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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (9 page)

Nada
.

No había nada, lógicamente. La luz del faro parpadeaba sobre la cama de matrimonio, que estaba enfrente de la puerta. Todo estaba como debería estar. Sin embargo, él buscó a tientas al otro lado del marco de la puerta el interruptor de la luz para encenderla antes de entrar. El plafón del techo se encendió.

La cama de matrimonio estaba hecha, la funda blanca de falso satén que cubría el edredón resplandecía y reflejaba la luz sobre las paredes de madera de color azul claro, el cuadro de escaso valor que representaba un mar encrespado con una nave en peligro, colgado encima de la cama.

Anders se acercó a la ventana. El faro de Norrudden parpadeaba sobre la bahía. Un solo faro en el puerto alumbraba el muelle de los cargueros y los barcos que cabeceaban en los muelles de al lado. No se veía a nadie. En los intervalos oscuros se veían breves destellos de Gåvasten, el maldito faro de Gåvasten.

Vio reflejada en el cristal oscuro la pared de enfrente. El armario, la cama de Maja. Estaba deshecha, como ellos la habían dejado. Ni Cecilia ni él habían sido capaces de estirar el edredón y borrar las últimas huellas de la niña que había dormido allí. Anders se estremeció. Parecía como si debajo del edredón doblado pudiera caber un cuerpo. Se volvió.

Una cama. Una cama deshecha. Nada más. Una pequeña cama, deshecha. El almohadón con la figura de Bamse
[3]
llevando un montón de tarros de miel. Ella estaba suscrita. La revista había seguido llegando. Él la leía. La leía en voz alta, como solía hacer antes, aunque ya no escuchaba nadie.

Fue y se sentó en la cama de la niña, contempló su habitación. Se acurrucó. Se acurrucó un poco más. Empezaba a dolerle el pecho, el nudo que crecía. Vio el cuarto con los ojos de la niña, como ella lo había visto.

Ahí está la cama grande, en ella duermen papá y mamá, yo puedo ir allí si tengo miedo. Esta es mi preciosa cama, este es Bamse. Tengo seis años. Me llamo Maja. Sé que me quieren
.

—Maja... Maja...

La angustia que sentía en el pecho era tan grande, que no podía deshacerse en llanto y le estaba absorbiendo. Él no tenía ninguna tumba a la que acudir, nada que simbolizara a Maja. Solo esto. Este lugar. No se había dado cuenta de ello hasta ese momento. Estaba sentado en su tumba, en su sepultura. Tenía la cabeza hundida entre las piernas.

Debajo de la cama, esparcidas por el suelo, había algunas perlas de plástico de Maja. Veinte, quizá treinta cuentas. Le gustaba hacer collares, planchas de cuentas, ese había sido su entretenimiento favorito. Tenía un cubo lleno de todos los colores imaginables, que ahora permanecía debajo de la cama.

Además de las que había esparcidas por el suelo.

Anders recogió algunas cuentas, las contempló cuando las tuvo en la mano. Una roja, una amarilla, tres azules.

Y un recuerdo más del último día: él estaba de rodillas delante de esa cama, con la cabeza inclinada sobre el colchón, buscando su olor entre las sábanas, lo percibió y la tela absorbió sus lágrimas.

Había estado de rodillas. Estuvo de rodillas dando vueltas a la cama buscando el olor de su hija. Sí. Pero entonces no aparecieron perlas debajo de sus rodillas. Mucho había olvidado de su vida durante los años que siguieron, mucho permanecía en tinieblas, pero su último día aquí lo tenía grabado a fuego. Con nitidez. No sintió la presión de ninguna cuenta bajo su piel.

¿Seguro?

Sí. Seguro.

Se tiró al suelo y miró debajo de la cama. El cubo transparente con las cuentas estaba en la parte de fuera. Las cuentas ocupaban dos terceras partes del cubo. Metió la mano en el cubo y la sintió rodeada de cuentas, las revolvió. Cuando sacó la mano se le habían quedado pegadas algunas.

Ratas. Ratones
.

Hundió las dos manos en el cubo, sacó un puñado y dejó caer las cuentas entre los dedos. No había cagadas de ratón. Los ratones no podían ni pasar por un cajón de la cocina sin dejar una cagada.

Volvió a meter el cubo debajo de la cama y observó el suelo alrededor. Las veinte o treinta cuentas que había tiradas estaban todas alrededor de la cama. Se tiró al suelo, registró los rincones, a lo largo de los listones del zócalo. No había cuentas. Debajo de la cama de matrimonio había un montón de pelusas, pero nada más.

Espera un momento
...

Se volvió a meter debajo de la cama de Maja y miró lo que había. Detrás del cubo de cuentas había una caja sin tapa con piezas de construcción, al lado había un muñeco de Bamse. Sacó la caja con las piezas. Una capa de polvo cubría los fragmentos de colores. Ya no podía comprobarlo porque había movido la cuentas del cubo, pero juraría que sobre estas no había polvo.

