Tenía que ser un dictador para los alemanes en cuanto a comida, bebida y camas se refiere. Mi vehículo oficial era un turismo Mercedes blanco, un descapotable de cuatro puertas con parabrisas en el asiento de atrás, además de en el delantero. Además tenía sirena. Y unas ranuras pequeñas en las defensas delanteras para poner banderas. Como es lógico, yo llevaba banderas norteamericanas. Este coche de ensueño había sido un regalo de cumpleaños de Heinrich Himniler, el creador de los campos de concentración, a su mujer, en los buenos tiempos. Yo siempre llevaba un chófer armado cuando iba en él. Recordad que mi padre había sido chófer armado de un millonario.
Y así, iba yo por la calle principal, la Konigstrasse, una tarde de agosto. El tribunal de crímenes de guerra se había instalado en Berlín, pero debía trasladarse a Nuremberg en cuanto yo pudiese arreglar allí las cosas. La calle estaba aún bloqueada por escombros en muchas zonas. La estaban despejando prisioneros de guerra alemanes que trabajaban casualmente bajo las llameantes miradas de policías militares norteamericanos negros. El ejército norteamericano aún estaba segregado en aquellos tiempos. Las unidades eran todas de blancos o de negros, salvo los oficiales, que solían ser siempre blancos. No recuerdo que esto me pareciese raro entonces. Yo no sabía nada de los negros. Entre la servidumbre de la mansión de los McCone de Cleveland no había ningún negro, ni tampoco en los centros de enseñanza a los que yo asistí. Ni siquiera cuando había sido comunista había tenido a un negro por amigo.
Cerca de la iglesia de Santa Marta, en la Königstrasse, a la que había dejado sin techo una bomba incendiaria, pararon mi Mercedes en un puesto de control. Lo dirigía un policía militar norteamericano blanco: Buscaban gente que no estuviese donde teóricamente tenía que estar, ahora que la civilización se había puesto de nuevo en marcha. Buscaban desertores de todos los ejércitos imaginables, incluido el norteamericano, y criminales de guerra aún no detenidos, y lunáticos, y delincuentes comunes, que simplemente habían huido de la línea del frente, y ciudadanos de la Unión Soviética que habían desertado pasándose a los alemanes o habían sido capturados por ellos, que serían encarcelados o fusilados si volvían a su patria. De cualquier modo, se consideraba que los rusos tenían que volver a Rusia, los polacos tenían que volver a Polonia, los húngaros a Hungría, los estonianos a Estonia, y así sucesivamente. Todos debían volver a casa, pasase lo que pasase.
Yo tenía curiosidad por saber de qué tipo de intérpretes se estaba valiendo la policía militar, pues me era difícil encontrar buenos intérpretes para mis propias operaciones. Necesitaba sobre todo individuos trilingües, que hablasen bien alemán e inglés y, además, francés o ruso. Tenía que ser, además, gente digna de confianza, educada y presentable. Así que salí del coche a ver más de cerca los interrogatorios. Para mi sorpresa, descubrí que los realizaba lo que parecía un gitanillo. Era mi Ruth, claro. Le habían cortado el pelo al cero en un centro de desinfección. Llevaba un mono militar sin ninguna insignia de unidad o rango. Era maravilloso verla intentando despertar un chispeo de comprensión en un vagabundo andrajoso que le habían puesto delante los policías militares. Debió probar con él siete u ocho lenguas, pasando de una a otra con la misma facilidad con que cambia un músico de compases y claves. No sólo eso, sino que, además, cambiaba la gesticulación también, de modo que sus manos hacían siempre los movimientos correspondientes a cada idioma.
Y de pronto, las manos del hombre también empezaron a danzar como las suyas, y los sonidos que salían de su boca eran parecidos a los que emitía ella. Según me contó Ruth más tarde, era un campesino macedonio del sur de Yugoslavia. El idioma común que habían encontrado era el búlgaro. Le habían cogido prisionero los alemanes, aunque él nunca había sido soldado, y le habían enviado a las brigadas de trabajos forzados que reforzaban las fortificaciones de la Línea Sigfrido. No había llegado a aprender alemán. Y quería irse a Norteamérica, según le dijo a Ruth, para llegar a hacerse muy rico. Le facturaron otra vez para Macedonia, supongo.
Ruth tenía entonces veintiséis años... pero llevaba siete comiendo tan mal, patatas y nabos sobre todo, que era un palito asexual. Ella, por su parte, había acudido a aquel puesto de control sólo una hora antes que yo, y los policías militares la habían obligado a hacer aquel servicio debido a los muchos idiomas que sabía. Pregunté a un sargento de la policía militar qué edad le echaba y dijo: «Quince.» Creía que era un muchacho al que todavía no le había cambiado la voz.
