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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Humor, Relato

Pájaro de celda (6 page)

BOOK: Pájaro de celda
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Quienes lean la letra han de tener en cuenta que yo se la oí cantar no a viejos o a gente de mediana edad, sino a universitarios, a chavales, en realidad, que, con una Gran Depresión en marcha y con una Segunda Guerra Mundial en perspectiva, escarnecidos la mayoría por su propia virginidad, tenían razones para sentirse petrificados ante todas las cosas que esperaban de ellos las mujeres de aquella época. Las mujeres esperaban que ganasen buen dinero en cuanto acabaran la carrera y ellos no veían cómo iban a poder conseguirlo con todas las empresas cerradas. Las mujeres esperaban también que fuesen soldados valerosos y había, al parecer, muchas posibilidades de que acabaran destrozados cuando la metralla y las balas volasen. ¿Quién podía ser absolutamente responsable de sus acciones cuando volasen la metralla y las balas? Habría lanzallamas y gases asfixiantes. Se oirían unos estampidos aterradores. Podían volarle la cabeza al que estaba a tu lado... su garganta sería como una fuente.

Y las mujeres, cuando se convertían en esposas, esperaban de ellos que fuesen unos amantes perfectos ya desde la misma noche de bodas... sutiles, tiernos, picaros, respetuosos y cosquilleantemente libertinos, y que supiesen tanto de los órganos de reproducción de ambos sexos como la Facultad de Medicina de Harvard.

Recuerdo lo que decía un audaz artículo de revista que se publicó por aquella época. Hablaba de la frecuencia de las relaciones sexuales de los norteamericanos varones de diversas profesiones y actividades. Los más ardientes eran los bomberos, que hacían el amor diez veces por semana. Los profesores universitarios eran los menos. Sólo hacían el amor una vez al mes. Y un compañero mío de clase, al que, por cierto, mataron luego en la Segunda Guerra Mundial, movió quejumbroso la cabeza y dijo: «Ay... ojalá fuera yo profesor universitario.»

La terrible canción quizá fuese, en realidad, por entonces, una forma de honrar el poder de las mujeres, de afrontar los miedos que inspiraban. Podría compararse sin duda a una canción que hiciese burla de los leones y que cantasen los cazadores de leones la noche antes de salir de cacería.

La letra era así:

Sally estaba en el jardín

las cenizas rebuscando

cuando un pedo se tiró

la pierna cual hombre alzando.

Quince ventanas rompieron

sus bragas al explotar

y sus nalgas así hicieron...

Aquí los cantantes debían dar tres palmadas para completar la estrofa.

2

Mi título oficial en la Casa Blanca de Nixon, el puesto que desempeñaba cuando me detuvieron por malversación y perjurio y por obstaculizar la acción de la justicia, era éste: asesor del presidente para asuntos de la juventud. Me pagaban treinta y seis mil dólares al año. Tenía una oficina, pero no secretaria, en el subsótano del Edificio del Departamento Ejecutivo, justo debajo, precisamente, de la oficina donde se planearon los robos con allanamiento y otros delitos en beneficio del presidente Nixon. Yo oía gente paseando arriba que alzaba a veces la voz. Mis únicos acompañantes en mi propio nivel del subsótano eran el equipo de calefacción y acondicionamiento de aire y una máquina de Coca-Cola de la que creo que sólo yo sabía. Era la única persona que la utilizaba.

Sí, y leía periódicos y revistas de universidades e institutos de secundaria, y
Rolling Stone
y
Crawdaddy
, y cualquier otra cosa que dijese hablar para la juventud. Catalogué afirmaciones políticas en letras de canciones populares. Y creía estar especialmente cualificado para aquel trabajo por haber sido yo también radical en Harvard desde mi primer curso. Y no había sido un diletante, un mero rojillo de salón. Había sido presidente de la sección de Harvard de la Liga Juvenil Comunista. Había sido codirector de un semanario radical,
The Bay State Progressive
. En realidad fui, abierta y orgullosamente, un comunista de los de carnet en el bolsillo hasta que Hitler y Stalin firmaron un pacto de no agresión en Milnovecientos Treintainueve. A mis ojos, cielo e infierno hacían con ello causa común contra los débiles del mundo.

Tras esto, pasé de nuevo a ser un cauto partidario de la democracia capitalista.

Tan aceptable era en otros tiempos ser comunista en este país que el que yo lo fuera no impidió que ganase una beca Rhodes para Oxford después de Harvard y consiguiese luego un puesto en el Ministerio de Agricultura de Roosevelt. ¿Qué podía tener de repulsivo, después de todo, en la Gran Depresión, precisamente, y con otra guerra más por las riquezas y mercados naturales del mundo en perspectiva, el que un joven creyese que toda persona debía trabajar según su capacidad, y ser retribuida, estuviese sana o enferma, fuese joven o vieja, valiente o cobarde, inteligente o imbécil, según sus necesidades básicas? Nadie podía considerarme un enfermo mental por pensar que no tenía por qué repetirse la guerra... que bastaba con que la gente normal de todas partes se hiciese con el control de las riquezas del planeta, disolviese los ejércitos y olvidase las fronteras nacionales; bastaba con que pasasen a considerarse hermanos y hermanas, sí, y madres y padres, también, e hijos de todo el resto de la gente normal... en todas partes. La única persona que quedaría excluida de tal amistosa y misericordiosa sociedad sería la que acaparase más riqueza de la que pudiera necesitar en un momento dado.

