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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Humor, Relato

Pájaro de celda (13 page)

BOOK: Pájaro de celda
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Le pregunté por teléfono si quería comer conmigo. Rechazó la invitación. Casi todos se negaban a comer conmigo. Dijo que podía verme media hora al final de la tarde, pero que no veía de qué podríamos tener que hablar.

—Le seré franco, señor —dije—. Busco trabajo... quizás una fundación o un museo, algo así.

—Ooooooohhh... así que busca trabajo, ¿eh? —dijo—. Sí... de eso podríamos hablar. Bueno, pues venga. ¿Cuántos años hace que no teníamos una buena charla usted y yo?

—Trece años, señor —dije.

—Ha llovido mucho en trece años.

—Sí, señor —dije yo.

—Ta-ta —dijo él.

Fui lo bastante imbécil para asistir a la cita.

Me recibió con una actitud esmeradamente cordial y falsa desde el principio. Me presentó a su joven secretario, le explicó que yo había sido un joven muy prometedor, dándome al mismo tiempo palmadas en la espalda. Aquel hombre quizás no hubiese dado palmadas en la espalda a nadie en toda su vida.

Cuando entramos en su empanelada oficina, Timothy Beame me indicó una silla de club de cuero, diciendo: «Siéntese, siéntese.» He aludido recientemente a esa misma expresión supuestamente humorística, como habrán advertido, en el relato de ciencia ficción del doctor Bob Fender, sobre el juez de Vicuna que quedó unido para siempre a mí y a mi destino. También: dudo que Timothy Beame hubiese dirigido jamás tan necia expresión a nadie nunca. Era un viejo torpe y tosco, por otra parte... majestuoso por accidente como yo era por accidente pequeño. Sus grandes manos sugerían la idea de que hubiese esgrimido un espadón de doble hoja mucho tiempo atrás, y que ahora se moviese en defensa de la verdad y de la justicia. Sus cejas blancas eran una espesura ininterrumpida de un lado a otro, y cuando se sentó al escritorio, agachó la cabeza para mirarme y hablarme a través de aquel seto.

—Es innecesario que le pregunte qué ha estado haciendo usted últimamente —dijo.

—Lo es, señor... creo que lo es —dije.

—Usted y el joven Clewes han logrado hacerse tan famosos como Mutt y Jeff —dijo.

—Muy a nuestro pesar —dije yo.

—Eso espero. Espero, desde luego, que haya habido bastante pesar —dijo.

Y a este hombre sólo le quedaban unos dos meses de vida. No había tenido ni un indicio, que yo sepa. Se decía, después de su muerte, que le habrían nombrado para el Tribunal Supremo si hubiera logrado vivir hasta cuando llegase otro demócrata a la Presidencia.

—Si lo siente de veras —continuó—, espero que sepa de qué se aflige en concreto.

—¿Cómo...? —dije.

—¿Creían que sólo les afectaba a Clewes y a usted? —dijo.

—Sí, señor —dije yo—. Y a nuestras esposas, claro. Yo lo decía en serio. Soltó un sonoro gruñido.

—Eso no debería habérmelo dicho usted —dijo.

—¿Cómo...? —dije yo.

—Es usted un mequetrefe, un aborto de Harvard, un pobre mierda de tercera clase —dijo, y se levantó—. ¡Usted y Clewes han destruido la buena reputación de la generación de funcionarios públicos más idealista e inteligente que ha tenido este país! Dios mío... ¿a quién puede interesarle ahora lo que les pase a usted o a Clewes? ¡Lástima que esté en la cárcel! ¡Lástima que no podamos encontrarle a usted otro trabajo!

También yo me levanté.

—No quebranté la ley, señor —le dije.

—La cosa más importante que se enseña en Harvard —dijo— es que un hombre puede obedecer todas las leyes y aun así ser el peor delincuente de su época.

No dijo dónde ni cuándo se enseñaba esto en Harvard. Para mí era nuevo.

