Read Pájaro de celda Online

Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Humor, Relato

Pájaro de celda (3 page)

En cuanto a los tartamudeos de Alexander antes de la Matanza de Cuyahoga eran poco más que notas de adorno que expresaban su excesiva modestia. Nunca se quedaba mudo más de tres segundos, con todos sus pensamientos aprisionados dentro.

Y, en cualquier caso, no habría podido hablar mucho en presencia de un padre y un hermano tan dinámicos. Aun así, su silencio era para ocultar un secreto que cada día le daba más satisfacciones: empezaba a entender el negocio tan bien como ellos; antes de que ellos anunciasen una decisión, él casi siempre sabía cuál sería y cuál debería ser... y por qué. Nadie más lo sabía aún, pero, qué demonios, él también era industrial e ingeniero.

***

Cuando llegó la huelga de octubre, se le ocurrieron muchas posibles soluciones, aunque no hubiese pasado por una huelga nunca. Harvard quedaba a un millón de kilómetros de distancia. Nada de lo que allí había aprendido pondría en marcha la fábrica de nuevo. Pero lo haría la Agencia de Detectives Pinkerton, y lo haría la policía... y quizás la Guardia Nacional. Antes de que su padre y su hermano lo dijeran, Alexander sabía que había muchos hombres en otras partes del país lo bastante desesperados como para aceptar un trabajo casi a cualquier precio. Cuando su padre y su hermano lo dijeron, Alexander aprendió algo más sobre los negocios: había empresas, que se fingían con frecuencia sindicatos, cuyo único negocio era reclutar a tales hombres.

A finales de noviembre, las chimeneas de la fábrica eructaban humo de nuevo. A los huelguistas ya no les quedaba dinero para el alquiler ni para la comida y el combustible. Todo gran empresario de trescientas millas a la redonda había recibido sus nombres, así que sabía lo alborotadores que habían sido. Su dirigente nominal, Colin Jarvis, estaba en la cárcel, esperando juicio por una acusación de asesinato amañada.

***

El 15 de diciembre, la mujer de Colin Jarvis, que se llamaba Ma, encabezó una delegación de veinte mujeres de otros huelguistas hasta la entrada principal de la fábrica. Dijeron que querían ver a Daniel McCone. Éste les mandó a Alexander con una nota garrapateada, que Alexander se sintió capaz de leerles en voz alta sin la menor dificultad de pronunciación. La nota decía que Daniel McCone estaba demasiado ocupado para conceder tiempo a desconocidos que no tenían nada que ver ya con los asuntos de la Cuyahoga Bridge and Iron Company. Indicaba también que habían tomado erróneamente la empresa por una organización caritativa. Decía que en sus iglesias o en sus comisarías de policía podrían darles una lista de organizaciones a las que era más razonable que pidieran ayuda... si de verdad necesitaban ayuda y creían merecerla.

Ma Jarvis dijo a Alexander que su mensaje era aún más simple: los huelguistas volverían al trabajo en las condiciones que fuera. Les estaban desahuciando de sus casas a casi todos y no tenían adonde ir.

—Lo siento —dijo Alexander—. Yo lo único que puedo hacer es volver a leer la nota de mi padre si usted quiere.

Alexander McCone diría, muchos años después, que este encuentro no le inquietó lo más mínimo por entonces. Se puso, en realidad, contentísimo, dijo, al ver que resultaba una «... maq-maq-máquina» tan eficaz.

***

Un capitán de policía dio entonces un paso al frente. Advirtió a las mujeres que estaban infringiendo la ley al reunirse en tan gran número como para obstaculizar el tráfico y constituir una amenaza para la seguridad pública. Les ordenó que se dispersaran de inmediato, en nombre de la ley.

Así lo hicieron. Se retiraron cruzando la vasta plaza que había ante la entrada principal. La fachada de la fábrica se había proyectado para que recordase a las personas cultas la Piazza San Marco de Venecia, Italia. La torre del reloj de la fábrica era una reproducción a escala dos por uno del famoso campanario de San Marco.

Sería desde el campanario de esa torre desde donde Alexander, su padre y su hermano presenciarían la Matanza de Cuyahoga la mañana de Navidad. Llevaría cada uno sus propios prismáticos. Y llevaría también cada uno su pequeño revólver.

En el campanario, no había campanas. Y abajo en la plaza no había ni cafés ni tiendas. El arquitecto había proyectado la plaza sobre bases puramente utilitarias. Proporcionaba sitio suficiente a los carros,
buggiss
y tranvías tirados por caballos en su ir y venir. El arquitecto había sido también práctico respecto a las virtudes de la fábrica como fuerte. Si las turbas pretendían irrumpir por la puerta principal, tendrían que cruzar antes todo aquel espacio abierto.

Sólo un periodista, del
Cleveland Plain Dealer
, que es en la actualidad una publicación de la RAMJAC, se retiró, cruzando la plaza, con las mujeres. Le preguntó a Ma Jarvis qué pensaba hacer después.

