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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (36 page)

BOOK: Puerto humano
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—No digas que soy yo. Si pregunta. No me siento con fuerzas...

No tuvo tiempo de decir más antes de que Simon se presentara allí.

—No me digas —dijo señalando al barco—. ¿Piensas ponerlo en el agua?

—Sí.

Simon se volvió hacia Elin y se sobresaltó. Se quedó un par de segundos mirándolo fijamente a la cara. Luego consiguió levantar la mano y saludar.

—Hola, Simon.

Simon seguía mirando fijamente la cara de Elin como si tratara de recordar algo. Anders no entendía su reacción. Vale que Elin tuviera un aspecto espantoso, pero el comportamiento de Simon era francamente insolente e impropio de él. Si te encuentras, por ejemplo, con una persona con quemaduras graves en la cara, no te quedas mirándola fijamente de esa manera.

Simon parece que se dio cuenta de ello y soltó la mano de Elin, disimuló la expresión de asombro y preguntó:

—¿No me digas? Eres tú...

Elin no se quedó a escuchar el final de la pregunta de quién era ella, sino que se disculpó y volvió a subir a la casa. Simon la miró mientras se alejaba. Luego se volvió hacia Anders:

—¿Es alguna amiga, o así?

—Sí. Bueno... es una historia muy larga.

Simon asintió creyendo que Anders iba a continuar. Pero como no lo hizo, se puso a mirar el barco y dijo:

—No tiene muy buena pinta.

—No, pero yo creo que flota.

—¿Y el motor?

—No lo sé. No he probado a ver si funciona.

—Puedes coger mi barco si lo necesitas, ya lo sabes.

—Me gustaría tener el mío propio, pero gracias.

Simon entrelazó los dedos y dio una vuelta al barco murmurando para sí mismo. Se detuvo al lado de Anders y se frotó las mejillas. Era evidente que tenía algo que decir. Se aclaró la garganta pero no le salió nada. Volvió a carraspear y esta vez la cosa fue mejor.

—Te quería preguntar una cosa.

—¿Sí?

Simon respiró profundamente.

—En el caso de que... de que Anna-Greta y yo nos casáramos. ¿A ti qué te parecería?

Simon tenía un gesto muy preocupado. Anders notó una vibración en el pecho y durante una décima de segundo no supo lo que era, tan inusual le resultaba aquel sentimiento: se trataba de una carcajada.

—¿Vais a
casaros
? ¿Ahora?

—Sí, lo estamos pensado.

—¿Qué ha pasado entonces con eso de no conocer a otra persona?

—Se puede considerar... superado.

Anders miró hacia la casa de Anna-Greta como si esperara verla allí arriba, impaciente escuchando a escondidas. Anders no acababa de entenderlo.

—¿Por qué me preguntas a

eso? ¿Quieres tú?

Simon se rascó la cabeza y parecía algo azorado:

—Sí, claro que quiero, pero también hay otro asunto... yo me convierto entonces en heredero. Si ella muriera antes que yo. Lo cual no parece muy probable, pero...

Anders puso su mano en el hombro de Simon.

—Estoy seguro de que se podrá escribir un papel o algo. Algo que diga que yo puedo quedarme con la Chapuza. En caso de que pasara algo. Lo demás no es asunto mío.

—¿Quiere eso decir que te parece bien? ¿Seguro?

—Simon, me parece más que bien. Es la primera buena noticia que he oído en mucho tiempo, y oye... —Anders dio un paso hacia delante y abrazó a Simon—. Enhorabuena. Ya era hora, por no decir otra cosa.

Cuando Simon se marchó, Anders se quedó con las manos en los bolsillos mirando el barco pero sin pensar en él. Por una vez notaba la calidez de su propio cuerpo. Quería prolongar esa sensación.

Después de un rato, cuando subió al cobertizo de las herramientas, descubrió que podía llevar consigo aquella sensación. Se mantuvo dentro de él mientras cortaba un trozo de madera tratada contra la humedad, y permaneció mientras taladraba la tabla y la fijaba bien al espejo de popa.

¿Habrá boda?

No le había preguntado a Simon si planeaban una boda al uso en la iglesia de Nåten, si pensaban hacerlo en casa o casarse solo por lo civil. Probablemente tampoco ellos mismos habían pensado en ello, puesto que aún no tenían nada decidido.

¿Quién se lo habrá pedido a quién?

No podía imaginarse cómo habría sido, ni por qué. Pero era divertido pensar en ello. El sentimiento seguía ahí.

Pero después de clavar una tabla entre dos pinos, colgar el motor en ella y conectar el tanque de la gasolina, la habitual tristeza empezó a tomar las riendas de nuevo. El motor no respondía a su llamada. Le puso gasolina con la bomba, sacó el estárter y tiró del cable de arranque hasta que el brazo empezó a entumecérsele. No dio señal de vida.

¿Por qué tiene todo que encabronarse conmigo? ¿Por qué no puede funcionar algo?

