¿Se puede tener 66 años, ser un ex consejero de Nixon, y aún conservar la inocencia? Sí, se puede. Es el caso de Walter F. Starbuck, el “pájaro de celda” que da título a esta novela cruel y divertida, sarcástica y tierna, sonriente y patética. Con ironía y malicia, Vonnegut nos presenta la gran farsa —a veces dolorosa— de los mitos sociales y políticos norteamericanos, y, sobre todo, del mítico dinero (o, mejor todavía, de los extraños sistemas que la gente ha inventado para adueñarse de él, conservarlo y no soltarlo por nada del mundo). No obstante, si observamos la prolongada lista de injusticias y fechorías que se evocan en esta novela, cuesta trabajo imaginar el regocijo que depara su lectura: desde el escandaloso proceso a Sacco y Vanzetti hasta el Watergate, la insaciable codicia de las multinacionales, la segunda guerra mundial, las consecuencias de la radiación atómica, la mugre urbana y las películas pornográficas. Pero la pluma de Vonnegut —maestro de ceremonias en este baile de fantasía que él mismo inventa— equivale al espejo deformante de las ferias y parques de atracciones: una vez delatado el aspecto cómico o grotesco del drama, todo se resuelve en una sonrisa. Vonnegut es uno de los pocos humoristas excepcionales de la última generación. La aparente sencillez de su diáfana prosa es buena prueba de su finura estilística y de su segura inspiración. Con
Pájaro de celda
se supera a sí mismo y nos convence de que una sátira rigurosamente lúcida puede ser también ligera y divertida.
Kurt Vonnegut
Pájaro de celda
ePUB v1.0
GONZALEZ22.03.12
Título original:
Jailbird
Traducción de José M. Alvarez y Angela Pérez
Copyright © 1979, 1980 by Kurt Vonnegut
Publicado por convenio con Dell Publishing Co., Nueva York, N.Y., U.S.A.
Editorial Argos Vergara, S. A.
Aragón, 390, Barcelona-13 (España)
ISBN: 84-7017-932-2
Depósito Legal: B. 25.858-1980
Para Benjamín D. Hitz,
íntimo amigo de mi juventud,
Padrino de mi boda.
Ben, solías hablarme de
Libros maravillosos que acababas de leer,
Y luego yo imaginaba que
También los había leído.
Sólo leías lo mejor, Ben,
Mientras yo estudiaba química.
Hace tanto que no nos vemos.
Sí, Kilgore Trout está otra vez de vuelta. No pudo triunfar fuera. Lo cual no es ninguna desgracia. Hay muchísima buena gente que no puede triunfar fuera.
***
Recibí una carta esta mañana (16 de noviembre de 1978) de un desconocido, un joven llamado John Figler, de Crown Point, Indiana. Crown Point es famoso porque de su cárcel se fugó el atracador de bancos John Dillinger en plena Gran Depresión. Dillinger escapó amenazando a su carcelero con una pistola hecha con jabón y betún. Su carcelero era una mujer. Descanse en paz su alma, y también la de ella. Dillinger fue el Robin Hood de mi primera juventud. Está enterrado cerca de mis padres (y cerca de mi hermana Alice, que le admiraba aún más que yo), en el cementerio de Crown Hill, en Indianapolis. También está allí, en la cima de Crown Hill, en el punto más alto de la ciudad, James Whitcomb Riley, «el poeta de Indiana». Mi madre conoció a Riley muy niña aún.
Dillinger fue sumariamente ejecutado por agentes del FBI. Le acribillaron en un lugar público, aunque él no intentó escapar ni ofrecer resistencia. Por eso no tiene nada de reciente el poco respeto que me inspira el FBI.
John Figler es un estudiante de bachiller muy respetuoso de la ley. Dice en su carta que ha leído casi todo lo mío y que ya está en condiciones de exponer la única idea que subyace en el núcleo de la obra de mi vida hasta hoy. Le cedo la palabra: «Puede fallar el amor, pero prevalecerá la cortesía.»
