—Voy a dar un paseo —dijo.
Anna-Greta hizo un gesto señalando al frigorífico.
—¿No te llevas algo de comida?
—La cojo después. Gracias por el café. Y por la historia.
Anders encendió un cigarrillo en el porche y echó a andar por la vereda del jardín. Al pasar por el sendero que iba hacia la casa de Simon se detuvo y dio una calada profunda.
Por aquí fue corriendo papá con la escopeta de aire comprimido. Y sin escopeta de aire comprimido
.
La escopeta estaba aún en un armario en la Chapuza y él la había probado alguna vez de pequeño. Pero tenía el cañón algo suelto y la presión era tan mala que los perdigones a menudo se atascaban en la boca del cañón. Se había preguntado en alguna ocasión por qué la guardaría su padre. Ahora lo sabía.
Las hojas crujían o caían a su alrededor y la llovizna le mojaba el pelo mientras caminaba en dirección a la tienda. El barco de pasajeros estaba dando marcha atrás para salir del puerto tras haber dejado en el muelle a un pequeño grupo de escolares. Una niña de unos siete años venía corriendo hacia él con la mochila saltándole impetuosamente contra la espalda. Era Maja...
Maja, no
.
... que por fin había vuelto...
No es Maja
.
... y tuvo que contenerse para no ponerse de rodillas y dar la bienvenida a la niña cogiéndola en sus brazos.
Pero podía haber sido Maja. Cada niña de siete, ocho años podía haber sido Maja. Aquel pensamiento lo hundió en la desesperación los primeros seis meses después de su desaparición. Todos los niños que podían haber sido Maja pero no lo eran. Miles de rostros impetuosos, alegres y tristes, pequeños cuerpos en movimiento y ni uno de ellos era el
correcto
. Justo su niña, y solo ella, había sido apartada y ya no estaba.
Él la había querido tanto... Debería haber sido otro el que desapareciera. Alguien no querido. La niña pasó a su lado y él se volvió; vio alejarse su mochila con el dibujo de Bamse hacia el sur del pueblo.
Deberías haber sido tú
.
Anders había puesto punto final a su carrera de maestro cuando Maja desapareció, y le daba igual. No podría trabajar nunca con niños, porque se sentía dividido. Su primer impulso era quererlos y abrazarlos a todos, el segundo detestarlos, únicamente por el hecho de que estuvieran vivos.
En la pared de la tienda colgaban ya de los ganchos unas cuantas bolsas, unos pocos buzones, nuevos y viejos, y un par de cubos con tapa en las que habían escrito con rotulador el número de buzón. Anders recordó que tenía que colgar allí algo en un par de días, antes de que le llegaran las fotos.
El muelle de pasajeros estaba vacío y las cabrillas blancas corrían sobre el mar sin saltar, el viento agitaba las bolsas de plástico contra la pared de la tienda. Se escuchaba un chirrido extraño. Anders aguzó el oído para tratar de identificar el sonido. Venía de la escalera de acceso a la tienda, o de detrás de ella.
Fue hasta allí, y no pudo comprender por qué se asustó tanto cuando vio de dónde procedía el ruido. Dio un paso atrás y jadeó, el vello de los brazos se le erizó. Se trataba del muñeco de los helados GB.
El muñeco de la publicidad de helados GB estaba montado con muelles sobre un bloque de cemento y el viento lo hacía chirriar al balancearse adelante y atrás. El muñeco solía estar colocado delante de la tienda, pero ahora que estaba cerrada lo habían guardado allí. Al contemplar aquella sonrisa de oreja a oreja, a Anders se le aceleró el pulso, se le entrecortó la respiración. Se colocó las manos alredor de la boca e intentó respirar profundamente.
Solo es el muñeco de los helados GB. No es peligroso
.
Eso era lo que le había dicho. A Maja. Era Maja la que tenía miedo del muñeco de los helados, no él.
Todo empezó como una broma. A Maja le daban mucho miedo los cisnes. No los cisnes del mar, lo cual quizá habría sido natural. Incluso Anders les tenía cierto respeto. No, Maja tenía miedo de que entrara algún cisne por la puerta o por la ventana cuando se acostaba y estaba a punto de quedarse dormida.
Como Maja siempre se alegraba al ver el muñeco de los helados —significaba la posibilidad de tomar un helado—, Anders intentó hacer una broma para quitarle el miedo, y le dijo:
—Los cisnes no son peligrosos, no tienes que tener miedo de ellos. No son más peligrosos que... el muñeco de los helados. Y tú no estás asustada pensando que el muñeco de GB vaya a entrar aquí, ¿a que no?