Estaba sentado en el suelo con la espalda apoyada en la cama de Maja. Fijó la mirada en el armario. Era un armatoste, fijado a la pared, que había hecho el abuelo de Anders con la misma falta de habilidad que caracterizaba el resto de la casa. Medía aproximadamente un metro de ancho y estaba construido con bastos tablones de madera de desecho. Tenía la llave puesta en la cerradura.

El corazón empezó a latirle con fuerza de nuevo y notó sudores fríos en las manos. Él sabía que la puerta del armario tenía un tirador en la parte interior. A Maja le gustaba sentarse allí dentro debajo de la ropa y jugar a que...

Ya basta. Ya basta
.

Se mordió los labios, contuvo la respiración. Escuchó. Solo se oía el rugido del mar contra las rocas, el viento en las copas de los pinos y el latido de su propio corazón zumbándole en los oídos. Miró el armario, la llave. Esta se movió.

Anders se puso de pie y se apretó las sienes con las manos. Le había empezado a temblar la mandíbula inferior.

La llave no se movía. Claro que no se movía.

Basta. Basta
.

Salió de la habitación sin volver la cabeza, apagó la luz y cerró. Tenía los dedos helados y le castañeteaban los dientes. Echó unos leños grandes en la chimenea, luego estuvo sentado un buen rato calentándose las manos, el cuerpo.

Cuando se sintió más tranquilo, abrió la maleta y sacó un brik de vino tinto, abrió la tapa y se bebió un tercio del contenido. Miró hacia la puerta del dormitorio. Aún seguía sintiendo el mismo miedo.

Se había apagado el fuego de la cocinilla. La importaba un bledo, cogió su paquete de tabaco y una copa, volvió al calor seguro de la chimenea, fumó y se bebió el vino que quedaba. Cuando se lo terminó arrojó el cartón al fuego y fue a por otro.

El vino funcionaba como debía. Deshacía los nudos de los músculos y dejaba flotar libremente los pensamientos, sin pararse en ningún objetivo concreto. Cuando iba por la mitad del segundo brik se levantó y contempló el mar con la copa en la mano. Allá fuera, a lo lejos, parpadeaba el faro de Gåvasten.

—Salud, hijo de puta. Salud, hijo de la gran puta.

Vació la copa y empezó a mecerse al compás de la luz del faro.

El mar. Y, nosotros, los hombres, como pobres diablos con nuestras pequeñas luces titilantes
.

Se avecina una desgracia

A las tres y media despertó a Anders alguien que golpeaba la puerta. Él abrió los ojos y permaneció quieto en el sofá y se apretó la manta alrededor del cuerpo. El cuarto estaba a oscuras. La luz del faro entraba dando vueltas y el suelo se movía. Le pesaba la cabeza.

Permaneció con los ojos abiertos de par en par preguntándose si había oído mal, si había sido un sueño. La luz del faro dio otra vuelta. Y otra más. Esta vez el suelo se quedó quieto. Oyó a sus espaldas que había empezado a levantarse viento. El mar se lanzaba contra las rocas y entraba aire frío a través de las rendijas de la casa.

Acababa de cerrar los ojos para tratar de quedarse otra vez dormido, cuando volvió a oír golpes. Tres golpes fuertes en la puerta de la calle. Se incorporó rápidamente en el sofá y buscó instintivamente un arma. Había algo aterrador en aquellos golpes cortos, violentos.

Como si... como si
...

Como si llegara alguien a buscarlo. Alguien con una orden. Alguien que tuviera derecho a detenerlo. Estaba con las piernas preparadas para saltar. Se deslizó del sofá, se arrastró hasta la chimenea y agarró con fuerza el atizador.

Permaneció de pie con el atizador en alto esperando que volvieran a repetirse los golpes. No se oyó nada más que la incipiente furia del mar, el crujido de una rama medio rota retorciéndose con el viento.

Tranquilízate. A lo mejor solo es
...

¿Solo es qué? ¿Un accidente, alguien que necesita ayuda? Sí, eso era lo más probable, y ahí estaba él preparado como para la invasión de un poder oculto. Dio unos pasos hacia la puerta de la calle, aún con el atizador en la mano.

—¿Sí? —gritó—. ¿Quién es?

El corazón se le salía del pecho y sentía como si algo le presionara la cabeza desde el exterior.

Estoy mal de la cabeza
.

Alguien había encallado el barco, se le había parado el motor en mitad del vendaval y se había agarrado a sus rocas, quizá estuviera al otro lado de la puerta, mojado y muerto de frío.

Pero ¿por qué da unos golpes tan fuertes?

Sin encender ninguna lámpara que pudiera deslumbrarlo, Anders se deslizó hasta la ventana de la entrada y miró afuera. No había nadie en el porche, por lo que pudo ver. Encendió la luz exterior. Allí no había nadie. Abrió la puerta y echó un vistazo.

—¿Eh? ¿Hay alguien ahí?