Conseguí meterla en el asiento trasero de mi Mercedes e interrogarla. Me enteré de que la habían librado del campo de concentración en primavera, hacía unos cuatro meses y que desde entonces había eludido a todos los organismos que la habrían ayudado muy gustosamente. Debería estar, por entonces, en un hospital para personas extraviadas. Pero ya no tenía el menor interés en confiar su destino a nadie. Su propósito era vagar sola por el campo eternamente, de un sitio a otro, en una especie de éxtasis religioso alucinante. «Nadie me roza nunca —decía— y yo nunca rozo a nadie. Soy como un ave en pleno vuelo. Es tan hermoso. Sólo existimos Dios... y yo.»
Yo pensé esto de ella: Que se parecía a la gentil Ofelia de
Hamlet
, que se volvió lírica y visionaria cuando la vida se volvió demasiado cruel y ya no pudo soportarla. Tengo a mano un ejemplar de
Hamlet
y refresco mi recuerdo del disparate que cantaba Ofelia cuando ya no podía responder inteligentemente a quienes le preguntaban cómo estaba:
La canción era así:
¿Cómo tu amor sincero
podré distinguir?
Por las sandalias,
por el sombrero,
y por el báculo
de romero.
Ay, que muerto está, señora, muerto.
Muerto está y enterrado.
En la cabeza, la verde yerba,
los pies descalzos bajo la tierra.
Etcétera, etcétera.
Ruth, una entre los millones de Ofelias que había en Europa al final de la Segunda Guerra Mundial, se desmayó en mi automóvil.
La llevé a un hospital de veinte camas del
Kaiserburg
, el castillo imperial, que ni siquiera funcionaba oficialmente aún. Estaba destinado a personas relacionadas con los juicios de los criminales de guerra únicamente. Lo dirigía un compañero mío de Harvard, el doctor Ben Shapiro, que también habían sido comunista de estudiante. Por entonces, era teniente coronel del cuerpo médico del Ejército. En mis tiempos, no había muchos judíos en Harvard. Había una cuota baja y limitada de judíos en cada curso.
—¿Qué llevas ahí, Walter? —me dijo en Nuremberg. Yo llevaba en brazos a la inconsciente Ruth. No pesaba nada.
—Es una chica —dije—. Respira. Habla varios idiomas. Se desmayó. Es todo lo que sé.
Shapiro tenía un equipo inactivo de enfermeras, cocineros, técnicos, etc., y los mejores alimentos y las mejores medicinas que podía proporcionarle el Ejército, pues era probable que más adelante tuviese por pacientes a personas de elevado rango. Por lo tanto, Ruth recibió, sin pagar nada, los mejores cuidados asequibles en el planeta. ¿Por qué? Principalmente, creo, porque Shapiro y yo éramos hombres de Harvard los dos.
Al cabo de un año, más o menos, el 15 de octubre de 1946, Ruth se convertiría en mi esposa. Habían terminado los juicios por crímenes de guerra. El día que nos casamos, y el día que probablemente concebimos a nuestro único hijo también, el mariscal del Reich Hermann Goering engañó al verdugo tragándose una ampolla de cianuro.
Lo decisivo en el caso de Ruth fueron las vitaminas y los minerales y las proteínas y, por supuesto, los cuidados amorosos y tiernos. Al cabo de sólo tres semanas de hospital, Ruth era una intelectual vienesa sana e inteligente. La contraté como intérprete particular y la llevaba conmigo a todas partes. A través de otro conocido de Harvard, un sospechoso coronel del servicio de intendencia de Wiesbaden (estoy seguro de que operaba en el mercado negro), pude conseguirle guardarropa adecuado, por el que, misteriosamente nunca se me pidió que pagase nada. La lana era de Escocia, el algodón de Egipto... y la seda de China, supongo. Los zapatos eran franceses... de antes de la guerra. Recuerdo que había un par de piel de cocodrilo y que venía con un bolso a juego. Aquello no tenía precio, pues no había comercio de Europa, ni de Norteamérica en realidad, que hubiese ofrecido nada como aquello en años. Además las tallas eran, exactamente las de Ruth. Aquellos tesoros del mercado negro me los entregaron en mi oficina en cajas de cartón cuyos rótulos indicaban que contenían papel mimeográfico perteneciente a las Reales Fuerzas Aéreas Canadienses. Hicieron la entrega dos taciturnos y jóvenes civiles en lo que había sido una ambulancia de la
Wehrmacht
. Ruth dedujo que uno era belga y el otro lituano, como mi madre.
La aceptación de estos artículos fue, sin duda, el acto de corrupción más grave que cometí como funcionario público, y, desde luego, el
único...
hasta Watergate. Lo hice por amor.
Empecé a hablarle a Ruth de amor casi en cuanto salió del hospital y empezó a trabajar para mí. Sus respuestas eran amables y extrañas y perspicaces... pero, sobre todo, pesimistas. Ella creía, y tenía derecho a creerlo, he de confesarlo, que todos los seres humanos eran malvados por naturaleza, fuesen atormentadores o víctimas, o inútiles paños de lágrimas. Sólo sabían crear tragedias sin sentido, decía, pues no eran lo suficientemente inteligentes para lograr todo el bien que se proponían. Eran una enfermedad, decía, que había evolucionado a partir de un pequeño rescoldo del universo, pero que podía extenderse más y más.