Poco podía hacer ella, desde luego. Los huelguistas ya ni siquiera eran huelguistas, eran simples parados a quienes echaban de sus casas.

De todos modos, dio una valerosa respuesta: «Volveremos», dijo. ¿Qué otra cosa podía decir?

Le preguntó entonces cuándo volverían.

La respuesta probablemente no era más que poesía cristiana de la desesperanza, con marco invernal.

—La mañana de Navidad —dijo.

***

Esto se publicó en el periódico, y sus directores lo consideraron una promesa amenazadora. Y la fama de las inminentes Navidades de Cleveland se extendió por todas partes. Empezaron a llegar a la ciudad, como si esperasen alguna especie de milagro, gentes que simpatizaban con los huelguistas: predicadores, escritores, activistas sindicales, políticos populistas, etc., etc. Eran enemigos declarados del orden económico, tal como estaba estructurado entonces.

Edwin Kincaid, gobernador de Ohio, movilizó una compañía de infantería de la Guardia Nacional para proteger la fábrica. Eran campesinos de la parte sur del estado, elegidos porque no tenían amigos ni parientes entre los huelguistas, ninguna razón para considerarlos otra cosa que alteradores irracionales del orden. Representaban un ideal norteamericano: ciudadanos soldados sanos y animosos, que se ocupaban de sus actividades normales hasta el momento en que el país necesitaba un despliegue impresionante de armas y disciplina. Debían aparecer como surgidos de la nada, para consternación de los enemigos de la patria. Una vez resuelto el problema, desaparecían de nuevo.

El ejército regular del país, que había combatido a los indios hasta que los indios no pudieron combatir más, se reducía a unos treinta mil hombres; en cuanto a las utópicas milicias, estaban formadas casi en su totalidad por jóvenes campesinos, pues la salud de los obreros industriales era muy mala y su horario de trabajo muy prolongado. Por otra parte, en la guerra hispano-norteamericana iba a descubrirse que los milicianos eran peor que inútiles en el campo de batalla, tan deficiente era su instrucción militar.

***

Y esa fue sin duda la impresión que sacó el joven Alexander Hamilton McCone de los milicianos que llegaron a la fábrica la víspera de Navidad: que no eran soldados. Llegaron en un tren especial por un desvío que terminaba dentro de las altas verjas de hierro de la fábrica. Salieron de los vagones a la plataforma de carga como si fuesen pasajeros ordinarios que llegasen a resolver asuntos diversos. No llevaban abotonados del todo los uniformes, y a muchos hasta les faltaban botones. Algunos habían perdido los sombreros. Casi todos llevaban maletas y paquetes cómicamente anticastrenses.

¿Los oficiales? Su capitán era el administrador de correos
de
Greenfield, Ohio. Sus dos tenientes eran unos hijos gemelos del presidente del Banco de Greenfield. El administrador de correos y el banquero habían hecho favores al gobernador. Los nombramientos eran la recompensa. Y los oficiales, a su vez, habían recompensado a los que les habían complacido de algún modo, nombrándoles sargentos o cabos. Y los soldados, por su parte, electores o hijos de electores, tenían a su alcance, si les apetecía usarla, la posibilidad de destruir las vidas de sus superiores con el desprecio y el ridículo, que podían prolongarse generaciones.

Y en el andén de carga de la Cuyahoga Bridge and Iron Company, el viejo Daniel McCone tuvo que preguntar por fin a uno de los soldados que andaban dando vueltas por allí al tiempo que comían:

—¿Quién manda aquí?

Y quiso la suerte que le hiciera tal pregunta al propio capitán, que contestó:

—Bueno... supongo que soy yo, si es que hay alguien que mande.

Digamos en su favor que, aunque armados con bayonetas y municiones, los milicianos no harían daño a un alma al día siguiente.

***

Les alojaron en un taller de máquinas vacío. Durmieron en los pasillos. Todos traían comida de casa. Jamones y pollos asados, pasteles y tartas. Comían lo que les apetecía y siempre que les apetecía y convirtieron el taller de máquinas en una especie de merendero. Y lo dejaron como un basurero. Los pobres no se daban ni cuenta.

Sí, y el viejo Daniel McCone y sus dos hijos pasaron también la noche en la fábrica: en catres plegables en sus oficinas, al pie de la torre del reloj, y con el revólver cargado debajo de la almohada. ¿Cuándo harían su banquete de Navidad? A las tres en punto de la tarde siguiente. Entonces el problema ya estaría resuelto. El joven Alexander utilizaría su magnífica formación cultural, lo había dicho su padre, para componer y recitar una buena oración de acción de gracias antes de la comida.

Entretanto, los guardias oficiales de la compañía, reforzados por agentes de Pinkerton y policías de la ciudad, patrullaron por turnos delante de las verjas de la empresa durante toda la noche. Los guardias de la empresa, que normalmente iban armados sólo con pistola, tenían también rifles y escopetas, prestadas por amigos o traídas de casa.

A cuatro hombres de Pinkerton se les permitió dormir toda la noche. Eran algo así como especialistas. Eran tiradores de primera.

