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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Humor, Relato

Pájaro de celda (2 page)

BOOK: Pájaro de celda
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Y siempre que le robaban sus prendas, mi padre acudía corriendo a mí, rojo de rabia. Y yo a lo mejor estaba con alguien a quien acababa de conocer y a quien estaba impresionando con mi urbanidad... y aparecía mi padre, dando alaridos y con el pajarito ondeando al viento.

Me quejé a mi madre del asunto, pero me dijo que no sabía nada de él ni sobre él, pues sólo tenía dieciséis años. Así que no me quedaba más remedio que aguantarle, y lo único que podía hacer era gritarle de vez en cuando: «¡Por el amor de Dios, papá, por qué demonios no quieres crecer!»

En fin, el relato insistía tanto en ser desagradable, que dejé de escribirlo.

***

Pero entonces, en julio de 1945, padre entró en el Restaurante Stenegeir’s, aún muy vivaz. Tenía más o menos la edad que tengo yo ahora, era viudo y no sentía el menor interés por volver a casarse ni manifestaba deseo visible de ningún género de amante. Tenía un bigote como el que tengo ahora yo. Yo entonces iba afeitado del todo.

Estaba terminando una prueba terrible: un colapso económico mundial seguido de una guerra mundial. Los soldados empezaban a regresar a casa en todas partes. Lo natural sería pensar que mi padre comentara eso, aunque fuera un comentario sobre la marcha, y que hablase de la nueva era que nacía. Pero no fue así.

Habló, por el contrario, de un modo absolutamente delicioso, de una aventura que le había sucedido aquella mañana. Yendo en coche por la ciudad, había visto que estaban derribando una casa vieja. Se detuvo y decidió echar un vistazo más de cerca al armazón. Advirtió que el umbral de la puerta principal era de una madera extraña, que decidió, por último, que era álamo. Creo que tenía unas ocho pulgadas por cuatro pies de longitud. Tanta admiración demostró por aquella madera, que los del derribo se la dieron. Le pidió a uno un martillo y sacó todas las puntas que vio.

Luego la llevó a un taller... para que le hicieran tablas con ella. Ya decidiría más tarde qué hacer con las tablas. Quería, sobre todo, ver las vetas de aquella madera insólita. Tuvo que garantizar en el taller que no quedaba ninguna punta en la madera. Lo garantizó. Pero quedaba una. Había perdido la
cabeza
y no se veía. La sierra circular lanzó un chirrido aterrador al tropezar con la punta. Salió humo de la cinta que intentaba hacer girar la sierra atorada.

Mi padre tuvo que pagar una sierra nueva y una cinta nueva, además, y le dijeron que no volviera a aparecer por allí con madera usada. De cualquier modo, estaba encantado. La historia era una especie de cuento de hadas, con una moraleja para todos.

Tío Alex y yo no mostramos una reacción demasiado intensa ante aquel relato. Como todos los de mi padre, quedaba tan limpiamente empaquetado y tan cerrado como un huevo.

***

En fin, pedimos más cervezas. Con el tiempo, el tío Alex sería uno de los cofundadores del capítulo de Alcohólicos Anónimos de Indianapolis, aunque su esposa decía a menudo, y con ahínco, que él, personalmente, jamás había sido alcohólico. Empezó a hablar de la Empresa Conservera Columbia, una fábrica de conservas que William, el padre de Powers Hapgood, también hombre de Harvard, había fundado en Indianapolis en 1903. Fue un famoso experimento de democracia industrial, pero yo nunca había oído hablar de él. Eran muchas las cosas de las que nunca había oído hablar yo.

La Empresa Conservera Columbia hacía salsa de tomate y chile y «catsup» y algunas cosas más. Dependía enormemente de los tomates. La empresa no tuvo beneficios hasta 1916. Pero en cuanto los tuvo, el padre de Powers Hapgood empezó a dar a sus empleados una parte, pues consideraba que los trabajadores tenían derecho a ello en todo el mundo. Los otros dos principales accionistas eran sus hermanos, también hombres de Harvard... y estaban de acuerdo.

Así pues, formó un consejo de siete obreros, que debía recomendar al consejo de dirección cuáles debían ser los salarios y las condiciones de trabajo. El consejo, sin que nadie le estimulase a hacerlo, había declarado ya que no habría períodos de paro forzoso estacional, pese a tratarse de una industria tan estacional, y que habría vacaciones pagadas, y que los servicios médicos de los trabajadores y de quienes de ellos dependiesen serían gratuitos, y que se pagaría a los enfermos y que habría un plan de jubilaciones y que el objetivo último de la empresa era que ésta, mediante un plan de distribución de acciones-beneficios, pasase a ser propiedad de los obreros.

—La empresa fracasó —dijo el tío Alex, con firme y torva satisfacción darwiniana.

Mi padre nada dijo. Puede que ni escuchase.