Esto me parece cierto... y completo. Así que me veo ahora en la vergonzosa posición de tener que admitir, a los cinco días de mi cincuenta y seis aniversario, que no tenía por qué haberme molestado en escribir varios libros. Habría bastado con un telegrama de ocho palabras.
En serio.
Pero este vislumbre genial del joven Figler me llegó demasiado tarde. Casi había acabado ya otro libro... éste.
***
Hay en él un personaje secundario, «Kenneth Whistler», inspirado en un hombre de Indianapolis de la generación de mi padre. El inspirador se llamaba Powers Hapgood (1900-1949). Se le menciona a veces en las historias del movimiento obrero norteamericano por sus valerosas proezas en huelgas y en las protestas por las ejecuciones de Sacco y Vanzetti, y demás.
Sólo le vi una vez. Comí con él y con mi padre y con mi tío Alex, el hermano más pequeño de mi padre, en el restaurante Stegemeier’s, en el centro de Indianapolis, cuando regresé a casa de la parte europea de la Segunda Guerra Mundial. Fue en junio de 1945. Aún no se había tirado la primera bomba atómica en el Japón. Eso pasaría un mes después. Imaginaos.
Yo tenía veintidós años y aún llevaba uniforme: era un soldado de primera clase que había colgado los estudios de química en la Universidad de Cornell antes de ir a la guerra. Mis perspectivas no parecían buenas. No había negocio de la familia en el que entrar. La empresa de arquitectura de mi padre estaba ya difunta. Mi padre, arruinado. De todos modos, acababa de comprometerme a casarme, pensando: «¿Quién si no una esposa dormiría conmigo?»
Mi madre, como ya he dicho
ad nauseam
en otros libros míos, había renunciado a seguir viviendo, dado que ya no podía ser lo que había sido en la época de su matrimonio: una de las mujeres más ricas de la ciudad.
***
Fue mi tío Alex quien concertó aquella comida. Él y Powers Hapgood habían sido compañeros en Harvard. Harvard aparece constantemente en este libro, aunque yo nunca estudié allí. Enseñé luego allí, brevemente y sin sobresalir por nada... mientras mi hogar se hacía pedazos.
Confié esto a uno de mis alumnos, lo de que mi hogar se hacía pedazos.
A lo cual dio esta respuesta:
«Se nota.»
El tío Alex era tan conservador políticamente que no creo yo que hubiese comido con Hapgood a gusto si no hubieran sido condiscípulos en Harvard. Hapgood era por entonces empleado de un sindicato, vicepresidente del CIO local. Su mujer, Mary, había sido candidata a la vicepresidencia de los Estados Unidos por el partido socialista varias veces.
De hecho, la primera vez que yo voté en unas elecciones nacionales, voté por Norman Thomas y Mary Hapgood, sin saber siquiera que ella era de Indianapolis. Ganaron Franklin D. Roosevelt y Harry S. Truman. Yo creía ser socialista. Creía que el socialismo sería bueno para el hombre corriente. Como soldado de infantería de primera, yo era, sin duda, un hombre corriente.
***
La comida con Hapgood se debió a que yo le había contado al tío Alex que quizás intentase buscar trabajo en un sindicato cuando me licenciasen. Por entonces, los sindicatos eran instrumentos admirables para arrancar algo así como justicia económica a los patronos.
El tío Alex debió pensar más o menos esto: «Válgame Dios. Hasta los dioses luchan en vano contra la estupidez. Pero, en fin, al menos hay un hombre de Harvard con quien se puede hablar de este sueño ridículo.»
(Fue Schiller el primero que dijo eso de la estupidez y de los dioses. Esta fue la respuesta de Nietzsche: «Hasta los dioses luchan en vano contra el aburrimiento.»)
