«Cuando son muy jóvenes —escribe el doctor Fender a través de Frank X. Barlow—, los percebes pueden flotar en la corriente o arrastrarse e ir adonde quieran, a los cuatro puntos de los siete mares y sus salobres estuarios. La parte superior de su cuerpo está cubierta por una armadura cónica. Sus piernecillas penden de los conos como badajos de campanillas de mesa.
«Pero a todo percebe la llega el momento de la madurez y entonces el cono segrega una goma que le fija para siempre a lo primero en que se pose. No es casualidad, pues, que se diga en la Tierra a un percebe pubescente o a un alma sin hogar de Vicuna: “Siéntese, siéntese.”»
El juez vicuniano del relato nos explica cómo decía la gente de su planeta nativo «hola» y «adiós» y «por favor» y «gracias», también. Era así: «ting-a-ling». Dice que allá en Vicuna, la gente podía ponerse y quitarse los cuerpos con la misma facilidad con que pueden los terrestres cambiar de ropa. Cuando estaban fuera de sus cuerpos, eran conciencias y sensibilidades ingrávidas, transparentes y silenciosas. En Vicuna no tenían instrumentos musicales, según el juez, porque los seres mismos eran música cuando flotaban fuera de sus cuerpos. Los clarinetes, las arpas, los pianos y demás no habrían tenido sentido, habrían sido artilugios para hacer torpes imitaciones de las almas etéreas.
Pero se quedaron sin tiempo en Vicuna, según el juez. La tragedia del planeta fue que sus científicos descubrieron sistemas para extraer tiempo del humus de la tierra y de los océanos y de la atmósfera... para calentar los hogares y alimentar las lanchas rápidas y fertilizar los cultivos; para comerlo; para hacerse ropa con él; etc. etc. Servían tiempo en todas las comidas, alimentaban con él a los animales domésticos, sólo para demostrar lo listos y ricos que eran. Dejaban que se pudriesen olvidados en sus desbordantes cubos de basura grandes fragmentos de tiempo.
«En Vicuna —dice el juez— vivíamos como si no existiera el mañana.»
Lo peor eran las hogueras patrióticas del tiempo, según él. En su niñez, sus padres le alzaban para que viese emocionado entre ronroneos y gorjeos cómo se prendía fuego a un millón de años de futuro para honrar a la reina en su cumpleaños. Pero cuando tenía cincuenta años, al planeta ya sólo le quedaba un futuro de unas cuantas semanas. Aparecían por todas partes grandes hendiduras en la realidad. La gente podía atravesar las paredes. Su propia lancha rápida se convirtió sólo en una rueda de timón. Aparecían agujeros en solares vacíos en que jugaban niños y los niños se caían en ellos.
Así que los vicunianos no tuvieron más remedio que salir de sus cuerpos y trasladarse al espacio sin más dilación. «Ting-a-ling», dijeron a Vicuna.
«Anomalías cronológicas y tormentas giratorias y remolinos magnéticos esparcieron y separaron por el espacio a las familias vicunianas —continúa el relato—, alejando a los unos de los otros cada vez más.» El juez consigue mantenerse durante un tiempo unido a la que había sido su bella hija. Ya no era bella, claro, porque ya no tenía cuerpo. Y al final, se descorazona, porque todos los planetas o lunas que visitan carecen de vida. Su padre, que no tienen ningún medio de retenerla, ve impotente cómo se introduce por la hendidura de una roca y se convierte en el alma de la roca. ¡Y lo hace precisamente en la Luna de la Tierra, con el más atestado de todos los planetas, a sólo trescientos sesenta mil kilómetros de distancia!
Y el juez, antes de que llegue a aterrizar en la base de las Fuerzas Aéreas, se tropieza con una bandada de zopilotes. Vuela y planea con ellos, y está a punto de entrar por la oreja de uno. Como no sabe nada de la situación social de la Tierra, aquellos comedores de carroña podían ser para él miembros de la clase dirigente.
El juez decide, por último, que la vida de la gente de la base de las Fuerzas Aéreas es demasiado ajetreada, demasiado irreflexiva para él, así que vuelve a alzarse en el aire y localiza un grupo de edificios mucho más tranquilo, y piensa que quizás sea un centro de meditación para filósofos. No tiene ningún medio de identificar el lugar como una prisión de seguridad mínima para delincuentes de guante blanco, dado que en Vicuna no había tales instituciones.
Allá en Vicuna, dice el juez, a los delincuentes de guante blanco convictos, a los que traicionan la confianza depositada en ellos les taponaban las orejas para que sus almas no pudieran salir. Luego ponían sus cuerpos en estanques artificiales llenos de excrementos... que les cubrían hasta el cuello. Y luego había unos policías especiales que se lanzaban a por ellos con lanchas rápidas de gran potencia.
El juez dice que él sentenció a esta pena concreta a cientos de personas y que los reos argüían invariablemente que ellos no habían quebrantado la ley, que no habían hecho más que violar su espíritu, quizás, y un poquito sólo. Antes de condenarles, el juez se ponía una especie de orinal en la cabeza, para que sus palabras fuesen más retumbantes y sobrecogedoras y pronunciaba esta fórmula: «No sólo violasteis el espíritu de la ley, muchachos, violasteis también su cuerpo y su alma.»