—Señor Starbuck —dijo—, por si no lo ha advertido: hemos pasado recientemente por un conflicto mundial entre el bien y el mal, durante el cual nos acostumbramos a ver playas y campos plagados de cadáveres de nuestros muertos, de nuestros intachables y valerosos muertos. ¿Cree usted que voy a tener ahora piedad por un burócrata sin empleo, al que por mí deberían colgar y arrastrar y descuartizar, por todo el daño que ha hecho a este país?

—Yo sólo dije la verdad —estaba congestionado. Estaba mareado de terror y vergüenza.

—Dijo usted una verdad parcial —dijo él—. ¡A la que se ha dado validez general! «Los funcionarios públicos cultos y compasivos son casi seguro espías rusos.» Eso es lo único que dicen los viejos estafadores y embaucadores semianalfabetos que quieren recuperar el gobierno, que creen que les pertenece por derecho. Sin las estupideces simbióticas de usted y de Leland Clewes, jamás habrían establecido esa conexión entre traición, piedad y talento. ¡Ahora quítese de mi vista!

—Señor —dije. Habría huido si hubiera podido, pero estaba paralizado.

—¡Es usted otro imbécil más que, por estar en el lugar inadecuado en el momento inadecuado —dijo—, logró que retrocediese un siglo el humanitarismo! ¡Lárguese!

Muy fuerte, sí.

8

Así que allí estaba yo sentado en el banco a la salida de la prisión, esperando el autobús, con el sol de Georgia cayéndome a plomo. Una gran limusina Cadillac, con cortinas azul claro dibujándose tras las ventanillas de atrás, pasó ronroneando lentamente al otro lado del seto central de la autopista, por los canales que la llevarían al cuartel general de la base de las Fuerzas Aéreas. Sólo pude ver al chófer, un negro, que miraba con curiosidad hacia la prisión. El lugar no era claramente una prisión. Había un modestísimo cartel al pie del asta de la bandera que sólo decía esto: «R.S.M.A.F., Sólo Personal Autorizado.»

La limusina continuó, hasta llegar a un cruce, unos cuatrocientos metros más allá. Luego, dio la vuelta y paró su relumbrante parachoques delantero a unos centímetros de mi nariz. Allí, reflejado en aquel parachoques perfecto, volvía a ver a mi conserje eslavo viejecito. Resultó ser la misma limusina que había producido la falsa alarma de que llegaba Virgil Greathouse hacía un rato. Llevaba tiempo buscando la prisión.

El chófer salió, y me preguntó si era realmente aquello la prisión.

Se me pedía, pues, que emitiese mi primer sonido de hombre libre.

—Sí —dije.

El chófer, que era un individuo de mediana edad, grande y serenamente paternal, que vestía uniforme de color tostado y polainas negras de cuero, abrió la puerta trasera, y habló dirigiéndose hacia el interior que estaba en penumbra.

—Caballero —dijo, utilizando exactamente la mezcla adecuada de pesar y respeto—, hemos llegado a nuestro destino.

Unas letras bordadas en hilo rojo de seda sobre el bolsillo del pecho identificaban a su patrono: «RAMJAC», decían.

Como yo descubriría más tarde: Los viejos camaradas de Greathouse les habían proporcionado a él y a sus abogados un medio de transporte rápido y secreto de su casa al presidio, para que no hubiese apenas testigos de su humillación. Una limusina de la Pepsi-cola le había recogido antes del amanecer en la entrada de servicio del edificio Waldorf de Manhattan, que era donde vivía. Le había llevado luego al aeropuerto de la Marina, junto a La Guardia, y directamente hasta la pista aérea. Un reactor de la Resorts International estaba esperándole allí. Le llevó hasta Atlanta, donde estaba esperándole, también en la misma pista, una limusina encortinada que había suministrado la Oficina de Distrito del Sureste de la RAMJAC Corporation.

