Pero había un problema: no era un billete de dólar. Era un billete de veinte dólares.
En parte, eché la culpa a Sarah de este catastrófico error. Mientras yo sacaba el dinero de la cartera, ella estaba burlándose de nuevo del amor sexual, fingiendo que la música la llenaba de lujuria. Me deshizo el lazo de la pajarita, que yo no conseguiría volver a hacer. Me lo había hecho la madre de un amigo en cuya casa me hospedaba. Sarah besó apasionadamente las puntas de dos de sus dedos y luego apretó los dedos contra mi cuello blanco, dejando allí una mancha de carmín.
Entonces cesó la música. Esbocé una sonrisa de agradecimiento. Diamond Jim Brady, reencarnado como el hijo demente de un chófer de Cleveland, entregó al gitano un billete de veinte dólares.
Al principio, el gitano no mostró sorpresa alguna, imaginando que le había dado un dólar.
Sarah, creyendo también que se trataba de un dólar, pensó que había dado demasiada propina.
—Dios mío —dijo.
Pero luego, quizás para fastidiar a Sarah con el billete que ella habría preferido que yo recuperase, pero que ahora ya era suyo, todo suyo, el gitano lo extendió, con lo cual su numeración astronómica se hizo patente por primera vez para todos. El gitano se quedó tan atónito como nosotros.
Y luego, siendo como era un gitano y, en consecuencia, un microsegundo más vivo respecto al dinero que nosotros, salió como un tiro del restaurante y se perdió en la noche. Aún sigo preguntándome si volvería alguna vez a por el estuche de su violín.
¡Pero imaginaos el efecto que le causó a Sarah!
Creyó que yo lo había hecho a propósito, que era tan imbécil como para imaginar que esto sería para ella algo sumamente erótico. Nunca me han despreciado tanto.
—Eres un tipejo increíble —dijo—. Casi todas las conversaciones de este libro son, por necesidad, reconstrucciones imprecisas... pero cuando afirmo que Sarah Wyatt me llamó «tipejo increíble», cito exactamente lo que dijo.
Aclaremos un poco el insulto: La palabra «tipejo» se introdujo por aquel entonces, y tenía un sentido muy concreto: era el individuo, y disculpad la expresión, que se comía las burbujas de sus propios pedos en la bañera.
—Puñetero de mierda —me dijo. Un «puñetero» era una persona que se masturbaba demasiado. Ella lo sabía. Ella sabía todas esas cosas.
—¿Pero quién te crees que eres? —dijo—. Vamos, hombre, a ver, dime, ¿quién te crees tú que soy yo? ¿Te crees que soy tonta? ¿Cómo te atreviste a pensar que era tan tonta que eso me parecería de buen tono?
Puede que fuese el peor trago de mi vida. Me sentí peor de lo que me sentí cuando me metieron en la cárcel... peor, incluso, que cuando me soltaron otra vez. Puede que me sintiese peor que cuando prendí fuego en Chevy Chase a la tapicería que mi mujer estaba a punto de entregar a un cliente.
—¿Me llevas a casa, por favor? —me dijo Sarah Wyatt. Nos fuimos sin comer, pero no sin pagar. No pude evitarlo: fui llorando todo el camino.
Le expliqué de forma incoherente en el taxi que nada de aquello había sido idea mía, que yo era un robot inventado y controlado por Alexander Hamilton McCone. Confesé que era medio polaco y medio lituano y sólo un hijo de chófer a quien habían mandado ponerse la ropa y adoptar los aires de un caballero. Dije que no iba a volver a Harvard y que ni siquiera estaba seguro de desear seguir viviendo.
Yo estaba tan afligido y Sarah tan apenada e interesada, que nos hicimos muy íntimos, digamos, intermitentemente, durante siete años.
Al cabo de un tiempo, dejó Pine Manor. Se hizo enfermera. Mientras estudiaba enfermera, le impresionaron tanto las enfermedades y muertes de los pobres que acabó ingresando en el partido comunista y me haría ingresar también a mí.
Así que puede que yo nunca me hubiese hecho comunista si Alexander Hamilton McCone no hubiera insistido en que llevase a una chica guapa al Arapahoe. Y ahora, cuarenta y cinco años después, entraba yo de nuevo en el vestíbulo del Arapahoe. ¿Por qué había decidido pasar allí mis primeras noches de libertad? Por lo irónico del asunto. No hay norteamericano que sea tan viejo y pobre y sin amigos que no pueda hacerse una colección con algunas de las pequeñas ironías más exquisitas de la ciudad.
Allí estaba yo de nuevo, había vuelto a donde un dueño de restaurante me había dicho por primera vez:
«Bon appetit!»
Un gran sector del vestíbulo originario era ahora agencia de viajes. Lo que quedaba para los huéspedes era un estrecho pasillo con una mesa de recepción al fondo. No era lo bastante ancho para que cupiese en él un sofá o un sillón. Las vidrieras de espejo a través de las cuales habíamos atisbado Sarah y yo para ver el famoso comedor habían desaparecido. La arcada en la que estaban aún seguía allí, pero estaba obstruida por una pared tan brutal y directa como el muro que impedía a los comunistas convertirse en capitalistas en Berlín, Alemania. Había un teléfono público fijado al muro. Estaba descerrajado. No tenía auricular ni micrófono.