Levantó la tapa y vio que había ahogado el motor, la gasolina se había salido del carburador y había formado un charco debajo del filtro. Él hizo todo lo que se le ocurrió, controló todas las conexiones y limpió la bujía. Ya estaba casi anocheciendo cuando volvió a poner la tapa del motor en su sitio y tiró del cable de arranque hasta sudar a mares sin que sucediera nada.

Tuvo que contener un fuerte impulso de levantar el motor de la tabla, bajarlo hasta el embarcadero y tirarlo al agua. Pero, en vez de hacerlo, volvió a levantar la tapa del motor y roció todo el engranaje con lubricante 5-56, volvió a poner la tapa y se marchó.

Preguntas mayores y menores

Al atardecer, cuando se acercaba a la casa de Anna-Greta, Simon vio que había velas encendidas en la cocina. Se le encogió el estómago y de pronto se sintió nervioso. En cierto modo él ya lo había previsto, puesto que se había puesto su jersey nuevo debajo de la cazadora, pero, con todo, ahora presentía una celebración, en la que no sabía si iba a estar a la altura de las circunstancias.

Al pensar en su pasado le pareció que había vivido sin tomar realmente ninguna
decisión
. Había ido aceptando las cosas según venían, siguiendo la corriente. Su alianza con el Spiritus posiblemente fuera una excepción, pero dictada por la necesidad. No había podido hacer otra cosa.

¿O sí?

Quizá solo fuera que él nunca se había visto antes frente a una pregunta tan concreta, frente a una posibilidad tan evidente de elección como ahora con esta petición de matrimonio. Claro está que él había tomado sus decisiones, hecho sus elecciones, pero digamos que eso lo había hecho discretamente sin tanta pompa, velas y el estómago encogido.

Lo de los hijos, por ejemplo. Anna-Greta y él no habían podido tener hijos y probablemente el fallo era suyo. Ellos expresamente nunca se habían propuesto tener hijos. Si como fruto de su amor hubiera venido un hijo, probablemente lo habrían recibido con alegría, pero como no fue así dejaron las cosas como estaban. No se hicieron revisiones ni hablaron nunca de adoptar.

Las cosas no se quisieron así
.

Esa expresión encerraba la esencia de una actitud ante la vida que compartían muchos de los habitantes de Domarö y con la que incluso Simon coincidía. Una especie de fatalismo. La reunión en la Casa de la Misión le había aclarado a Simon dónde tenía sus raíces ese fatalismo. Las cosas suceden y se quisieron así. O no suceden y no se quiso así. No había nada que hacer.

Pero ahora iba de camino hacia la casa primorosamente iluminada para contestar a una pregunta que no dependía del azar. Había que decir sí o no y el jersey le rozaba un poco en el cuello. Le gustaría haber llevado un regalo, una flor, o, al menos, algo donde mantener ocupadas las manos.

Con su gesto habitual, mitad de ciudad, mitad de pueblo, llamó primero a la puerta y después la abrió. Se quitó la chaqueta y la colgó en el vestíbulo, se pasó el índice por debajo del cuello del jersey y entró en la cocina.

Se quedó parado junto al fogón. La solemnidad que él se había imaginado estaba realmente allí presente. El candelabro encima de la mesa, un mantel blanco nuevo y una botella de vino. Anna-Greta se había puesto su vestido azul con el cuello alto y bordados chinos. Simon no se lo había visto desde hacía diez años por lo menos, así que se quedó parado.

Allí estaba ella, la mujer a la que él...

La mujer a la que él...

La mujer.

Ella. La otra.

. ¿Y no era hermosa? ¿No estaba elegante? Sí, sí que lo era. La luz de las velas hacía brillar la seda del vestido y el resplandor se reflejaba en su cara que más que rejuvenecer veinte años parecía un rostro sin edad. Era solo ella, Anna-Greta, a través de todas las edades. Ella.

Simon tragó y no supo qué hacer con las manos. Tenía que haber llevado algo, algún regalo, para tenerlas ocupadas. En vez de eso, hizo un ligero gesto hacia la mesa, la estancia, Anna-Greta, y dijo:

—Qué... bonito lo has puesto.

Anna-Greta se encogió de hombros y contestó:

—En ciertas ocasiones hay que esmerarse un poco. —Y una parte del ambiente eucarístico reinante se relajó. Simon se sentó al otro lado de la mesa y extendió su mano vacía con la palma hacia arriba. Anna-Greta se la cogió.

—Sí —dijo él—. Claro.

Anna-Greta se inclinó hacia delante.

—¿Qué...?

—Que quiero casarme contigo. Claro que quiero.

Anna-Greta sonrió y cerró los ojos. Con los ojos cerrados asintió con calma. Simon tragó el nudo que tenía en la garganta y le apretó la mano.

Ya está. Ahora va a ser así
.

Con la mano que tenía libre rebuscó en el bolsillo del pantalón y cogió la caja de cerillas, la puso encima de la mesa entre los dos.

—Oye —dijo Simon—. Tengo que contarte una cosa.

