Puede que el señor McCone estuviera borracho cuando escribió aquella carta, no sé. «Trabajar siempre y no jugar nunca —escribía—, convierten a Jack en un niño tonto.»
Y la chica a la que invité, la hermana gemela de mi compañero de habitación, es una de las cuatro mujeres a las que llegaría a querer de verdad. La primera fue mi madre. La última mi esposa.
La chica se llamaba Sarah Wyatt. Tenía dieciocho años, por lo menos, e igual yo. Hacía un curso de dos años muy fácil en un colegio para niñas ricas de Wellesley, Massachusetts, el Pine Manor. Su familia vivía en Pride’s Crossing, al norte de Boston, hacia Gloucester. Cuando salíamos juntos en Nueva York, ella se instalaba con su abuela materna, viuda de un corredor de bolsa, en un enclave estrafalariamente extemporáneo de calles sin salida y parques de bolsillo y hoteles-apartamentos isabelinos llamado Ciudad Tudor, junto al East River, y que formaba, en realidad, una especie de puente con la calle Cuarenta y dos. Y, lo que son las cosas, mi hijo vive ahora en Ciudad Tudor. Y también el señor Leland Clewes y su esposa.
El mundo es un pañuelo.
Ciudad Tudor era un barrio nuevo, pero ya en baja y casi vacío cuando llegué yo allí en mi taxi a recoger a Sarah para ir al Hotel Arapahoe en Milnovecientos Treintaiuno. Yo llevaba un esmoquin que me había hecho a la medida el mejor sastre de Cleveland. Tenía un encendedor de plata y una pitillera de plata ambos regalo del señor McCone. Tenía, además, cuarenta dólares en la cartera. En Milnovecientos Treintaiuno, podría haber comprado todo el estado de Arkansas por cuarenta dólares.
Volvamos otra vez al asunto de las medidas físicas. Sarah Wyatt era siete centímetros y medio más alta que yo, y a ella le daba igual. Hasta tal punto le daba igual que cuando fui a buscarla a Ciudad Tudor, llevaba puestos unos zapatos de tacón alto con el traje de noche.
Una prueba más clara de que no le importaba la disparidad de nuestras estaturas respectivas: Sarah Wyatt estaría comprometida conmigo en matrimonio durante siete años.
No estaba preparada del todo cuando llegué, así que tuve que ponerme a charlar un rato con su abuela, la señora Sutton. Sarah me había advertido en el partido de fútbol de aquella tarde, que no debía mencionarle a la señora Suttonl el suicidio, pues el señor Sutton se había tirado por la ventana de su oficina de Wall Street en Milnovecientos Veintinueve cuando el hundimiento de la Bolsa.
—Tiene usted una casa muy bonita, señora Sutton —le dije.
—Es usted la única persona que lo cree —dijo ella—. Es muy pequeña. Desde aquí se huele todo lo que hacen en la cocina.
Era un apartamento de dos dormitorios. Estaba claro que aquella señora iba a menos en el mundo. Sarah decía que había tenido una cuadra de caballos en Connecticut y una casa en la Quinta Avenida y etcétera, etcétera.
Las paredes del pequeño recibidor estaban cubiertas de cintas azules de las carreras de caballos de antes del hundimiento de la Bolsa.
—Veo que ha ganado usted muchas cintas azules —dije.
—No —dijo ella—. Las cintas ésas las ganaron los caballos.
Estábamos sentados en sillas plegables ante una mesita baja en el centro del salón. No había sillones ni sofás. Pero la estancia estaba tan atestada de bargueños y escritorios y armarios y cómodas altas y cómodas bajas y tocadores galeses y armarios roperos y relojes antiguos y demás, que me resultaba imposible localizar las ventanas. Y además, aquella señora se dedicaba a almacenar también sirvientes, todos muy viejos. Salió a abrirme una doncella uniformada que luego desapareció deslizándose de lado por una estrecha fisura entre dos muestras impresionantes de ebanistería.