Así que el tío Alex y yo nos sentamos en una mesa de Stegemeir’s, delante, y pedimos cervezas y esperamos a que llegasen mi padre y Hapgood. Venían cada uno por su cuenta. Si hubiesen venido juntos, no habrían tenido de qué hablar por el camino. Por entonces, mi padre había perdido ya todo interés por la política y la historia y la economía y cosas semejantes. Le había dado por decir que la gente hablaba demasiado. Para él, las sensaciones significaban más que las ideas... sobre todo la sensación de materiales naturales en la yema de los dedos. Unos veinte años después, cuando ya se estaba muriendo, llegó a decir que le hubiese gustado ser alfarero para poder hacer todo el día tortitas de barro.
Eso fue para mí muy triste... porque mi padre era una persona muy culta. Y me parecía que estaba desechando sus conocimientos y su inteligencia, lo mismo que un soldado en retirada puede desechar el fusil y el macuto.
A otras personas les parecía maravilloso. Era un hombre muy querido en la ciudad. De manos extraordinariamente hábiles. Y era siempre cortés e inocente. Consideraba santos a todos los artesanos, por muy ruines o estúpidos que fueran.
Por cierto que el tío Alex no era capaz de hacer nada con las manos. Ni tampoco mi madre. Ni siquiera era capaz de preparar un desayuno o coser un botón.
Powers Hapgood sabía extraer carbón. Eso fue lo que hizo tras graduarse en Harvard, mientras sus condiscípulos ocupaban sus puestos en los negocios de la familia y en corredurías y en bancos y demás: él extraía carbón. Creía que un verdadero amigo de los trabajadores también debía ser trabajador él... y bueno, además.
Así que he de decir que mi padre, en la época en que llegué a conocerle, cuando también yo era ya más o menos adulto, era un buen hombre en plena retirada de la vida. Mi madre ya se había rendido y había desaparecido de nuestro cuadro de organización. Así que yo siempre he tenido un aura de derrota por acompañante. Y por eso me han encantado siempre los bravos veteranos como Powers Hapgood y tros, aún ávidos de información de lo que pasaba realmente, llenos aún de ideas para arrebatar la victoria de las fauces mismas de la derrota. «Si voy a tener que seguir viviendo —he pensado—, será mejor seguirles.»
***
Una vez intenté escribir un relato en el que mi padre y yo nos reuníamos en el cielo. De hecho, una primera versión de este libro empezaba así. Yo tenía la esperanza de llegar a ser en el relato un buen amigo suyo. Pero el relato se complicaba perversamente, como suele pasar con los relatos cuando tratan de individuos reales a quienes hemos conocido. Al parecer, en el cielo la gente podía tener la edad que quisiera, siempre que hubiera vivido tal edad en la tierra. Así, por ejemplo, John D. Rockefeller, el fundador de la Standard Oil, podía tener cualquier edad hasta los noventa años. King Tut, cualquiera hasta los veintinueve, y así sucesivamente. Me desilusionó, como autor del relato, el que mi padre decidiese tener sólo nueve años en el cielo.
Yo, por mi parte, había decidido tener cuarenta y cuatro: respetable, pero también muy atractivo aún. Mi desilusión con mi padre se convirtió en vergüenza y rabia. Era igual que un lémur, como lo son los niños a los nueve años, todo ojos y manos. Tenía una reserva inagotable de lápices y cuadernos y andaba siempre siguiéndome los pasos, dibujándolo todo e insistiendo en que admirase los dibujos que acababa de hacer. Los recién conocidos me preguntaban a veces quién era aquel chiquillo tan raro, y yo tenía que decir la verdad porque en el cielo no se podía mentir: «Es mi padre.»
Los abusones disfrutaban haciéndole sufrir, porque no era como los otros niños. No se entretenía con las conversaciones de los niños ni con los juegos de los niños. Así que le perseguían y le agarraban y le quitaban los pantalones y los calzoncillos y los tiraban por la boca del infierno. La boca del infierno era como una especie de pozo de los deseos sin cubo ni polea. Podías asomarte y oír los alaridos desmayados de Hitler y Nerón y Salomé y Judas y gente así, allá, a lo lejos, abajo, muy abajo. Yo me imaginaba a Hitler, que sufría ya el máximo calvario, encontrándose periódicamente la cabeza cubierta con los calzoncillos de mi padre.