Jodidos veraneantes,
go home

Anders y Elin dedicaron la noche a beber mucho y hablar poco. Ella encendió la chimenea del cuarto de estar y se quedó allí, Anders estaba sentado en la cocina mirando las cuentas, tratando de encontrar una pauta. No se le ocurrió nada. El silencio, aceptable mientras estuvo solo, ahora con Elin allí se le hizo asfixiante.

Rebuscó en un armario de la cocina el viejo radiocasete de su padre y una bolsa de plástico llena de cintas. Estaban sucias y repletas de huellas, habían sonado muchas veces. La mayoría eran recopilaciones de las canciones de Alf Robertsson y Lasse Lönndahl que llegaron a las listas de éxitos del programa de radio
Svensktoppen
. Ya se había hecho a la idea de escuchar un rato el ronroneo sordo de Alf Robertsson cuando encontró una cinta que tenía el texto tan desgastado que era casi ilegible. Eso no tenía ninguna importancia, él la reconoció y sabía lo que ponía: «Kalle Sändare llama a un número».

El radiocasete no tenía cable. Buscó impaciente un cable en los cajones de la cocina mientras aumentaban en él las ganas de oírla. Había escuchado muchas veces aquella cinta con su padre. De pequeño le parecía que las llamadas de broma de Kalle Sändare eran muy divertidas, y estaba ansioso por saber qué le parecían ahora.

Encontró un cable y enchufó el radiocasete, metió la cinta y lo puso en marcha. Se oyó una ligera señal que indicaba que empezaba la conversación y Anders subió el volumen, ya que la cinta era tan vieja y estaba tan usada que parecía que se había desgastado incluso el sonido.

—Sí. Buenos días, soy el ingeniero Måstersson...

Anders escuchaba con la oreja pegada al aparato mientras Kalle Sändare iba explicando los detalles acerca de unas colmenas de la marca Svea en las que decía que estaba interesado. La inocente señora al otro lado del teléfono iba contestando amablemente a sus preguntas, cada vez más descabelladas.

Anders se echó a reír cuando Kalle le preguntó si las colmenas tenían una unidad reflectante similar a las de los depósitos de los barcos, se rió aún más cuando el cómico explicó a la señora cómo eran las colmenas subterráneas que él había visto en Alemania. Cuando al final contó una historia completamente absurda sobre una pequeña embarcación que había quedado cubierta por el hielo, «y luego, cuando llegó la primavera... ¡apareció el barco!», Anders se estaba riendo a mandíbula batiente, tanto que no pudo oír una parte y tuvo que rebobinar.

Cuando terminó esa llamada, Anders apretó el botón de
stop
. Le dolía el estómago y le lloraban los ojos. Pero eran un dolor bueno y unas lágrimas buenas. Se secó los ojos y se sirvió otro vaso de vino. Cuando iba a poner la cinta para oír la siguiente llamada, Elin entró en la cocina.

—¿Qué estás escuchando?

—Kalle Sändare. ¿Te gusta?

—No, no mucho.

Anders se enfadó y tuvo que contenerse para no decir alguna maldad. Elin bostezó y dijo:

—Voy a acostarme.

—Está bien. —Ella se quedó parada un momento y Anders añadió—: No te preocupes, yo estoy aquí.

Elin se fue hasta el dormitorio y Anders se quedó solo en la cocina con Kalle Sändare. Brindó con el radiocasete, encendió un cigarrillo y siguió escuchando. Kalle buscaba trabajo como batería en una orquesta de música pop, investigaba la posibilidad de tallar árboles y se presentaba como interesado en la compra de una guitarra eléctrica de segunda mano. Anders no se reía ya a carcajadas, pero se sonreía casi todo el tiempo.

Cuando se terminó la cinta, la cocina se quedó en silencio y Anders se sintió más desamparado todavía que antes. La voz suave y agradable de Kalle le había hecho compañía. Anders abrió la pletina y sacó la cinta, la giró entre los dedos. Fue grabada en el año 1965.

Esto es cultura
.

El humor se basaba casi exclusivamente en juegos de palabras y era cien por cien
bueno
. No había nada grosero o cínico en el trato que Kalle dispensaba a sus desprevenidas víctimas, él no era más que un tipo divertido, un tipo peculiar en la casa del pueblo.

Anders pensó en los programas de humor que había visto por la tele durante los últimos años y se puso a llorar. Porque Kalle Sändare no seguía actuando y porque todo se había vuelto horroroso. Después de sollozar un rato se levantó, se refrescó la cara con agua fría e intentó dominarse.

Déjalo ya. No puedes seguir así
.

Se secó la cara con un paño de la cocina y se sintió limpio por dentro. La risa y el llanto se habían turnado y por fin se sentía lo suficientemente cansado como para poder dormir. Había sido una buena noche después de todo. De camino hacia el dormitorio acarició la cinta con un dedo.

Elin también tenía que haber oído Kalle Sändare, dado que la puerta del dormitorio estaba entreabierta y evidentemente había funcionado como una canción de cuna. Dormía con la respiración profunda y Anders se alegró de no tener que hablar. Se desvistió y se metió en la cama de Maja, estuvo un rato mirando el bulto, que era Elin, en la cama de matrimonio.

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