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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Humor, Relato

Pájaro de celda (8 page)

Bueno, sí, por supuesto, yo, mientras estaba en Washington, había «hecho el amor», como dicen, con mujeres diversas, de vez en cuando. Hubo una chica del Cuerpo Auxiliar Femenino. Una enfermera de la Infantería de Marina. También una taquígrafa del Ministerio de Comercio. Pero en realidad yo era un monje fanático al servicio de la guerra, la guerra, la guerra. Había muchos como yo. No hay nada en la vida que pueda llegar a ser tan obsesivo como la guerra, la guerra, la guerra.

Le regalé a Ruth como regalo de bodas una talla que había encargado. Representaba las manos de una persona anciana unidas en oración. Era una versión en tres dimensiones de un dibujo de Alberto Durero, artista del siglo
XVI
, cuya casa habíamos visitado varias veces Ruth y yo en Nuremberg durante nuestro noviazgo. Fue idea mía, que yo sepa, el hacer trasladar aquellas famosas manos del papel a la madera. Desde entonces, se han manufacturado esas manos millones de veces y por todas partes son muestras destacadas de torpe piedad en tiendas de regalos.

Poco después de casarnos, me trasladaron a Wiesbaden, Alemania, cerca de Frankfurt del Main, donde me pusieron a cargo de un equipo de ingenieros civiles, dedicados a revisar montones de documentos técnicos de inventos y métodos de fabricación y secretos industriales requisados a los alemanes y que podían ser útiles para la industria norteamericana. Daba igual que yo no supiese nada de matemáticas ni de física o química... tampoco había importado cuando entré a trabajar en el Ministerio de Agricultura el que jamás hubiese visto una granja de cerca, el que no hubiese cultivado ni un tiesto de violetas africanas en un alféizar. Un humanista podía supervisarlo todo... o al menos eso era lo que solía creerse por entonces.

Nuestro hijo nació, con cesárea, en Wiesbaden. Ben Shapiro, que había sido mi padrino de boda, y que había sido también trasladado a Wiesbaden, fue quien asistió al parto. Acababan de ascenderle a coronel. Unos años después, el senador Joseph R. McCarthy descubriría que aquel ascenso había sido siniestro, puesto que era bien sabido que Shapiro había sido comunista antes de la guerra. «¿Quién ascendió a Shapiro y le trasladó a Wiesbaden?», quería saber el senador.

Pusimos a nuestro hijo Walter F. Starbuck, hijo. Poco imaginábamos entonces que el nombre le resultaría al muchacho tan gravoso como el de Judas Iscariote, hijo. Pondría remedio legal a este problema a los veintiún años, en que cambiaría su nombre por el de Walter F. Stankiewicz, que es el nombre que aparece en sus columnas del
New York Times
. Stankiewicz es, claro, nuestro antiguo apellido. Y se me escapa ahora la risa, recordando algo que mi padre me explicó una vez de cuando llegó a Ellis Island como emigrante. Le advirtieron que Stankiewicz tenía para los norteamericanos connotaciones desagradables, que la gente pensaría que olía mal aunque se pasara el día metido en la bañera.

Yo volví a los Estados Unidos con mi pequeña familia humana, a Washington ciudad, en el otoño de 1949. Mi optimismo se convirtió en mortero y ladrillos y en puntas y madera. Compramos la única casa que llegamos a poseer, el chalecito de Chevy Chase, Maryland. Ruth puso en la repisa de la chimenea la talla de las manos orantes de Alberto Durero. Hubo dos cosas que hicieron desear a Ruth comprar aquella casa y no otra, según dijo ella. Una que tenía un sitio perfecto para colocar las manos. La otra era un árbol nudoso y viejo que daba sombra al camino de entrada. Era un manzano silvestre florido.

¿Era Ruth religiosa? No. Su familia era escéptica respecto a todas las formas rituales de culto, aunque los nazis la clasificasen como judía. Sus miembros no se habrían clasificado así. Le pregunté una vez si en el campo de concentración había buscado los consuelos de la religión.