Maja siguió teniendo miedo de los cisnes, pero le empezó a dar aún más miedo el muñeco de los helados. A ella nunca se le había ocurrido pensar que el muñeco de GB pudiera esconderse debajo de su cama o colarse por el resquicio de la puerta con aquella sonrisa pegada en la cara. Anders llegó a arrepentirse de haberle dicho aquello. A partir de esa noche tuvo siempre que abrir la ventana del dormitorio de Maja y asegurarse de que el muñeco no andaba por allí afuera. La cama de Maja era muy baja, evidentemente no podía caber un león allí abajo. Pero el muñeco de los helados, plano como era, cabía.
Y el muñeco de los helados aparecía por todas partes. Estaba en el mar cuando ella se iba a dar un baño, se escondía en las sombras. Él era la encarnación de todos los miedos.
Ahora lo tenía delante, chirriando detrás de la escalera de la tienda, y a Anders le invadió un pánico inexplicable. Se forzó a sí mismo a mirar fijamente al muñeco a los ojos, pese a que tenía tanto miedo que solo quería salir corriendo de allí.
A casa. A beber vino
.
Aunque probablemente todo fuera por culpa del alcohol. Estaba de los nervios. Hipersensible. Podía asustarse por cualquier cosa. Pero se puso firme. No se iba a ir a casa a beber. Se iba a quedar mirando fijamente el muñeco de los helados hasta que ese cabrón agachara la mirada o dejara de ser peligroso.
El muñeco de GB seguía meciéndose hacia delante una y otra vez, como si estuviera preparándose para atacar. Anders no le quitaba los ojos de encima. Se estaban midiendo las fuerzas el uno al otro. Un escalofrío recorrió la espalda de Anders.
Alguien me está observando
.
Se dio media vuelta y avanzó un par de pasos para no quedarse demasiado cerca de la figura de plástico que se balanceaba detrás. El enemigo llegaba de todas partes. Anders paseó la mirada por el muelle, las casetas, la explanada de gravilla, la superficie del mar. Una gaviota solitaria luchaba contra el viento, parecía incapaz de descender hasta la masa de agua. No se veía a nadie.
Pero alguien me está observando
.
Alguien lo había estado observando mientras él temblaba frente al muñeco de GB, alguien seguía mirándolo todavía. Lo único que faltaba era un par de ojos. Pero no estaban en ninguna parte.
Alguien sin ojos me está observando
.
Con el corazón palpitante abandonó la tienda y tomó el camino que iba hacia el cabo de Kattudden. Aquella sensación se fue desvaneciendo a medida que se alejaba. El chirrido del muñeco aún podía oírse débilmente, pero la impresión de estar siendo observado desapareció. Anders siguió caminando a buen ritmo y pasó junto a la escuela, cerrada, la Casa de Misión, también casi clausurada, y la campana de avisos, con su torre blanca de madera.
Después de caminar unos cientos de metros, el corazón le volvió a latir con fuerza, pero no a causa del miedo, sino de su mala condición física, y disminuyó un poco el paso. Al entrar en el bosque de abetos se paró al pie de la estrecha senda que conducía al bloque de piedra. Aún le temblaban las manos cuando sacó un cigarrillo, lo encendió y le dio una calada profunda, ansiosa.
¿Qué ha sido eso?
Aún sentía un profundo malestar en el cuerpo y le habría gustado tener un poco de vino con el que ahogarlo. El cigarrillo que sostenía con los dedos mojados sabía a moho y lo aplastó contra las agujas de los abetos que alfombraban el camino. No se sentía bien. Algo estaba cambiando de posición dentro de su cuerpo dolorosamente.
Dio un paso hacia el sendero que conducía al bloque de piedra, pero se arrepintió. No quería ir allí. Era el sendero de Cecilia y suyo, y Cecilia y él ya no existían, por lo tanto...
Recuerdos. Malditos recuerdos
.
Todo en Domarö se hallaba impregnado de recuerdos. Si no eran recuerdos suyos, eran de otro. Si fuera posible librarse de todos los recuerdos... El sendero se adentraba en el bosque como una promesa susurrante de algo mejor. Un lugar diferente o un tiempo diferente.
Necesito escapar de aquí
.
Anders siguió el trazado del sendero con el dedo, un gesto que terminó como una señal de adiós, una despedida.
Necesito estar aquí. Y necesito escapar
.
Lo vio con claridad. Ahí radicaba todo el problema, en toda su paradójica sencillez. Cuando empezó a caminar de nuevo hacia Kattudden se le ocurrió una solución. Una solución práctica para vencer su angustia y miedo constantes.
Continuó a través del bosque y pasó junto a la casa de Holger, que acechaba en la oscuridad. Anders fue trazando los detalles de su plan para el futuro, y no era nada extraordinario, nada que no se pudiera solucionar. Al salir del bosque ya tenía listo el plan y respiró aliviado.
Kattudden era un lugar desierto en esta época del año. Las casas no estaban hechas para ser habitadas en invierno y, en mayoría de los casos, eran demasiado pequeñas para resultar confortables cuando no se podía disponer del espacio exterior como en verano.