No fueron los clarines los que despertaron a la mañana siguiente a los McCone. Fue un estruendo de martillos y sierras, que cotorreaba por toda la plaza. Los carpinteros estaban construyendo un andamiaje muy alto, junto a la puerta principal, al lado de las verjas. El jefe de policía de Cleveland debía subirse en él, para que le viese todo el mundo. En el momento oportuno, debía leer la Ley Antidisturbios de Ohio a la multitud. La ley exigía esta lectura pública. Y decretaba que cualquier reunión ilegal de doce o más personas debía disolverse en el plazo de una hora una vez leída la disposición. Si los reunidos no se dispersaban, incurrían en un delito que se castigaba con pena de diez años a cadena perpetua.

La naturaleza volvió a colaborar: empezó a caer una nieve menuda.

***

Sí, y un coche cerrado tirado por dos caballos blancos entró traqueteante en la plaza a toda prisa y se detuvo junto a la entrada. A la temprana luz del alba bajó de él el coronel George Redfield, yerno del gobernador (y enviado por él), que llegaba de Sandusky para ponerse al mando de los milicianos. Era propietario de una serrería y además estaba introducido en los sectores de la alimentación y del hielo. Carecía de experiencia militar, pero iba ataviado como si perteneciera a la caballería. Llevaba un sable que le había regalado su suegro.

Se dirigió inmediatamente al taller de máquinas para preparar a sus soldados.

Poco después, llegaron los carros de la policía antidisturbios. Eran policías normales de Cleveland, pero armados con escudos de madera y lanzas romas.

Ondeó una bandera norteamericana en lo alto de la torre del reloj, y se izó otra en el asta que había junto a la entrada principal.

Iba a ser sólo puro teatro, pensaba el joven Alexander. No habría muertos ni heridos. La actitud de los hombres lo indicaba. Los propios huelguistas habían comunicado que vendrían con sus mujeres y sus hijos, y que ninguno llevaría armas... ni siquiera un cuchillo con hoja de más de siete centímetros y medio.

«Sólo queremos —decía su carta— ver por última vez la fábrica a la que dimos los mejores años de nuestras vidas, y enseñar la cara a todos aquellos a quienes les pueda interesar mirarla; y mostrársela sólo a Dios Todopoderoso, si sólo él quiere mirar; para preguntar, plantados allí, mudos e inmóviles: “¿Merece un norteamericano la miseria y los sufrimientos que padecemos nosotros?”»

No fue insensible Alexander a la belleza de la carta. En realidad, la había escrito el poeta Henry Niles Whistler, que estaba en la ciudad para animar a los huelguistas... y que también había estudiado en Harvard. Alexander pensó que merecía una respuesta noble. Y le pareció que las banderas y las filas de ciudadanos soldados y la presencia solemne y firme de la policía servirían sin duda a este fin.

Se leería la ley en voz alta, la oirían todos, y todos se irían a casa. La paz no se rompería por ninguna causa.

Alexander pensaba decir en su oración de aquella tarde que Dios debía proteger a los obreros de dirigentes como Colin Jarvis, que les habían empujado a echar sobre sí mismos tanta miseria y tanta aflicción. «Amén», dijo para sí.

***

Y la gente llegó, tal como había prometido. Venían a pie. Con el fin de desanimarles, los jerarcas de la ciudad habían suspendido todos los servicios de tranvía en la zona aquel día.

Entre los manifestantes había muchos niños, algunos en brazos. Uno de estos últimos, una niña en realidad, moriría de un tiro e inspiraría a Henry Niles Whistler el poema «Bonnie Failey», al que se pondría música más tarde y que aún se canta hoy.

¿Dónde estaban los soldados? Llevaban plantados ante las verjas de la fábrica desde las ocho en punto, con la bayoneta calada, con las mochilas llenas a la espalda. Aquellas mochilas pesaban veinte kilos o más. El coronel Redfield pensaba que así sus hombres resultarían más impresionantes. Estaban alineados en una sola fila, que se extendía a todo lo ancho de la plaza. El plan de combate era éste: Si cuando se diese a la multitud orden de dispersarse no lo hacía, los soldados debían enfilar las bayonetas y despejar la plaza lenta, pero irresistible, glacialmente: manteniendo una perfecta alineación erizada de acero, y avanzando, seguros siempre, firmes, un paso, luego dos, luego tres, cuatro...

Sólo los soldados llevaban desde las ocho al otro lado de la verja. La nieve había seguido cayendo. Así que cuando aparecieron los primeros manifestantes al fondo de la plaza, contemplaron la fábrica por encima de una extensión de nieve virgen. Las únicas huellas eran las que acababan de dejar ellos mismos.

Other books

Kill Code by Joseph Collins
The Anniversary Party by Sommer Marsden
Kill Switch by Neal Baer
Shadow Hunters by Christie Golden
Enslaved by Claire Thompson
Roping Your Heart by Cheyenne McCray
Forever Yours by Elizabeth Reyes


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024