—No —me dijo—. Sabía que Dios no se acercaría nunca a un lugar semejante. También lo sabían los nazis. Por eso estaban tan optimistas y tan tranquilos. Esa era la fuerza de los nazis. Comprendían a Dios mejor que nadie. Sabían cómo mantenerle lejos.

Aún recuerdo un brindis que hizo Ruth un día de Nochebuena, en Milnovecientos Setentaicuatro o así. Yo fui la única persona que lo oyó... era la única persona que estaba con ella en casa. Nuestro hijo no nos había mandado ni una tarjeta de Navidad siquiera. El brindis fue éste, y supongo que podría, con la misma lógica, haberlo hecho el día que la conocí en Nuremberg: «Por Dios Todopoderoso, el hombre más vago de la ciudad.»

Muy fuerte.

Sí... y mis pecosas y queridas manos eran como las manos de Alberto Durero sobre la ropa de cama doblada, mientras estaba allí sentado en el catre de la cárcel de Georgia, esperando que empezara de nuevo la libertad.

Era pobre.

Había agotado mis ahorros y había hecho efectivas las pólizas del seguro de vida y había vendido mi Volkswagen y el chalecito de Chevy Chase, Maryland, para pagar mi inútil defensa.

Mis abogados decían que les debía aún ciento veintisiete mil dólares. Puede. Todo era posible.

Y yo no podía vender mis encantos. Era el más viejo y el menos célebre de todos los co-conspiradores de Watergate. Supongo que lo que me hacía tan poco interesante era que había tenido muy poco poder y muy poca riqueza que perder. Otros conspiradores se habían caído de morros, como si dijéramos, de lo alto del campanario. Yo, sin embargo, cuando me detuvieron, era un hombre que estaba sentado en un taburete de tres patas en el fondo de un pozo. Lo único que pudieron hacerme fue serrar las patas del taburetito.

Apenas me importó. Hacía dos semanas que había muerto mi mujer y mi hijo ya no me hablaba. Aun así, tuvieron que ponerme las esposas. Era la costumbre.

—¿Cómo se llama usted? —me preguntó el sargento de policía que hizo la inscripción.

Fui algo descarado con él. ¿Por qué no? «Harry Houdini», dije.

Al fondo de una pista próxima, saltó al aire un caza que desgarró el cielo. Pasaba cada poco.

«Por lo menos ya no fumo», pensé.

El propio presidente Nixon comentó en una ocasión lo mucho que fumaba yo. Fue poco después de que empezara a trabajar para él, en la primavera de Milnovecientos Setenta. Me convocaron para una reunión urgente con motivo de la muerte de cuatro manifestantes antibelicistas en la Universidad Estatal de Kent por disparos de miembros de la Guardia Nacional de Ohio. Asistieron a la reunión unas cuarenta personas. El presidente Nixon ocupaba la cabecera de la inmensa mesa oval, y yo los pies. No le había visto en persona desde que era un simple congresista... veinte años atrás. Hasta entonces, no había manifestado el menor deseo de ver a su asesor especial para asuntos de la juventud. Y, en realidad, nunca manifestó deseos de volver a verme.

Virgil Greathouse, ministro de Sanidad, Educación y Bienestar, y, según se decía, uno de los amigos más íntimos del Presidente, estaba allí también. Empezaría a cumplir su período de cárcel el mismo día que terminaba el mío yo. El vicepresidente Spiro T. Agnew también estaba en la reunión. Luego alegaría
nolo contendere
, cuando le acusaron de aceptar sobornos y de defraudar al fisco. Emil Larkin, el asesor más vengativo del Presidente y ejecutor implacable de sus órdenes, estaba allí también. Con el tiempo, descubriría a Jesucristo como su salvador personal cuando la acusación iba a atraparle ya por obstaculizar la acción de la justicia y por perjurio. Allí estaba también Henry Kissinger. Aún no había recomendado bombardear Hanoi en alfombra el día de Navidad. También estaba allí Richard M. Helms, jefe de la CIA. Más tarde, recibiría una reprimenda por mentir al Congreso declarando bajo juramento. También estaban presentes H. R. Haldeman, John D. Ehrlichman, Charles W. Colson y John N. Mitchell, el fiscal general. También ellos acabarían siendo presidiarios.