—¿Cómo puedes hablar de amor a una mujer —me preguntaba cuando empecé a cortejarla— que cree que daría igual que nadie tuviera más niños, que la especie humana no se prolongase?
—Porque sé que tú no crees eso, en realidad —contesté yo—. Ruth, Ruth... ¡fíjate lo llena de
vida
que estás!
Era verdad. Todos sus movimientos y sonidos eran, por lo menos accidentalmente, insinuantes... y ¿qué es el coqueteo más que una prueba de que la vida ha de seguir y seguir y seguir?
¡Qué encantadora era! Oh, y yo me llevaba todos los méritos por lo bien que iban las cosas. Mi propio país me premió con una medalla por servicios distinguidos. Francia me hizo
Chevalier
de la Legión de Honor, y la Gran Bretaña y la Unión Soviética me enviaron cartas de alabanza y de agradecimiento. Pero fue Ruth quien hizo posibles todos los milagros, quien mantuvo a todos los huéspedes en un estado de complacida indulgencia, pasase lo que pasase.
—¿Cómo puedes rechazar la vida y ser, sin embargo, tan vital? —le pregunté.
—No podría tener un hijo aunque quisiera —dijo ella—. Fíjate lo vital que soy.
En eso se equivocaba, desde luego. Sólo estaba especulando. Daría a luz un hijo, un ser muy desagradable, que, como ya he dicho, hace ahora crítica literaria para el
New York Times
.
Esta conversación con Ruth en Nuremberg siguió. Estábamos en la iglesia de Santa Marta, cerca de donde nos había unido el destino por primera vez. Todavía no funcionaba como iglesia. Habían vuelto a techarla, pero donde antes estaba el rosetón ahora había una cubierta de lona. El rosetón y el altar, según nos contó un viejo guardián, los había destruido una sola bala del cañón de un caza británico. Para él, a juzgar por su solemnidad, esto era otro milagro religioso más. Y he de decir que raras veces encontré a un alemán varón que estuviese triste por la destrucción generalizada de su propio país. De lo que deseaban hablar siempre era de las características del proyectil causante del desastre.
—En la vida no todo es tener hijos, Ruth —dije yo.
—Si yo tuviese un hijo, sería un monstruo —dijo ella. Y así habría de ser.
—Olvídate de los niños —dije—. Piensa en la nueva era que nace. El mundo ha aprendido al fin su lección definitivamente. El último capítulo de diez mil años de locura y codicia se está escribiendo aquí mismo en este momento, aquí en Nuremberg. Se escribirán libros sobre esto, se harán películas. Es el hito más importante de la historia. Yo me lo creía.
—Ay, Walter —dijo ella—. A veces, me parece que sólo tienes ocho años.
—Es la única edad posible —dije yo— cuando está naciendo una nueva era.
Los relojes daban las seis por toda la ciudad. Al coro de campanadas públicas se unió una nueva voz. En realidad, era una voz vieja en Nuremberg, pero Ruth y yo nunca la habíamos oído. Era el profundo ding-dong del
Männleinlaujen
, el extraño reloj del distante
Frauenkirche
. Aquel reloj se había construido hacía más de cuatrocientos años. Mis ancestros, tanto los lituanos como los polacos, debían estar entonces combatiendo a Iván el Terrible.
La parte visible del reloj la componían siete robots, que representaban a siete electores del siglo
XIV
. Formaban un círculo alrededor de un octavo robot, que representaba al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Carlos IV, y el propósito era celebrar la decisión de éste de excluir, en Miltrescientos Cincuentaiséis, al Papado de la elección de los emperadores alemanes. El reloj había quedado inutilizado por los bombardeos. Unos soldados norteamericanos hábiles en cuestión de maquinaria habían empezado a bregar con él por su cuenta en cuanto ocuparon la ciudad. La mayoría de los alemanes con quienes yo había hablado estaban tan desmoralizados que les daba absolutamente igual que el
Männleinlaufen
volviese a funcionar o no. Pero funcionaba de nuevo, al parecer. Gracias al ingenio norteamericano, los electores rodeaban de nuevo a Carlos IV.
—Bueno —dijo Ruth, cuando cesó el sonido de las campanas—, cuando los chicos de ocho años matéis al demonio aquí en Nuremberg, procurad enterrarlo en una encrucijada y atravesarle el corazón con una estaca... porque si no, podríais volver a verle aparecer en la próxima noche de luuuuuna llena.
Pero prevaleció mi infatigable optimismo. Ruth aceptó al fin casarse conmigo, dejarme que intentase convertirla en la mujer más dichosa del mundo, pese a todas las cosas terribles que le habían sucedido hasta entonces. Ruth era virgen y yo casi, pese a tener treinta y tres años... pese a que había transcurrido ya, aproximadamente la mitad de mi vida.