Luego salió un chófer uniformado de la misma hendidura y preguntó a la señora Sutton si quería ir aquella noche a algún sitio en el «eléctrico». Había, al parecer, por entonces mucha gente, sobre todo señoras de edad, que tenían coches eléctricos. Parecían cabinas telefónicas con ruedas. Debajo del suelo llevaban unas baterías de acumuladores que pesaban muchísimo. La velocidad máxima era de veinte kilómetros por hora y había que recargarlos cada cincuenta kilómetros o así. Tenían timones, como los barcos de vela, en vez de volantes de automóvil.
La señora Sutton dijo que no iría a ningún sitio en el eléctrico, y el viejo chófer dijo que en ese caso se iría al hotel. Había otros dos sirvientes más, a los que no llegué a ver. Se iban todos a pasar la noche a un hotel para que Sarah pudiese disponer de la segunda habitación, donde normalmente dormían ellos.
—Supongo que todo esto le parece a usted muy provisional —me dijo la señora Sutton.
—No, madame —dije.
—Es absolutamente permanente —dijo—. No tengo ninguna esperanza de mejorar de condición sin un hombre. Eso fue lo que me enseñaron. Me educaron así.
—Sí, madame —dije.
—Un hombre con un esmoquin tan elegante como el suyo sólo debería llamar «madame» a la reina de Inglaterra —dijo.
—Procuraré recordarlo —dije.
—Ay, aún es usted un niño —dijo ella.
—Sí, madame —dije.
—Explíqueme de nuevo el parentesco que tiene con los McCone —me dijo.
Yo jamás le había dicho a nadie que estuviese emparentado con los McCone, pero había otra mentira que solía contar: una mentira que, como todo lo demás que se refería a mí, había inventado el señor McCone. Dijo que sería perfectamente aceptable, que podía resultar interesante incluso, admitir que mi padre no tenía un centavo. Pero sería absolutamente inadmisible tener por padre a un sirviente.
La mentira era la siguiente, y se la conté a la señora Sutton:
—Mi padre trabaja para el señor McCone como conservador de su colección de arte. Además, aconseja al señor McCone lo que tiene que comprar.
—Un hombre culto —dijo ella.
—Estudió arte en Europa —dije—. No es un hombre de negocios.
—Un soñador —dijo.
—Sí —dije yo—. Si no fuese por el señor McCone, yo no podría ir a Harvard.
—«Starbuck...» —musitó—. Creo que ese apellido procede de Nantucket.
También estaba preparado para esto.
—Sí —le dije—, pero mi bisabuelo dejó Nantucket cuando la Fiebre del Oro y no volvió más. Tengo que ir un día a Nantucket a ver los archivos, para ver si figuramos allí.
—Así que una familia de California —dijo ella.
—Nómadas, en realidad —dije yo—. California, sí... pero también Oregón y Wyoming, y Canadá y Europa. Pero fueron siempre gente de libros... profesores y así.
Yo era como flogisto puro, aquel elemento imaginario de antaño.
—Así que desciende usted de capitanes balleneros —dijo.
—Sí, supongo que sí —dije yo. Las mentiras no me producían la menor desazón.
—Y antes de vikingos —dijo.
Me encogí de hombros.
Había decidido quererme mucho... y seguiría con la misma idea hasta el final. Como me explicaría Sarah más tarde, la señora Sutton solía referirse a mí como su pequeño vikingo. No viviría lo suficiente para ver a Sarah prometerse conmigo en matrimonio y plantarme luego. Murió hacia Milnovecientos Treintaisiete... sin un centavo, en un apartamento amueblado con poco más que una mesita baja, dos sillas plegables y su cama. Había vendido todos sus tesoros para poder vivir y mantener a sus viejos criados, que no habrían tenido a donde ir ni qué comer sin ella. Les sobrevivió a todos. La doncella, que se llamaba Tillie, fue la última que murió. Dos semanas después de la muerte de Tillie, también se fue de este mundo la señora Sutton.