Yo había pasado la noche anterior en vela, estructurando y reestructurando mis ideas de lo que podría decir el Presidente ante la tragedia de la Universidad de Kent. Yo creía que había que perdonar inmediatamente a los guardias, reñirles luego y prescindir de ellos después por el bien del servicio. El Presidente debería ordenar luego una investigación de las unidades de la Guardia Nacional en todo el país, para descubrir si aquellos civiles con ropa de soldado merecían crédito suficiente como para confiarles armas mortíferas cuando hubiesen de controlar a multitudes desarmadas. El Presidente debía llamar tragedia a la tragedia, debía demostrar que estaba desolado. Debía proclamar un día, o quizás un semana, de luto nacional, con banderas a media asta en todo el país. Y el luto no debía ser sólo por los muertos de la Universidad de Kent, sino por todos los norteamericanos que habían resultado muertos, o mutilados, o heridos, directa o indirectamente, por la guerra de Vietnam. Tendría que estar más resuelto que nunca, claro está, a conseguir que aquella guerra alcanzase un final honorable.

Pero nadie me pidió que hablara, ni pude interesar después a nadie por los papeles que llevaba en la mano.

Sólo en una ocasión se reconoció mi presencia, y fue como blanco de un chiste del Presidente. Yo estaba tan nervioso a medida que transcurría la reunión, que pronto tuve tres cigarrillos encendidos y me disponía ya a encender el cuarto.

Hasta el propio Presidente se dio cuenta al fin de la columna de humo que salía de mi sitio, y paró la reunión para mirarme. Tuvo que preguntarle a Emil Larkin quién era yo. Esbozó luego la triste sonrisilla que indicaba invariablemente que estaba a punto de entregarse a la frivolidad. A mí aquella sonrisa me pareció siempre un capullo de rosa que acabasen de aplastar de un martillazo. El chiste que hizo fue el único comentario realmente ingenioso que he oído atribuirle. Quizás sea éste el lugar que me corresponde en la historia: el de blanco del único chiste bueno de Nixon.

—Haremos una pausa en el trabajo —dijo— para que nuestro asesor especial para asuntos de la juventud nos haga una demostración de cómo debe apagarse una hoguera. Todos rieron.

4

Una puerta del dormitorio de la prisión que había debajo del mío se abrió y se cerró de golpe, y supuse que al fin venía a buscarme Clyde Carter. Pero luego el individuo empezó a cantar
Swing Low, Sweet, Chariot
, mientras subía torpemente la escalera y comprendí que se trataba de Emil Larkin, el que había sido ejecutor implacable de las órdenes del presidente Nixon. Era un hombre grande, de ojos saltones y labios como hígado, que había sido medio en el equipo de la Universidad Estatal de Michigan en tiempos. Era ahora un abogado expulsado del foro y se pasaba el día rezando a lo que él creía Jesucristo. A Larkin no le habían mandado con la brigada de trabajo ni le habían asignado tareas de limpieza debido a lo mucho que había rezado de, rodillas sobre los duros suelos de la cárcel y a sus consecuencias. Tenía ambas piernas agarrotadas por bursitis de la rótula, la enfermedad de las fregonas.

Se detuvo cuando acabó de subir las escaleras y en sus ojos había lágrimas.

—Oh, hermano Starbuck —dijo—. Es tan doloroso y tan bueno subir esta escalera.

—No me sorprende —dije.

—Jesús me dijo —continuó—: «Esta es la última oportunidad que tienes de pedirle al hermano Starbuck que rece por ti, y olvidarás en seguida lo que puedas sufrir subiendo la escalera, porque, sabes, esta vez el hermano Starbuck doblará sus orgullosas rodillas de Harvard y rezará contigo.»