Y, según el juez, podía oírse a los policías calentando los motores de sus lanchas rápidas en el estanque que había a la salida del juzgado
«vrooooong-aj, vroooom-a, va-va-va-rooooooooooooooooooom!»
El juez del relato del doctor Bob Fender intenta determinar cuál de los filósofos del centro de meditación es el más sabio y el más feliz. Decide que es un viejecito que está sentado en un catre de un dormitorio de la segunda planta. El viejecito está tan entusiasmado con sus pensamientos, por lo que se ve, que da tres palmadas cada poco.
Así que el juez entra por el oído de este viejecito e inmediatamente se pega a él para siempre, se pega a él, según el relato, «... tan firmemente como la fórmica a la plancha de un mostrador». Y qué oye en la cabeza de aquel viejecillo sino esto:
Sally estaba en el jardín
las cenizas rebuscando
cuando un pedo se tiró
la pierna cual hombre alzando...
Etcétera.
Una historia muy interesante. Hay un rescate de la hija que se ha convertido en el alma de una roca lunar, y muchas otras cosas. Pero la verdadera historia de cómo llegó su autor a cometer el delito de traición en Osaka es un digno rival, en mi opinión, en cuanto a relato o historia. Bob Fender se enamoró de la espía norcoreana, la imitadora de Edith Piaf, desde una distancia de siete metros, en un club nocturno frecuentado por oficiales norteamericanos. No se atrevió nunca a acercarse más ni a mandarle flores o una nota, pero, noche tras noche, estaba allí, en la misma mesa, contemplándola. Siempre estaba solo y por lo general era el hombre más alto, con mucho, del club, así que la cantante, cuyo nombre artístico era simplemente «Izumi», preguntó a otros norteamericanos quién y qué era Fender.
Era inspector de carne y virgen, pero sus compañeros, los demás oficiales, quisieron divertirse un poco y le explicaron a Izumi que estaba siempre solitario y lúgubre porque tenía un trabajo muy secreto y muy importante. Le dijeron que estaba al mando de una unidad especial que guardaba bombas atómicas. Aunque, le dijeron, que, si ella le preguntaba, él diría que era inspector de carne.
Así que Izumi se puso a trabajar. Se sentó en su mesa sin que él se lo pidiera. Le metió la mano por la camisa y le acarició las tetillas y demás. Le contó que le gustaban los hombres altos y callados, y que todos los demás norteamericanos hablaban demasiado. Le suplicó que la llevase a casa con él cuando el club cerrase a las dos en punto de aquella madrugada. Quería saber dónde estaban las bombas atómicas, claro. En realidad, en Japón no había bombas atómicas. Estaban en cargueros aéreos y en Okinawa, etc. Durante el resto de la velada, ella se dedicó a cantarlo todo directamente para él y para nadie más. Él estuvo a punto de desmayarse de alegría y de vergüenza.
Tenía un jeep fuera.
Cuando Izumi entró en el jeep a las dos de la madrugada, dijo que no sólo quería ver dónde vivía su americanote, sino también dónde trabajaba. Él le dijo que eso era muy fácil, pues vivía y trabajaba en el mismo sitio. Y la llevó a un muelle de intendencia del Ejército norteamericano de Osaka, en el centro del cual había un gran barracón. En uno de los extremos del barracón había unas cuantas oficinas. En el otro extremo había un apartamento de dos habitaciones, para el veterinario residente. En medio, había grandes congeladores de carne refrigerada, llenos de reses sacrificadas que Fender había inspeccionado o tenía que inspeccionar. Había una valla por la parte que daba a tierra y un guardia a la entrada; pero, según se descubrió en el juicio, la disciplina dejaba bastante que desear. El guardián creía que lo único que tenía que vigilar era que no saliese alguien de allí con un pedazo de carne.
Así que el guardián, a quien el tribunal militar absolvería, se limitó a hacer señas al señor Fender para que pasara en su jeep. No se dio cuenta de que en el suelo de éste iba tendida una mujer que no tenía permiso para entrar.
Izumi quiso ver lo que había dentro de los congeladores de carne, y Bob se lo enseñó de muy buena gana. Cuando llegaron al apartamento que quedaba en el extremo exterior del muelle, ella se dio cuenta de que en realidad Bob era sólo un inspector de carne.
—Pero ella fue tan amable —me explicó una vez Fender— y yo lo fui también, aunque no esté bien decirlo, que se quedó a pasar la noche de todas formas. Yo estaba muy asustado, claro, porque nunca había hecho el amor. Pero luego me dije: «Un momento, calma. Tú siempre has sido muy bueno con todos los animales. Prácticamente, desde que naciste. Procura tenerlo en cuenta: lo que tienes aquí es otro lindo animalito.»