***

Tengo ahora a mano un ejemplar de
The Hapgoods, Three Earnest Brothers
[1]
de Michael D. Marcaccio (The University Press of Virginia, Charlottesville, 1977). Los tres hermanos del subtítulo eran William, el fundador de Empresa Conservera Columbia, Norman y Hutchins, también hombres de Harvard, ambos periodistas y editores y escritores de libros de tendencia socialista en Nueva York y sus proximidades. Según el señor Marcaccio, Empresa Conservera Columbia fue un éxito muy notable hasta 1931, en que la Gran Depresión la golpeó mortalmente. Se desprendió entonces de muchos trabajadores, y los que quedaron vieron mermado su salario en un cincuenta por ciento. Se debía mucho dinero a Continental Can, que insistía en que la empresa se comportase de un modo más convencional con sus empleados... aunque éstos fuesen accionistas, como lo eran la mayoría. El experimento había terminado. Ya no había dinero para pagarlo. Los que habían recibido acciones por la participación en beneficios poseían ahora pequeños fragmentos de una empresa que estaba casi muerta.

Tardó un tiempo en hundirse del todo. En realidad, seguía existiendo cuando el tío Alex y mi padre y Power Hapgood y yo comimos juntos aquel día. Pero era ya una empresa distinta, que no pagaba ni un céntimo más que cualquier otra. Por último, en 1953, se vendió lo que quedaba de ella a una empresa más fuerte.

***

Por fin entró Powers Hapgood en el restaurante; era un anglosajón del Medio Oeste muy normal, con un traje barato. Llevaba un emblema del sindicato en la solapa. Estaba contento. Conocía un poco a mi padre. Al tío Alex le conocía muy bien. Se disculpó por llegar tarde. Había estado en el Juzgado declarando sobre posibles violencias de un piquete de huelga de hacía unos meses. Él no había tenido nada que ver personalmente con el asunto: ya quedaban atrás sus tiempos heroicos. Nunca volvería a pelear con nadie, ni volverían a pegarle palos en las rodillas ni a meterle en la cárcel.

Era un gran conversador, con muchas más historias maravillosas de las que hubiesen contado nunca mi padre o mi tío Alex. Le encerraron en un manicomio después de dirigir los piquetes cuando la ejecución de Sacco y Vanzetti. Tuvo enfrentamientos con los organizadores del United Mine Workers de John L. Lewis, al que consideraba demasiado de derechas. En 1936, fue agente del CIO en una huelga contra la RCA en Camden, Nueva Jersey. Le detuvieron. Cuando varios miles de huelguistas rodearon la cárcel en una especie de linchamiento a la inversa, el alguacil consideró preferible ponerle de nuevo en libertad. Y más historias, muchísimas más. Como digo, he puesto lo que recuerdo de algunas de las cosas que contó en boca de un personaje imaginario de este libro.

Al parecer, había estado también contando historias toda la mañana en el Juzgado. El juez estaba fascinado, y también casi todos los demás que asistieron al juicio... probablemente por aquellas aventuras tan nobles y generosas. Al parecer, el juez había animado a Hapgood a seguir y seguir. En aquellos tiempos, la historia del movimiento obrero era una especie de pornografía, y aún más en éstos. En las escuelas públicas y en los hogares de la gente bien, era y sigue siendo bastante tabú explicar historias de los sufrimientos y hazañas de los obreros.

Recuerdo el nombre del juez. Se llamaba Claycomb. Lo recuerdo con tanta facilidad porque su hijo «Moon» y yo habíamos sido compañeros de clase en el instituto.

El padre de Moon Claycomb, según Powers Hapgood, le hizo esta pregunta justo antes de la hora de comer:

—Señor Hapgood —le dijo—. ¿Por qué un hombre de familia tan distinguida y de tan excelente educación como usted decidió vivir así?

—¿Por qué? —dijo Hapgood, según Hapgood—. Por el Sermón de la Montaña, Señoría.

Y el padre de Moon Claycomb, dijo esto entonces:

—Se aplaza la sesión hasta las dos.

***

¿Qué era exactamente el Sermón de la Montaña?

La predicción que hizo Jesús de que los pobres de espíritu recibirían el reino de los cielos; que todos los que llorasen serían consolados; que los mansos heredarían la tierra; que los que tuviesen hambre y sed de justicia serían hartos; que los misericordiosos alcanzarían misericordia; que los limpios de corazón verían a Dios; que los pacíficos serían llamados hijos de Dios; que los perseguidos por causa de la justicia recibirían también el reino de los cielos. Y etc. etc.

***

El personaje de este libro inspirado por Powers Hapgood está soltero y tiene problemas con el alcohol. Powers Hapgood estaba casado y, que yo sepa, no tenía problemas graves con el alcohol.

***

Hay otro personaje secundario, al que llamo «Roy M. Cohn». Está sacado del famoso anticomunista y abogado y hombre de negocios llamado, bastante directamente, hemos de admitirlo, Roy M. Cohn. Le incluyo con su amable permiso concedido ayer (2 de enero de 1979) por teléfono. Le prometí que no le perjudicaría y que le presentaría como un abogado asombrosamente eficaz en la acusación y en la defensa de cualquiera.