—Lamento desilusionarte —dije.

—¿Has hecho otra cosa alguna vez? —dijo él—. Éso era lo único que
yo
hacía: desilusionar todos los días Jesús.

No pretendo calificar a este leviatán efervescente de hipócrita religioso, ni tengo derecho a hacerlo. Se había entregado hasta tal punto a los consuelos de la religión que se había convertido en un imbécil. En mi época de la Casa Blanca le había temido tanto como debieron temer mis ancestros a Iván el Terrible, pero ahora podía ser tan descarado con él como quisiese. Era tan insensible como un tonto de pueblo a las burlas y chistes que se hacían a su costa.

He de decir, además, que actualmente Emil Larkin pone su dinero donde pone su boca. Una subsidiaria de mi delegación de aquí de la RAMJAC, totalmente absorbida ya, la Heartland House, que edita libros religiosos en Cincinatti, Ohio, publicó
Hermano, ¿querrás rezar conmigo?
, la biografía de Larkin, hace seis semanas. Todos los derechos de autor de Larkin, que bien podrían alcanzar el medio millón de dólares, sin contar los derechos cinematográficos y los de la edición de bolsillo, irán a parar al Ejército de Salvación.

—¿Quién te dijo dónde estaba? —le pregunté. Lamentaba que me hubiese encontrado. Tenía la esperanza de poder salir de la cárcel sin que volviera a pedirme que rezara con él por última vez.

—Clyde Carter —dijo.

Éste era el guardián al que yo esperaba, el primo tercero del Presidente de los Estados Unidos.

—¿Y dónde demonios está él? —dije.

Larkin explicó que toda la administración de la cárcel andaba alborotada porque Virgil Greathouse, el antiguo ministro de Sanidad, Educación y Bienestar y uno de los hombres más ricos del país, había decidido de pronto empezar a cumplir su sentencia inmediatamente, sin más apelaciones, sin dilación. Puede que no se hubiese pedido jamás a una prisión federal que hospedase a una persona de tan alto rango.

Yo conocía a Greathouse más que nada de vista... y, también, claro, por su reputación. Era un «duro» famoso, fundador y accionista mayoritario aún de la empresa de relaciones públicas Greathouse & Smiley, especializada en elaborar explicaciones aceptables de las actividades de las dictaduras del Caribe y de la América Latina, los casinos de juego de las Bahamas, de las flotas de petroleros liberianos y panameños, de varias «pantallas» de la CIA en diversas partes del mundo, de sindicatos dominados por los gángsters, como la Hermandad Internacional de Trabajadores de Adhesivos y Abrasivos y de Manipuladores de Combustible Asociados, de empresas internacionales como la RAMJAC y la Texas Fruit, etc. etc.

Era calvo. Mofletudo. La frente arrugada como una tabla de lavar. Llevaba siempre una pipa apagada entre los dientes, incluso cuando compareció en juicio como testigo. Una vez, me acerqué a él lo suficiente como para descubrir que hacía música con la pipa. Era como un gorjear de pájaros. Entró en Harvard seis años después de graduarme yo, y por eso no nos conocimos allí. Sólo establecimos contacto ocular una vez en la Casa Blanca... en la reunión en la que yo hice el ridículo encendiendo tantos cigarrillos. Yo no era para él más que un ratoncillo de la despensa de la Casa Blanca. Sólo me dirigió la palabra una vez, y fue después de que nos detuvieran a los dos. Tropezamos accidentalmente en un pasillo de la Audiencia, donde nos enfrentábamos a diferentes procesos. Descubrió quién era yo y sin duda pensó que podía tener algo contra él, lo cual no era cierto. Así que acercó la cara a la mía, echando chispas por los ojos, la pipa en los dientes, y me hizo esta promesa inolvidable: «Si dices algo de mí, amigo, cuando salgas de la cárcel tendrás suerte si consigues trabajo limpiando lavabos en una casa de putas de Port Said.»

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