E incluso ahora, a la triste edad de sesenta y seis años, noto que aún me tiemblan las rodillas cuando encuentro a alguien que aún piensa que es posible que llegue el día en que habite la tierra una gran familia feliz y pacífica: la Familia del Hombre. Si me conociese ahora a mí mismo tal como era en Milnovecientos Treintaitrés, me desmayaría de respeto y de lástima.

Así pues, mi idealismo no murió ni siquiera en la Casa Blanca de Nixon, no murió siquiera en la cárcel, no murió siquiera cuando me convertí, mi empleo más reciente, en uno de los vicepresidentes del sector Down Home Records de la RAMJAC Corporation.

Sigo creyendo que es posible lograr la paz, la abundancia y la felicidad. Soy un imbécil.

Mientras fui asesor especial para asuntos de la juventud de Richard M. Nixon, desde Milnovecientos Setenta hasta mi detención en Milnovecientos Setentaicinco, en que fumaba cuatro cajetillas de Pall Mall sin filtro diarias, nadie me pidió nunca ni datos ni opiniones ni nada. Ni siquiera tenía que ir a trabajar, y podría haber aprovechado más el tiempo si me hubiera dedicado a ayudar a mi pobre esposa en el pequeño negocio de decoración de interiores que ella llevaba en nuestro domicilio, un chalecito muy pequeño que teníamos fuera, en Chevy Chase, Maryland. Los únicos visitantes que tuve en mi oficina subterránea, cuyas paredes tenían un color marrón dorado de brea de cigarrillo, fueron los agentes especiales que realizaban las operaciones de latrocinio del presidente, cuya oficina estaba sobre la mía. Un buen día tuve un ataque de tos y se dieron cuenta de que había alguien allí mismo debajo de ellos, y que podía estar oyendo todas sus conversaciones. Hicieron varias pruebas, uno de ellos gritando y pateando arriba y otro escuchando en mi oficina. Por fin se convencieron de que no había oído nada y de que yo era, en realidad, un pobre pelagatos inofensivo.

El de los gritos y patadas era un antiguo agente secreto de la CIA; escribía novelas de espías y era licenciado por la Brown University. El que escuchaba abajo era un agente del FBI que antes había sido fiscal de distrito, licenciado por la Universidad de Portham. Yo, por mi parte, como quizás haya dicho ya, era un hombre de Harvard.

Y este hombre de Harvard, que sabía perfectamente que todo lo que escribiese sería hecho pedazos y despachado sin leerlo con el resto del contenido de las papeleras de la Casa Blanca, seguía haciendo unos doscientos informes semanales o más sobre los dichos y hechos de la juventud, con notas al pie, bibliografías y apéndices y todo. Pero las conclusiones que podían extraerse de mis datos variaron tan poco a lo largo de los años que muy bien podría haber enviado el mismo telegrama al Limbo todas las semanas. Su texto habría sido:

L
OS
JÓVENES
AÚN
SE
NIEGAN
A
ACEPTAR
QUE
SEA
ABSOLUTAMENTE
IMPOSIBLE
UN
DESARME
MUNDIAL
Y
UNA
IGUALDAD
ECONÓMICA
GENERAL
. P
UEDE
QUE
LA
CULPA
LA
TENGA
EL
NUEVO
TESTAMENTO
(
QUOD
VIDE
).

W
ALTER
F
. S
TARBUCK

A
SESOR
ESPECIAL
DEL
PRESIDENTE
PARA
ASUNTOS
DE
LA
JUVENTUD

Al final de cada día de trabajo inútil allí en el subsótano, volvía a casa con la única esposa que he tenido en mi vida, que era Ruth... que me esperaba en nuestro chalecito de Chevy Chase, Maryland. Ella era judía; yo no. Así que nuestro único vástago, un hijo que hace ahora crítica literaria para el
New York Times
, es medio judío. Y ha complicado aún más los problemas raciales y religiosos, casándose con una cantante negra que tiene dos hijos de un matrimonio anterior. Su anterior marido era un actor cómico de variedades, de origen portorriqueño llamado Jerry Cha-cha Rivera, que pereció víctima de un disparo mientras era inocente espectador del robo de una estación de lavado de coches de la RAMJAC en Hollywood. Mi hijo ha adoptado a los niños, de modo que legalmente ahora son mis nietos, mis únicos nietos.

La vida sigue.