Y, sin embargo, ¡el hombre de la mesa de recepción que estaba allí lejos al fondo, parecía vestir esmoquin e incluso
boutonnière
!
Mientras avanzaba hacia él, me di cuenta, sin embargo, de que el error de mis ojos había sido un error inducido. Aquel individuo llevaba en realidad una camiseta de algodón sobre la que había impreso una chaqueta de esmoquin
trompe l’œil
con camisa, con
boutonnière
, pajarita, gemelos, pañuelo en el bolsillo y todo. Nunca había visto yo una camiseta igual. No me pareció cómico. Me quedé muy confuso. En cierto modo, no era un chiste.
El encargado de noche tenía una barba auténtica y un ombligo aún más agresivamente auténtico, perfectamente a la vista por encima de sus pantalones bajos de cintura. Ya no viste así, he de decirlo; ahora es vicepresidente encargado de compras de Hospitality Associates, Ltd., una sucursal de la RAMJAC Corporation. Ahora tiene treinta años. Se llama Israel Edel. Como mi hijo, está casado con una negra. Es doctor en historia por la Universidad de Long Island,
summa cum laude
y es un Phi Betta Kappa. De hecho, la primera vez que nos vimos, para mirarme Israel tuvo que alzar la vista de las páginas de
The American Scholar
, la erudita publicación mensual Phi Betta Kappa. Aquel trabajo como encargado nocturno de recepción en el Arapahoe era el mejor que había podido encontrar.
—Tengo hecha la reserva —dije.
—¿Tiene hecha qué? —dijo. No se trataba de grosería. La sorpresa era auténtica. Nadie hacía ya reservas en el Arapahoe. La única forma de llegar allí era inesperadamente, como consecuencia de algún infortunio. Como me dijo Israel precisamente el otro día, que nos encontramos por casualidad en el ascensor: «Hacer una reserva en el Arapahoe es como hacer una reserva en una sala de quemados.» Por cierto que ahora supervisa la adquisición del Arapahoe, que, junto con otros cuatrocientos negocios hoteleros de todo el mundo, incluyendo uno en Katmandú, es un hotel de la Hospitality Associates Ltd.
Buscó mi carta en unos casilleros que había detrás de él y que, por lo demás, estaban vacíos.
—¿Una semana? —dijo incrédulo.
—Sí —dije yo.
Mi nombre no significaba nada para él. Su campo de especialidad histórico eran las herejías en la Normandía del siglo
XIII
. Pero advirtió que yo era un ex presidiario: por aquel remite tan raro del sobre, un número de apartado postal en un lugar remoto de Georgia y unos números detrás de mi nombre.
—Lo menos que podemos hacer —dijo— es darle, a usted la suite nupcial.
En realidad, no había suite nupcial. Todas las suites habían sido divididas en celdas hacía mucho. Pero había una celda, y sólo una, que estaba recién pintada y empapelada... debido, según supe más tarde, al espantoso asesinato de un prostituto que había tenido lugar allí. Israel Edel no pretendía ser desagradable ni grosero. Quería ser amable. En realidad, la habitación era muy alegre.
Me dio la llave, que, según descubrí más tarde, abría prácticamente todas las puertas del hotel. Le di las gracias y cometí un pequeño error que solemos cometer nosotros, los coleccionistas de ironías. Intenté compartir una ironía con un extraño. Es algo que no puede hacerse. Le expliqué que había estado en el Arapahoe antes: en Milnovecientos Treintaiuno. No manifestó el menor interés. No se lo reprocho.
—Estaba corriéndome una juerga con una chica —dije.
—Ya —dijo él.
Insistí, sin embargo. Le conté cómo habíamos atisbado los dos por las puertas de batientes y visto el famoso restaurante. Le pregunté qué había ahora al otro lado de la pared. Su respuesta, que él mismo consideraba una descripción suavizada de los hechos, fue para mí tan dura como si me hubiese dado un bofetón. Me dijo lo siguiente:
—Películas porno puño.
Yo jamás había oído una cosa así. Le pregunté vacilante qué era.
Esto le despertó un poco, el que me sorprendiera y me asombrara tanto. Le fastidiaba, según me confesaría él mismo más tarde, el haberle explicado a un dulce viejecillo cosas tan terribles respecto a lo que pasaba en la puerta de al lado. Él podría haber sido mi padre, y yo su hijito. Llegó a decirme incluso:
—Es una tontería.
—Explíquemelo —dije.
Así que me explicó lenta y pacientemente, y con bastante renuencia, que allí había una sala de cine, justo donde antes estaba el restaurante. Y que aquella sala de cine estaba especializada en películas de actos de amor homosexuales masculinos, cuya culminación solía consistir en que uno de los actores embutía el puño por el trasero de otro actor.