***

Mi querido padre guardó silencio durante buena parte de nuestro viaje de vuelta a casa tras aquella comida con Powers Hapgood. Íbamos en su Sedan Plymouth. Conducía él. Unos quince años después le detuvieron por saltarse un semáforo en rojo. Y se descubrió entonces que llevaba veinte años sin permiso de conducir: lo que significa que no tenía permiso de conducir aquel día que comimos con Powers Hapgood. Su casa quedaba fuera, más o menos en el campo. Cuando llegamos al límite de la ciudad, dijo que, si teníamos suerte, veríamos a un perro muy divertido. Era un pastor alemán, dijo, que apenas podía mantenerse en pie por la cantidad de veces que le habían atropellado los automóviles. El perro aún salía arrastrándose a cazarlos, con los ojos llenos de valor y rabia.

Pero no apareció aquel día. Existía realmente. Le vi otro día que iba yo solo. Estaba allí acurrucado al borde de la carretera, dispuesto a hundir sus dientes en el neumático delantero derecho. Pero su ataque resultaba patético. Apenas si le funcionaban ya los cuartos traseros. Podría haber arrastrado igual un baúl de camarote con la potencia de sus patas delanteras sólo.

Fue precisamente el día que tiraron la bomba atómica en Hiroshima.

***

Pero volvamos al día en que comí con Powers Hapgood.

Cuando metió el coche en el garaje, mi padre dijo al fin algo sobre la comida. Le desconcertaba la forma apasionada con que había analizado Hapgood el caso Sacco y Vanzetti, sin duda uno de los errores judiciales más agriamente discutidos de la historia norteamericana.

—Sabes —dijo mi padre—, yo no tenía ni idea de que se pusiese en duda su culpabilidad.

Hasta tal punto era mi padre puramente artista.

***

En este libro se menciona un violento enfrentamiento entre huelguistas y policía y soldados llamado la Matanza de Cuyahoga. Es una invención, un mosaico compuesto con fragmentos tomados de relatos de muchos motines de este tipo de tiempos no tan lejanos.

Es una leyenda en la mente del personaje principal de este libro, Walter F. Starbuck, cuya vida quedó accidentalmente conformada por la Matanza, aunque tuviese lugar ésta la mañana de Navidad de 1894, mucho antes de que Starbuck naciese.

La cosa fue así:

En octubre de 1894, Daniel McCone, fundador y propietario de la Cuyahoga Bridge and Iron Company, entonces la principal empresa de Cleveland, Ohio, informó a sus obreros, a través de los capataces, que tenían que aceptar una reducción del 10 por ciento en sus salarios. No había sindicato. McCone era un ingenierillo mecánico tenaz e inteligente, autodidacta, hijo de unos obreros de Edimburgo, Escocia.

La mitad de su fuerza de trabajo, unos mil hombres, bajo la dirección de un vulgar fundidor con dotes oratorias, Colin Jarvis, abandonó el trabajo, forzando el cierre de la fábrica.

Les resultaba casi imposible alimentar y cobijar y vestir a sus familias ya sin aquella reducción en los salarios. Todos eran blancos. La mayoría nacidos en Estados Unidos.

La naturaleza se condolió aquel día. El cielo y el lago Erie eran de color idéntico, el mismo gris peltre mortecino.

Las casitas hacia las que se dirigieron cansinamente los huelguistas quedaban cerca de la fábrica. Muchas de ellas eran propiedad, al igual que las tiendas del barrio, de la Cuyahoga Bridge and Iron Company.

***

Entre los cansinos huelguistas, tan amargados y marginados como los demás, al parecer, había espías y agentes provocadores contratados y muy bien pagados, en secreto, por la Agencia de Detectives Pinkerton. Esa agencia aún existe y prospera, y es ahora una subsidiaria propiedad absoluta de la RAMJAC Corporation.

Daniel McCone tenía dos hijos, Alexander Hamilton McCone, que contaba por entonces veintidós años, y John, de veinticinco. Alexander se había graduado honrosamente en Harvard el mayo anterior. Era dulce, tímido, tartamudo. John, el hijo mayor y el aparente heredero de la empresa, había abandonado sus estudios en el Instituto de Tecnología de Massachusetts en el primer curso, y había pasado a ser desde entonces el ayudante de más confianza de su padre.

Todos los trabajadores, huelguistas y no huelguistas, odiaban al padre y a su hijo John, pero reconocían que éstos sabían más en cuanto a moldear hierro y acero que ninguna otra persona del mundo. En cuanto al joven Alexander: les parecía afeminado y estúpido y demasiado cobarde hasta para acercarse a los hornos y las fraguas y los martillos, donde se hacía el trabajo más peligroso. Los obreros a veces le decían adiós con el pañuelo, para proclamar su futilidad como hombre.

Cuando Walter F. Starbuck, en cuya mente está esta leyenda, preguntó años más tarde a Alexander por qué se le había ocurrido ir a trabajar a un lugar tan inhóspito después de Harvard, teniendo además en cuenta que su padre no había insistido en ello, tartamudeó una respuesta que, una vez descifrada, decía así: «Yo creía entonces que un rico debía tener alguna idea del sitio del que salía su riqueza. Fue un detalle muy juvenil por mi parte. Las grandes riquezas deben aceptarse sin ponerse en entredicho o rechazarse de plano.»

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