Mi difunta esposa Ruth, la abuela de esos niños, nació en Viena. Su familia tenía allí una librería de libros raros... antes de que se la quitaran los nazis. Era seis años más joven que yo. A su padre, a su madre y a sus dos hermanos, les mataron en los campos de concentración. A ella la escondió una familia cristiana, pero la descubrieron y la detuvieron, junto con el cabeza de familia, en Milnovecientos Cuarentaidos, así que pasó los dos últimos años de guerra en un campo de concentración, cerca de Munich, que liberaron al fin las tropas norteamericanas. Moriría mientras dormía, en Milnovecientos Setentaicuatro, de angina de pecho, dos semanas antes de mi detención. Adonde fuese yo, y no importaba cómo, allí iba mi Ruth... mientras pudo. Si me maravillaba yo de esto en voz alta, ella decía: «¿En qué otro sitio podría estar? ¿Qué otra cosa podría hacer?»

Podría haber sido una gran traductora, por ejemplo. Se le daban tan bien los idiomas como mal a mí. Yo me pasé cuatro años en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial y no conseguí dominar el alemán. Pero no había idioma europeo del que Ruth no pudiese hablar por lo menos un poco. En el campo de concentración se pasó todo el tiempo, mientras esperaba la muerte, intentando que los demás presos le enseñasen sus idiomas si no los conocía. Así logró hablar con fluidez el caló, la lengua de los gitanos, y aprendió incluso la letra de algunas canciones en vascuence. Podía haber sido retratista. Fue otra cosa que hizo en el campo de concentración. Untaba un dedo en carbonilla y dibujaba en las paredes retratos de la gente. Podía haber sido fotógrafa famosa. Cuando sólo contaba dieciséis años, tres antes de que Alemania se anexionase Austria, fotografió a unos cien mendigos en Viena, todos los cuales eran veteranos de la Primera Guerra Mundial con heridas terribles. Estas fotos se vendieron en portafolios, y encontré recientemente uno de ellos, ante mi desolado asombro, en la colección del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Además, sabía tocar el piano, mientras que yo soy un negado para la música. Ni siquiera puedo cantar
Sally en el jardín
sin desafinar.

Yo era, pues, inferior a Ruth.

Cuando empezaron a irme las cosas mal de veras, en los años cincuenta y en los sesenta, en que no era capaz de conseguir un trabajo decente en ningún sitio, pese a los altos cargos que había ocupado en el gobierno, pese a conocer a tanta gente importante, fue Ruth quien salvó a aquella impopular y pequeña familia de Chevy Chase. Empezó con dos fracasos, que la deprimieron al principio, pero que luego le harían reír hasta saltársele las lágrimas. Su primer fracaso fue como pianista en un salón de cócteles. El propietario le dijo cuando la despidió que era demasiado buena, que la clientela que él tenía... «no apreciaba las cosas delicadas de la vida». Su segundo fracaso fue como fotógrafa de bodas. Sus fotografías siempre tenían un aire de catástrofe prebélica que ningún retoque podía borrar. Era como si todos los de la boda fueran a acabar en las trincheras o en la cámara de gas al poco tiempo.

Pero luego se hizo decoradora de interiores, seduciendo a los futuros clientes con acuarelas de las habitaciones que le gustaría hacerles. Y yo era su torpe ayudante: colgaba tapices, sujetaba muestras de empapelado en la pared, anotaba los avisos telefónicos de los clientes, hacía recados, recogía muestras de una cosa y otra... etc., etc. En una ocasión, quemé tapicerías de terciopelo azul por valor de mil cien dólares. No es raro que mi hijo nunca me respetase.

¿Acaso le di oportunidad de hacerlo?

Dios mío... allí estaba su madre, intentando mantener a la familia y escatimando y ahorrando para salir a flote. Y allí su padre, parado, siempre por en medio, desvalido, que acababa quemando una fortuna en tapicerías con un cigarrillo...

¡Hurra por una educación en Harvard! ¡Oh, ser el orgulloso hijo de un hombre de Harvard!

Diré también que Ruth era una mujer pequeñita... 1a piel cobriza, el pelo negro y liso, los pómulos altos y los ojos hundidos en las cuencas. La primera vez que puse la vista en ella, que fue en Nuremberg, Alemania, a finales de agosto de Milnovecientos Cuarentaicinco, ella llevaba un voluminoso mono del ejército, y la tomé por un gitanillo. Yo era un funcionario civil del Ministerio de Defensa, de treinta y dos años. No me había casado. Había sido civil toda la guerra, ejerciendo a menudo más poder real que generales o almirantes. Estaba, por entonces, en Nuremberg, echando mi primer vistazo a los desastres de la guerra. Me habían enviado a supervisar la alimentación y el albergue de las delegaciones norteamericana, inglesa, francesa y rusa que asistían a los juicios por crímenes de guerra. Antes, había organizado centros de recuperación para soldados norteamericanos en varias zonas de recreo de los Estados Unidos, así que ya sabía un poquillo del negocio hotelero.

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