La verdad, yo no sabía qué decir. Nunca había imaginado que la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica y la fascinante tecnología de una máquina cinematográfica se combinasen para formar una atrocidad tal.
—Perdone —me dijo.
—No creo que tenga usted la culpa, joven —dije—. Buenas noches.
Y fui en busca de mi habitación.
Pasé ante el muro brutal que estaba donde habían estado las vidrieras de espejo, camino del ascensor. Paré un momento allí. Mis labios musitaron algo que yo mismo no entendí de momento.
Y luego me di cuenta de que mis labios debían haber dicho lo que tenían que decir.
Era, por supuesto:
«Bon appetit.»
¿Qué me reservaría el día siguiente?
Me encontraría, entre otras cosas, a Leland Clewes, el hombre al que había traicionado en Milnovecientos Cuarentainueve.
Pero primero desharía el equipaje y colocaría ordenadamente mis escasas pertenencias, leería un ratito y luego me entregaría al sueño reparador. Sería ordenado. «Al menos ya no fumo», pensé. Para empezar, la habitación estaba muy limpia.
Dos cajones de arriba del armario aceptaron sin problema todo lo que yo poseía, pero de todos modos miré en los demás cajones. Descubrí así que el de abajo del todo contenía siete clarinetes incompletos: sin estuches, boquillas ni pabellones.
A veces pasan esas cosas en la vida.
Lo que debería haber hecho, sobre todo teniendo en cuenta que era un ex presidiario, era bajar inmediatamente a recepción y decir que era custodio involuntario de un cajón lleno de piezas de clarinete y que quizás hubiese que llamar a la policía. Eran robados, claro. Al día siguiente, me enteraría de que procedían del asalto a mano armada de un camión en la autopista de Ohio... robo en el que había resultado muerto el conductor del camión. Así pues, cualquier persona relacionada con los instrumentos incompletos, en caso de que apareciesen, podría ser también cómplice de asesinato. Al parecer, se había comunicado a todas las tiendas de música del país que debían llamar inmediatamente a la policía si un cliente empezaba a hablar de comprar o vender cantidades apreciables de piezas de clarinete. Calculé que lo que había en aquel cajón sería una milésima parte del material robado.
Pero me limité a cerrar de nuevo el cajón. No quería bajar otra vez a recepción. En mi habitación no había teléfono. Ya lo diría por la mañana.
Me di cuenta de que estaba agotado. Aún no era la hora del telón en los cines y teatros de abajo, pero apenas si podía mantener abiertos los ojos. Así que bajé la persiana y me acosté. Me puse, como solía decir mi hijo cuando era pequeño, «a domi-ir», es decir, «a dormir».
Soñé que estaba sentado en un sillón en el club Harvard de Nueva York, a sólo cuatro bloques de distancia. No era joven otra vez. No era un presidiario, sin embargo, sino un hombre de mucho éxito en la vida: el director de una fundación de dimensiones medias, por ejemplo, o viceministro del Interior, o director ejecutivo de la Fundación Nacional de Protección a las Letras, o alguna cosa así. Estaba sinceramente convencido de que habría sido algo así en mis años crepusculares si no hubiese declarado contra Leland Clewes en Milnovecientos Cuarentainueve.
Era un sueño compensatorio. Me gustó mucho. Mis ropas estaban en perfecto estado. Aún vivía mi esposa. Yo tomaba coñac y café después de una excelente cena con varios miembros del curso de Milnovecientos Treintaicinco. Un detalle de la vida real incorporado al sueño: me sentía orgulloso de no fumar ya.
Pero entonces, sin darme cuenta, acepté un cigarrillo. Era sólo una satisfacción civilizada más, muy a tono con la agradable conversación y la digestión satisfactoria y demás. «Sí, sí...» dije, recordando ciertas travesuras juveniles. Reí entre dientes, los ojos chispeando. Inhalé el humo hasta las plantas de los pies.
En el sueño, me desplomé en el suelo entre convulsiones. En la vida real, me caí de mi cama del hotel Arapahoe. En el sueño, mis húmedos, inocentes y rosados pulmones se convirtieron en dos negras uvas pasas. Empecé a rezumar un alquitrán acre y marrón por orejas y narices.
Pero lo peor de todo era la
vergüenza
.
Aunque empezaba a darme cuenta ya de que no estaba en el club Harvard y de que no había viejos condiscípulos sentados en sus sillones de cuero mirándome, e incluso después de descubrir que aún podía aspirar aire y que me nutría... incluso entonces, aún seguía sofocado por la vergüenza.
Acababa de destruir la única cosa que había en mi vida de la que podía sentirme orgulloso: el hecho de no fumar ya.
Y, al despertarme, examiné mis manos a la luz que subía de Times Square y caía luego de rebote sobre mí desde el techo recién pintado. Extendí los dedos y volví las manos hacia un lado y hacía otro, como habría hecho un mago. Era como si mostrase a un público imaginario que el cigarrillo que hacía sólo un momento sostenía en la mano se había desvanecido en el aire sutil.