Anders había pasado buena parte de sus veranos en Kattudden. Casi todos sus amigos eran hijos de veraneantes y fue en estas casas donde bebió alcohol por primera vez, vio películas de miedo prohibidas y escuchó a Madonna. Entre otras cosas.
Ahora solo era una colonia de veraneo deshabitada en medio del desapacible otoño, y además bastante fea; de casas en su mayoría prefabricadas. Paquetes listos para montar que habían llegado desde la península con la ayuda de la gabarra del constructor Kalle Gripenberg. Levantar las paredes y el techo, colocar las ventanas y las puertas, y listo, ¡hala, a disfrutar de la casita! Este tipo de viviendas tienden a envejecer sin dignidad. Aunque la mayoría estaban mejor construidas que la Chapuza.
Anders bajó por el camino principal hacia los muelles, fijándose en trastos olvidados después del verano y en los muebles cubiertos de los jardines. En uno de los terrenos aún se podía ver un partido de
kubb
a medio jugar, como si los dueños se hubieran dado cuenta de que tenían que salir inmediatamente y hubieran soltado lo que tenían entre manos en ese momento.
Se veía luz en una de las casas próximas a los muelles. Anders había estado allí muchas veces: era la casa de Elin. Probablemente hacía más de diez años que no veía a Elin en persona, casi veinte desde que habían dejado de salir juntos. La había visto mucho en la tele y en los periódicos, como la mitad de los suecos, hasta hacía unos pocos años. Desde entonces no había sabido nada de ella.
La casa era una de las más elegantes de la zona, con su pozo y su embarcadero propios. A diferencia de la mayoría, la habían construido sobre el terreno, y Anders recordaba que en la casa de Elin no había aquel eco vacío persistente tan común en las otras. La puerta a la que ahora estaba llamando era sólida, con llamador y todo.
Esperó. Como no pasó nada, volvió a llamar. Se oyeron pasos en el interior y una voz preguntó:
—¿Quién es?
No podía ser la voz de Elin, esa voz parecía la de una persona mayor, así que Anders dijo:
—Me llamo Anders. Busco a Elin. Elin Grönwall.
Al pronunciar su nombre en voz alta se acordó de por qué.
Por qué
habían dejado de verse. Por qué habían dejado todos de verse, por qué se habían acabado los veranos y la infancia.
Elin. Joel
.
Anders había conseguido olvidarlo. Un impulso le había llevado a llamar, pero ahora se alegraba de que Elin no estuviera en casa, de no tener que verla. Estaba a punto de irse cuando se abrió la puerta. Anders se disponía a esbozar una sonrisa, pero su gesto desapareció en el momento en el que vio a la persona que le había abierto.
Si no hubiera sido por las portadas de los periódicos y las fotografías en las páginas de las revistas de cotilleos más recientes, no habría reconocido nunca a la mujer que hacía mucho tiempo había sido su amiga, y si no la hubiera conocido desde pequeña no la habría identificado como la mujer de las portadas.
Pero ¿qué le han hecho?
No sabía quiénes habrían sido, pero era imposible imaginarse que alguien voluntariamente se destrozara de aquella manera. Finalmente, Anders consiguió dibujar una media sonrisa.
—Hola.
—Hola.
A Elin le había cambiado hasta la voz. A los diecisiete años había adquirido una voz de niña pequeña que por entonces atraía a ciertos chicos y que más tarde en la prensa tacharían de ridícula. Su voz sonaba ahora más profunda y más ronca. Era la de una persona mayor, y ese cambio justamente era para mejor.
Anders no podía decir nada de lo que estaba pensando, así que comentó:
—Pasaba por aquí y al ver que había luz encendida, pues...
—Pasa.
Su casa olía casi igual que cuando ella era joven. Parecía que allí no había nadie más. Anders se había imaginado que estaría allí su maltratador.
—¿Quieres tomar algo? —preguntó ella—. ¿Un café? ¿Un vino?
—Vino va bien, gracias.
Anders alzó la mirada al contestar, pero la desvió al instante. Era muy duro mirarla a la cara. Se concentró en desatarse los cordones de los zapatos y Elin se fue a la cocina.
¿Qué se ha hecho?
Ella era mona de joven, podía elegir entre los chicos. Con lo de
Gran Hermano
y las páginas desplegables se operó el pecho y los labios, lo que la convirtió en la típica tonta o vampiresa, una de esas que circulan por los reportajes, las fiestas y los escándalos; una vuelta por los bares de moda y unas declaraciones, una ruptura sentimental y más declaraciones. Con una capa de maquillaje cada día más espesa.
No es difícil imaginarse cómo debe desgastar eso, de qué manera la persona se insensibiliza poco a poco tras la máscara: la sonrisa se petrifica, la piel se vuelve rígida e insensible hasta que no queda más que un espléndido fósil completamente vacío. Hasta que la gravedad triunfa sobre el glamour.