger lo miró como si no diera crédito a sus oídos. Esa era su reacción habitual ante todo lo que él considerara que ponía en duda sus tesis y, como siempre, comenzó la respuesta repitiendo la pregunta para poner en evidencia lo tonta que era.

—¿Y eso por qué? ¿Crees que esos necesitan algún
motivo
? A lo mejor no han encontrado sitio en el muelle, o puede que estén descontentos con el número de horas de sol del verano pasado, o, sencillamente, les parece que destrozar es lo más divertido que hay y, si me lo preguntas, te diré que se trata de esto último. Eso es lo que me encabrona.

Holger se dio media vuelta y bajó cojeando hasta el muelle de los cargueros, donde Simon vio que Mats, el tendero, estaba esperando al barco de pasajeros.

Simon se volvió hacia Göran y le preguntó:

—Pero, en realidad...

Göran contempló el destrozo a su alrededor sacudiendo la cabeza.

—En realidad no tenemos ni idea. Puede haber sido cualquiera.

—¿Alguien de la isla?

—No sospecho de nadie. Pero nunca se sabe.

—¿Y nadie ha oído nada?

Göran hizo un gesto con la cabeza apuntando hacia el muelle.

—Mats oyó algo y luego, un motor que arrancaba. Pero no sabe si era un fueraborda o una moto. El viento soplaba del otro lado.

—Pero tiene que haber sido un... ruido tremendo.

—No lo sé —dijo Göran recogiendo unos trozos verdes y grises y mostrándoselos a Simon—. Mira estos pedazos. ¿Qué te hacen pensar?

Los trozos que Göran tenía en la mano, triángulos y rombos, presentaban las aristas afiladas. Los restos que había en el suelo también eran bastante grandes. Nada de añicos.

—No parecen rotos a golpes.

—No, ¿verdad? Más bien,
cortados
. Con un cuchillo afilado o algo similar. Y mira aquí.

Göran señalaba el buzón de chapa. Estaba abollado y torcido, pero las abolladuras tenían ángulos agudos en el centro en los cuales relucía el metal desnudo. Aquellos abollones no se habían hecho a golpes, sino a cuchilladas. Alguien había estado dando tajos en el buzón con un cuchillo grande.

Simon meneaba la cabeza.

—¿Por qué iba a hacer alguien una cosa así?

Göran vaciló antes de contestar como si quisiera expresarse correctamente. Finalmente dijo:

—Mi experiencia acerca de este tipo de cosas... me dice que se hacen porque se siente odio.

—En ese caso, ¿hacia qué sienten, o siente, odio?

—Hacia nosotros.

Simon volvió a mirar los fragmentos del suelo, el buzón de chapa abollado. Cólera. Todos los buzones de correos representaban a personas de la isla. Cada buzón, una prolongación de la persona a la que pertenecía. Un nombre.

Göran se encogió de hombros.

—O sea, puras ganas de destrozar. ¿Qué sé yo? A veces pasa eso. Pero no es lo más frecuente. ¿Y qué hacemos con todo esto ahora?

Desmanes y desviaciones violentas fuera de lo normal tienen cierta tendencia a caer en tierra de nadie. Nadie es culpable, nadie es responsable. Con lo cual es fácil que tengan que ser dos viejos, que casualmente pasaban por allí, los que tengan que arreglarlo todo. Göran se agachó y empezó a recoger, Simon fue a buscar el cubo de la basura que había al lado de las escaleras de la tienda. Después, los dos recogieron los pedazos. Cuando llenaron el cubo, Göran bajó hasta el puerto a buscar un bidón vacío. Mientras tanto Simon se sentó en las escaleras y se secó el sudor de la frente.

¡Qué absurdo! Tantas molestias solo porque alguien siente... odio
.

Hizo una mueca y se frotó los ojos.

¡Ah! No hay límite para las desgracias que pueden sobrevenir si alguien odia lo suficiente. Más bien deberíamos estar agradecidos si todo queda en lo de los buzones
.

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