Y de allí salió Virgil Greathouse... vestido casi exactamente como yo, con un traje de raya fina gris y una camisa blanca y una corbata con los colores del regimiento. Nuestros regimientos eran distintos. Él era un Coldstream Guard. Iba, como siempre, chupando su pipa: me miró brevísimamente.

Y luego salieron dos elegantes abogados... uno joven, el otro viejo.

Mientras el chófer iba al maletero de la limusina a por el equipaje del reo, éste y sus dos abogados miraron la prisión como si fuese una propiedad inmobiliaria que pensasen comprar, si el precio era bueno. Hubo un chispeo en los ojos de Greathouse; imitaba en su pipa el gorjeo de pájaros. Debía estar pensando en lo duro que era. Sus abogados me contaron luego que había estado dando clases de boxeo y de
jiu-jitsu
y de
karate
, desde que se había convencido de que iba de verdad a ir a la cárcel.

«Bueno —pensé para mí al oírlo—, no habrá nadie en esta prisión concreta que quiera pelear con él, pero, de todos modos, le quebrarán la espalda. A todo el mundo le quiebran la espalda la primera vez que va a la cárcel. Se cura con el tiempo, pero nunca queda uno igual que antes. Por muy duro que pueda ser Virgil Greathouse, nunca volverá a caminar igual o a sentirse igual.»

Virgil Greathouse no me había reconocido. Sentado allí en aquel banco, yo podría haber sido un cadáver en el barro de un campo de batalla, y él un general que hubiera pasado durante un breve período de calma a ver cómo iban las cosas.

No me sorprendió. Pensé, sin embargo, que podría reconocer la voz que salió de la prisión, que pudimos oír todos ya claramente. Era la voz de su colaborador más íntimo en lo de Watergate, Emil Larkin, que cantaba a pleno pulmón el espiritual negro: «A veces me siento como un hijo sin madre.»

Greathouse no tuvo tiempo de mostrar su reacción a la voz, pues saltó un caza de una pista próxima, haciendo pedazos el cielo. Era un ruido que retorcía las tripas a todo el que no lo hubiera oído y oído y oído una y otra vez. No había ningún aviso previo. Era siempre una explosión apocalíptica sobre la cabeza.

Greathouse, los abogados y el chófer se echaron al suelo. Luego, se levantaron, maldiciendo y riendo y limpiándose el polvo.

Greathouse, suponiendo correctamente que estaban mirándole y midiéndole y catalogándole personas a quienes no podía ver, hizo unas cuantas fintas de boxeo y alzó la vista al cielo como para decir, cómicamente, «podéis mandar otro. Esta vez estoy preparado». El grupo no avanzó hacia la prisión, sin embargo. Esperó junto a la limusina, aguardando una especie de fiesta de bienvenida. Greathouse quería, pensé, un último reconocimiento final de su rango social en terreno neutral, una especie de rendición en Appomattox, con el director como Ulises S. Grant y él mismo como Robert E. Lee.

Pero el director ni siquiera estaba en Georgia. Habría estado allí si le hubiesen dicho con tiempo que Greathouse iba a llegar aquel día concreto a rendirse. Pero estaba en Atlantic City, dirigiendo una asamblea de la Asociación Norteamericana de Funcionarios de Libertad Condicional. Así que fue por fin Clyde Carter, el vivo retrato del presidente Carter, quien salió por la puerta principal y dio unos cuantos pasos hacia ellos. Clyde sonreía.

—Entren todos —dijo.

Y entraron, con el chófer cerrando la comitiva, con dos bolsas de viaje de piel y un neceser a juego. Clyde le cogió las maletas en el umbral, y le dijo cortésmente que volviese a la limusina.

—No le necesitaremos aquí —dijo Clyde.