El columpio de Maja se balanceaba hacia delante y hacia atrás con el viento, las hojas secas se arremolinaban en el patio. Quitó el seguro de la puerta y salió al porche, cerró la puerta y abrió bien los ojos, miró a uno y otro lado, aguzó el oído.

Le pareció oír el ruido de un motor procedente del pueblo. Un pequeño fueraborda o una motosierra. Pero ¿quién iba a estar afuera con el barco a esas horas? ¿Quién iba a estar talando árboles en mitad de la noche? Claro que también podía tratarse de una moto, pero la pregunta seguía siendo la misma en ese caso.

El columpio de Maja le hizo sentirse mal. Balanceándose hacia delante y hacia atrás como si alguien estuviera sentado en él columpiándose, alguien a quien él no podía ver. El viento hizo que el frío le penetrara en el pecho y en el estómago cuando dio unos pasos desde la puerta y dijo al vacío:

—¿Maja?

No hubo respuesta. Ningún cambio en el movimiento violento del columpio. Bajó el atizador y se pasó la mano que tenía libre por la cara. Estaba aún borracho. Borracho y completamente despierto. El ruido del motor —si es que había sido eso— había cesado. Solo se oía el roce de las ramas medio rotas.

Volvió hasta la puerta y la revisó por fuera. No había ningún rastro de la persona que había llamado. Le temblaban las comisuras de los labios.

Yo sé lo que significa esto
.

Su abuela paterna le había contado que una vez su padre había pasado la noche en una caseta en una isla más apartada. Tenía «un asunto», que era el eufemismo habitual para referirse al contrabando de bebidas alcohólicas. Probablemente había concertado un encuentro al amanecer con algún buque de carga estonio fuera del límite de las tres millas y le pareciera que lo más seguro era pasar la noche en aquel islote.

A media noche despiertan al padre unos golpes en la puerta. Se trata de una sencilla puerta de caseta y con los golpes el picaporte casi se sale del resbalón. Él cree que son los de la aduana, que le han seguido la pista, pero esta vez han irrumpido demasiado pronto. Él no tiene nada que le puedan embargar y no le supone ningún problema explicar por qué pasa allí la noche —lleva consigo la escopeta de perdigones para despistar—. Con toda tranquilidad va y abre la puerta.

Allí no hay nadie. No hay un alma por allí cerca y en el muelle solo está su barco de pesca. No obstante y para mayor seguridad se mete en el bolsillo el dinero con el que pensaba pagar la bebida y se da una vuelta alrededor del islote. Con la escopeta en la mano. Consigue espantar a un par de eíderes en un cañaveral, pero nada más.

Al amanecer se dirige al punto de encuentro. Después de unas millas náuticas divisa el carguero, que ha echado el ancla justo fuera del límite.

Entonces se oye un estruendo.

Al principio cree que es su propio motor diésel, del tipo Herbert Akroyd, pero se da cuenta de que el estruendo ha tenido un eco demasiado profundo, que ha llegado desde fuera. Coge los prismáticos y observa el buque de carga con el que se va a reunir.

Algo le ha pasado. Al principio no puede ver de qué se trata, pero cuando se acerca observa que el buque ha escorado y se está hundiendo. Cuando llega allí, ya no hay nada a lo que llegar. Otea la superficie del mar con los prismáticos, pero no hay nada que ver.

—Cuatro hombres y al menos mil litros de aguardiente se fueron al fondo —contaba su padre después. Eso era lo que quería anunciar, el que dio los golpes en la puerta. Que se avecinaba una desgracia.

La abuela de Anders había referido la historia con esas mismas palabras, y desde entonces esa expresión le había rondado a Anders por la cabeza cuando tenía que describir algo. La recordó ahora, al observar la puerta en la que no se veía ningún rastro de la persona que había dado los golpes.

Se avecina una desgracia
.

Anders alzó la vista hacia los pinos, cuyas copas agitadas por el viento desaparecían en la oscuridad, donde no llegaba la luz de la lámpara. Una chapa suelta de la leñera golpeó una sola vez como para subrayarlo.

Se avecina una desgracia
.

Anders no pudo dormir más. Encendió la cocinilla de leña, se sentó junto a la mesa y se quedó con la vista clavada en la pared. Sentía como si tuviera la cabeza llena de papilla templada envuelta paradójicamente en una membrana de lucidez. Podía pensar claro, pero no profundo.

El viento silbaba alrededor de las paredes y Anders tiritaba de frío. De pronto se sintió
en peligro
. Como un niño no deseado en medio del bosque. En peligro. Su casa pequeña y quebradiza estaba sola, expuesta en el promontorio. El profundo mar presionaba hacia arriba extendiendo sus brazos. El viento se abatía a su alrededor, estiraba sus músculos y buscaba la manera de penetrar.

Se avecina una desgracia. Vienen a por mí
.

No sabía
qué
era. Solo que era fuerte, grande y que venía a por él. Que sus fortalezas eran frágiles.

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