Según se descubrió en el juicio de Fender, él y otros miembros del cuerpo veterinario parecían soldados, pero no habían sido adiestrados para pensar como soldados. Parecía innecesario, dado que todo lo que tenían que hacer era inspeccionar carne. El último veterinario que participó en un combate directo fue, al parecer, uno que murió en la batalla de Little Bighorn, en la Última Carga de Custer. Además, en el Ejército tendían a mimar a los veterinarios porque era muy difícil reclutarles. Podían ganar fortunas ejerciendo, sobre todo en las ciudades, cuidando animales domésticos. Por eso le daban a Fender aquel apartamento particular tan agradable al extremo del muelle. Él inspeccionaba carne. Mientras lo hiciese, a nadie se le ocurriría inspeccionarle
a él
.
—Si hubiesen registrado mi apartamento —me contó— no habrían encontrado ni una mota de polvo.
Habrían encontrado, eso sí, según él, «una de las mejores colecciones particulares de tejidos y cerámica japoneses de Osaka».
Estaba entusiasmado con la sutileza y la delicadeza de los objetos japoneses. Su furor coleccionista sin duda era una forma de disculparse, entre otras cosas, por sus inmensas, y para él inútiles manos, y sus pies y todo lo demás.
«Izumi no hacía más que mirarme a mí y mirar aquellas cosas tan bellas que tenía yo en las estanterías y en las paredes... en los aparadores y en los cajones —me contó una vez—. Si hubieras visto cómo cambiaba su expresión mientras lo miraba, estarías de acuerdos conmigo cuando digo, aunque sea muy presuntuoso por mi parte, que se enamoró de mí.»
A la mañana siguiente, Fender preparó el desayuno sólo con utensilios japoneses, aunque era un desayuno americano: tocino de hebra y huevos. Ella se quedó acurrucada en la cama mientras él cocinaba. Y a Fender le recordó a una cervatilla que había criado de pequeño. No era una idea nueva. Había estado toda la noche cuidando a aquella cervatilla. Puso la radio, que estaba conectada con la red de las Fuerzas Aéreas. Esperaba poder oír música. Pero oyó noticias.
La más importante era que aquella misma noche había sido desarticulada una red de espías en Osaka. Habían encontrado su radiotransmisor. Sólo quedaba por detener uno de los miembros de la red, que era una mujer que se hacía llamar «Izumi».
Fender, según su propio relato, había «... penetrado en un universo alternativo por entonces». Se sentía mucho más en casa en aquel nuevo universo que en el viejo, simplemente porque ahora estaba emparejado con una mujer y, por tanto, no estaba dispuesto a volver jamás al viejo. Lo que Izumi le explicó de su lealtad a la causa comunista no le pareció que fueran ideas enemigas. «Era sólo sentido común por parte de una buena persona de un universo alternativo», decía.
Así que la tuvo escondida y le dio de comer durante once días, procurando, por todos los medios, no olvidar sus propios deberes. Al onceavo día, fue tan despistado e inocente como para preguntarle a un marinero de un barco de Nueva Zelanda, que estaba descargando caña, si estaba dispuesto a sacar del país a un chica por mil dólares. El marinero informó de ello a su capitán y el capitán lo comunicó a las autoridades norteamericanas. Fender e Izumi fueron detenidos inmediatamente; les separaron y jamás volvieron a verse.
Fender nunca pudo saber qué fue de ella. Desapareció. El rumor más digno de crédito era el de que la habían entregado ilegalmente a agentes surcoreanos, que la habían trasladado a Seúl... donde la habrían ejecutado sin juicio.
Fender no lamentaba nada de lo que había hecho.
En aquel momento, tenía en la mano los pantalones de mi traje de civil, un traje gris de raya muy fina. Me los mostraba. Me preguntó si recordaba aquella quemadura grande de cigarrillo que tenía en la entrepierna.
—Sí —dije.
—A ver si la encuentras.
No pude. Ni pude encontrar ningún otro agujero en el traje. Lo había enviado, a sus expensas, a un sitio de Atlanta en que hacían zurcidos invisibles.
—Esto, querido Walter —dijo—, es mi regalo de despedida.
Yo sabía que casi todo el mundo recibía un regalo de despedida de Fender. Pocas otras cosas podía hacer con todo el dinero que ganaba con sus relatos de ciencia ficción. Pero el zurcido de mi traje era, con mucho, el regalo más personal y más considerado de que yo había oído hablar. Me quedé anonadado. Podía haber llorado. Así se lo dije.
Antes de que pudiera contestarme, se oyeron gritos y rumor de carreras en las oficinas de la parte delantera del edificio... oficinas cuyas ventanas daban a la autopista de cuatro canales de fuera. Se creía que había llegado a la entrada Virgil Greathouse, el antiguo ministro de Sanidad, Educación y Bienestar. Era una falsa alarma.
Clyde Carter y el doctor Fender salieron corriendo a la zona de recepción para poder ver también. En la prisión no había ninguna puerta cerrada con llave. Fender podría haber seguido corriendo fuera, si hubiera querido. Clyde no tenía armas, ni tampoco los demás guardianes. Si Fender hubiera hecho una tentativa de fuga, quizás alguien hubiera intentado detenerle, pero lo dudo. Habría sido la primera tentativa de fuga de aquella cárcel en sus veintiséis años de historia, y nadie habría sabido muy bien qué hacer.