Así que el chófer volvió a la limusina. Se llamaba Cleveland Lawes, una especie de tergiversación del nombre del individuo a quien yo había destruido: Leland Clewes. Sólo había ido a la escuela primaria, pero leía cinco libros a la semana mientras esperaba por gente, principalmente ejecutivos de la RAMJAC y clientes y proveedores. Como le habían capturado los chinos en la guerra de Corea, y había estado realmente en China un tiempo trabajando como marinero de cubierta de un vapor de cabotaje en el mar Amarillo, hablaba bastante bien el chino.

Cleveland Lawes estaba leyendo por entonces
Archipiélago Gulag
, una descripción del sistema carcelario de la Unión Soviética explicado por otro antiguo presidiario, Alexander Solzenitsin.

En fin, allí estaba yo completamente solo sentado en un banco en un lugar perdido como aquél. Entré de nuevo en un período de catatonia, de mirar al frente fijamente, al vacío, y dar tres palmadas cada poco con mis queridas manos.

Según me dice Cleveland Lawes, nunca se habría fijado en mí, si no hubiera sido por esas palmadas.

Pero se fijó en mí porque di las tres palmadas. Pensó que tenía que saber por qué hacía yo aquello.

¿Le expliqué el porqué de las palmadas? No. Era demasiado complicado y demasiado tonto. Le conté que estaba ensoñando sobre el pasado y que cuando recordaba un momento feliz alzaba las manos y aplaudía tres veces.

Se ofreció a llevarme hasta Atlanta.

Y allí estaba ya, después de sólo media hora de libertad, sentado en el asiento delantero de una limusina aparcada. Las cosas iban muy bien, en principio.

Y si Cleveland Lawes no se hubiese ofrecido a llevarme a Atlanta, nunca habría llegado a ser lo que es hoy, director de personal de la Delegación Transico de la RAMJAC Corporation. Transico tiene servicios de limusina y flotas de taxis y agencias de alquiler de coches y apartamentos y garajes en todo el Mundo Libre. Transico puede incluso alquilar muebles. Se los alquila a mucha gente.

Le pregunté si a sus pasajeros no les molestaría que me llevase a Atlanta.

Dijo que él nunca les había visto antes, y que no esperaba volver a verles nunca... que no trabajaban para la RAMJAC. Añadió el curioso detalle de que él no había sabido que su principal pasajero era Virgil Greathouse hasta que llegaron a la prisión. Hasta aquel momento, Greathouse había estado disfrazado con una barba postiza.

Estiré el cuello para mirar al asiento trasero, donde vi una barba con una de las patillas de alambre enganchada en la manilla de una puerta.

Cleveland Lawes dijo en broma que no sabía si volverían los abogados de Greathouse.

—Cuando miraban la prisión —dijo—, me pareció que estaban calculando si les iba a la medida.

Me preguntó si había viajado antes en limusina. Le dije que no, por abreviar. De niño, claro, había ido muchas veces con mi padre en el asiento delantero de las limusinas de Alexander Hamilton McCone. En mi juventud, cuando me preparaba para Harvard, había ido muchas veces con el señor McCone en el asiento de atrás, con un cristal de separación entre mi padre y yo. El cristal de separación no me había parecido extraño entonces, ni sugerente siquiera.

Y en Nuremberg había sido dueño de aquel dragón grotesco, aquel turismo Mercedes. Pero era un coche descapotable, estrafalario hasta sin los impactos de bala de la tapa del maletero y el parabrisas trasero. Entre los bávaros me daba el estatus de un pirata... en posesión temporal de bienes robados que sin duda serían robados de nuevo una y otra vez.

Pero sentado allí a la salida de la prisión, me di cuenta de que llevaba unos cuarenta y cinco años sin sentarme en una auténtica limusina... Pese a lo que había llegado a encumbrarme en el escalafón del Estado, nunca había tenido derecho a limusina, ni había estado a tres puestos siquiera de tener una propia ni de usarla esporádicamente. Ni había logrado seducir jamás a un superior que la tuviera para que me dijese: «Joven; quiero hablar con usted de este asunto más detenidamente. Entre usted en el coche conmigo.»

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