Pero entonces, en Milnovecientos Treintaiuno, mientras yo esperaba a que Sarah terminara de arreglarse, la señora Sutton me contó que el padre del señor McCone, el fundador de la Cuyahoga Bridge and Iron, construyó una casa inmensa en el sitio en que pasaba ella los veranos en su juventud, en Bar Harbor, Maine. Una vez terminada, decidió dar un gran baile con cuatro orquestas y no asistió nadie.
—Resultaba muy elegante y muy noble humillarle así —dijo—. Recuerdo que me sentí muy feliz al día siguiente. Ahora no puedo evitar preguntarme si no estaríamos un poco locos todos. No quiero decir que estuviésemos locos por perdernos una fiesta maravillosa o por herir los sentimientos de Daniel McCone. Daniel McCone era un individuo absolutamente detestable. Lo que era una locura era que todos imagináramos que Dios estaba pendiente de nosotros, y que nos adoraba y nos garantizaba a todos asientos a su diestra por haber humillado a Daniel McCone.
Le pregunté qué había sido de la mansión de los McCone en Bar Harbor. Mi mentor nunca me había hablado de ella.
—El señor y la señora McCone desaparecieron de Bar Harbor al día siguiente —me dijo— con sus dos hijos pequeños, según creo.
—Sí —dije—. Y uno de ellos se convertiría luego en tutor mío. El otro en presidente del consejo de administración de la Cuyahoga Bridge and Iron.
—Al cabo de un mes —dijo—, por el Labor Day
[3]
, aunque entonces no había Labor Day... cuando ya estaba a punto de terminar el verano, llegó un tren especial. Debía tener unos ocho vagones de carga y otros tres para obreros. Venían de Cleveland. Debían ser de la fábrica del señor McCone, ¡qué pálidos estaban! Eran extranjeros casi todos... alemanes, polacos, italianos, húngaros. ¡Quién podía saberlo! Nunca se había visto gente como aquélla en Bar Harbor. Dormían en el tren. Comían en el tren. Se dejaban conducir como borregos de la mansión al tren y del tren a la mansión. Sólo se llevaron los tesoros artísticos de mayor valor, pinturas y esculturas y tapices y alfombras que eran piezas de museo.
La señora Sutton alzó los ojos y continuó:
—Oh, señor... ¡qué no se dejarían allí! Y luego, los obreros cogieron todas las placas de cristal de las ventanas y de las puertas y las claraboyas. Sacaron todas las tejas del tejado. Murió un obrero, recuerdo, porque se le cayó una teja encima. Hicieron agujeros en el tejado desmantelado. Cargaron también en el tren las tejas y el cristal, para que nadie pudiese utilizarlo para reparaciones. Luego se marcharon. Nadie había hablado con ellos, y ellos no habían hablado con nadie.
»La marcha de aquella gente fue algo muy especial, quienes la presenciaron no pudieron olvidarla —dijo la señora Sutton—. En aquellos tiempos, los trenes eran una cosa muy divertida, porque armaban mucho ruido en la estación con los silbatos y las campanas, pero aquel tren especial de Cleveland se fue en silencio, como un fantasma. Estoy segura de que el maquinista tenía órdenes de Daniel McCone de no pitar ni tocar la campanilla.
Y así quedó la mejor mansión de Bar Harbor y la mayoría de sus pertenencias, con sábanas y mantas y edredones aún en todas las camas, según la señora Sutton, y con cristalerías y vajillas de porcelana en los aparadores y con miles de botellas de vino en las bodegas, abandonadas a la muerte.
La señora Sutton cerró los ojos, recordando el deterioro de la mansión, año tras año.
—Sin que sirvieran de nada a nadie, señor Starbuck —dijo.
Surgió entonces de entre el mobiliario la joven Sarah, lista al fin. Llevaba dos orquídeas, que yo le había mandado. También habían sido inspiración de Alexander Hamilton McCone.
—¡Qué hermosa estás! —dije, levantándome extasiado de mi silla plegable. Era verdad, sin duda, pues Sarah era alta y esbelta y de pelo dorado y ojos azules. Tenía la piel como el satén. Los dientes como perlas. Pero irradiaba tanta sexualidad como la mesa de cartas de su abuela.
Y seguiría siendo así durante los siete años siguientes. Sarah Wyatt creía que la relación sexual no era más que una especie de caída de nalgas fácil de eludir. Para ello, no tenía más que recordar al presunto amante la ridiculez de lo que estaba proponiendo. La primera vez que la besé, que fue en Vallesley una semana antes, tuve de pronto la sensación de haberme convertido en una tuba y que estaba interpretando una pieza conmigo. Sarah se retorcía de risa, con los labios aún pegados a los míos. Me hizo cosquillas. Me sacó los faldones de la camisa, dejándome en un desaliño humillante. Fue terrible. No se reía de la sexualidad de un modo juvenil y nervioso, algo que un hombre pueda tener la esperanza de modular con ternura y habilidad anatómica. Eran las desenfrenadas risotadas que provoca una película de los hermanos Marx.
Hay una frase que parece obligada a este respecto: «Casa de nadie.»
Esta frase la utilizó un compañero de curso de Harvard que salió también con Sarah, pero sólo dos veces, que yo recuerde. Le pregunté qué le parecía y me contestó con cierta amargura: «¡Casa de nadie!» Este individuo era Kile Denny, un jugador de fútbol de Filadelfia. Alguien me contó hace poco que Kile murió de una caída en la bañera el día que los japoneses bombardearon Pearl Harbor. Se abrió la cabeza con un grifo.
Así que puedo fijar la fecha de la muerte de Kile Denny con absoluta exactitud. Siete de diciembre de Milnovecientos Cuarentaiuno.
—Estás muy guapa, cariño —dijo la señora Sutton a Sarah.
La señora Sutton era patéticamente anciana... unos cinco años más joven que yo ahora. Pensé que podría echarse a llorar por la belleza de Sarah, y porque aquella belleza se desvanecería inevitablemente sólo en unos años, y etcétera, etcétera.
Era una mujer muy sabia.
—Me siento tan tonta —dijo Sarah.
—¿No crees que eres guapa? —dijo su abuela.
—Sé que soy guapa —dijo Sarah—. Me miro al espejo y pienso «soy guapa».
—¿Entonces cuál es el problema? —dijo su abuela.
—Es que eso de ser guapa es una cosa muy rara —dijo Sarah—. Otras personas son feas, pero yo soy guapa. Walter dice que soy guapa. Tú dices que soy guapa. Yo digo que soy guapa. Todo el mundo dice «guapa, guapa, guapa», y una empieza a preguntarse qué es eso, y qué tiene de maravilloso.
—Pues que haces
feliz
a la gente con tu belleza —dijo su abuela.
—A mí me hace muy feliz, desde luego —dije. Sarah se echó a reír.
—Es tan tonto —dijo—. Tan estúpido —dijo.
—Quizás no debieses pensar tanto en ello —dijo su abuela.
—Eso es como decirle a un enano que deje de pensar que es enano —dijo Sarah, y se echó a reír de nuevo.
—No deberías seguir diciendo que todo son bobadas y tonterías —dijo su abuela.
—Todo son bobadas y tonterías —dijo Sarah.
—Ya verás como no es así cuando te hagas mayor —le prometió su abuela.
—Yo creo que todas las personas mayores presumen de saber lo que pasa, que dicen que todo es muy serio y muy maravilloso —dijo Sarah—. Que yo sepa, los viejos no han descubierto nada que de verdad sea nuevo. Puede que si la gente no se volviese tan seria de mayor, no tuviéramos ahora una Depresión.