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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Humor, Relato

Pájaro de celda (5 page)

Milnovecientos Setentaisiete, hace ahora tres años, estaba a punto de liberarme de nuevo. Me sentía como un montón de basura. Llevaba el mono pardo-oliva, el uniforme de la prisión. Estaba sentado solo en un dormitorio... en un catre al que había quitado la ropa. Tenía sobre el regazo, limpiamente dobladas, una manta, dos sábanas y una funda de almohada que debía devolver al gobierno, junto con mi uniforme. Sobre la ropa, descansaban unidas mis pecosas y queridas manos. Miraba yo al frente, hacia una pared de la segunda planta de unos barracones del Correccional de Seguridad Mínima para Adultos, junto a la base de las Fuerzas Aéreas de Finletter, a cuarenta y cinco kilómetros de Atlanta, Georgia. Esperaba que un guardia me condujese al edificio de oficinas, donde me entregarían los documentos de mi liberación y la ropa civil. No habría nadie esperándome a la puerta. En ninguna parte del mundo había nadie con un abrazo de sobra para mí... o comida o cama gratis por una o dos noches.

Si alguien me hubiera estado observando, me habría visto hacer algo muy misterioso cada cinco minutos más o menos. Sin animar la cara inexpresiva, alzaba las manos de la ropa y daba tres palmadas. Ya explicaré por qué cuando llegue el momento.

Eran las nueve de la mañana del 23 de abril. El guardia se había retrasado ya una hora. Un caza saltó al cielo desde una pista cercana, destruyó suficiente energía para calentar cien hogares durante mil años, hizo el cielo jirones. Yo ni pestañeé. El acontecimiento era simple rutina para los presos veteranos y para los guardias de Finletter. Pasaba continuamente.

Casi todos los presos, convictos de delitos no violentos, delincuentes de guante blanco, habían sido conducidos en autobuses escolares color púrpura a las zonas de trabajo de las proximidades de la base. Sólo un reducido grupo de mantenimiento había quedado atrás... para lavar ventanas y fregar suelos. Había también algunos más, escribiendo o leyendo o dormitando... demasiado enfermos, con dolencias de corazón o de espalda, normalmente, para poder hacer trabajo manual. Yo, por mi parte, habría estado alimentando una máquina de planchar en la lavandería del hospital de la base si hubiera sido un día cualquiera. Yo tenía una salud excelente, como dicen ellos.

¿No se mostraba un respeto especial en la cárcel a un hombre de Harvard? No había la menor deferencia, la verdad. He conocido, o tuve referencia de por lo menos otros siete. Y, en cuanto yo saliese, ocuparía mi catre Virgil Greathouse, ex ministro de Sanidad, Educación y Bienestar, que también había estudiado en Harvard. Yo ocupaba un puesto bastante bajo en el escalafón de titulaciones allí en Finletter, con una triste licenciatura nada más. Ni siquiera era un Phi Betta Kappa
[2]
. Debía haber allí veinte Phi Betta Kappas o más, una docena, o más, de doctores en medicina, igual número de dentistas, un veterinario, un doctor en teología, un doctor en economía, un doctor en química y una auténtica muchedumbre de abogados excluidos del foro. Había tantos abogados que teníamos un chiste para los recién llegados: «Si tropiezas con alguien que no haya estado en la Facultad de Derecho, cuidado. O es un carcelero o es un guardia.»

Yo tenía un título pobre y modesto de licenciado en letras, con cierto énfasis en la historia y en la economía. Mi plan cuando ingresé en Harvard era ser funcionario público, un cargo técnico más que un cargo político. Creía que no podía haber vocación más sublime en una democracia que dedicarse a trabajar toda la vida en el gobierno. Como no sabía qué rama del gobierno podría absorberme, si el Ministerio del Interior o la Oficina de Asuntos Indios, o qué, lo mejor era tener una sabiduría lo más amplia y práctica posible. Por eso elegí letras.

He hablado de mis planes y de mis ideas... pero, como era tan nuevo en el planeta por aquel entonces, había adoptado gustosamente como propios los planes e ideas de un hombre mucho mayor. Era éste un multimillonario de Cleveland llamado Alexander Hamilton McCone, miembro del curso 1894 de Harvard. Hijo de Daniel McCone, Alexander era un hombre tartamudo y retraído. Daniel McCone había sido un metalúrgico e ingeniero escocés brutal e inteligente que fundó la Cuyahoga Bridge and Iron Company, que era la empresa más importante de Cleveland cuando nací yo. ¡Imaginaos lo que fue nacer en Milnovecientos Trece! ¿Dudarían de mí los jóvenes de hoy si me pusiese a decir ahora muy serio que por entonces oscurecían los cielos de Ohio a menudo bandadas de pterodáctilos ululantes y que brontosaurios de cuarenta toneladas tomaban el sol y canturreaban por las orillas del río Cuyahoga? Seguro que no.

Alexander Hamilton McCone tenía cuarenta años cuando nací yo en su mansión de la Avenida Euclides. Estaba casado con la difunta Alice Rockefeller, que era aún más rica que él, y que pasó casi toda su vida en Europa con su única hija, que se llamaba Clara. Madre e hija, avergonzadas, sin duda, por el terrible defecto de expresión del señor McCone, y decepcionadas quizás aún más por su voluntad de no hacer nada en la vida más que leer libros, raras veces estaban en casa. En aquellos tiempos no se podía pensar en el divorcio.

Clara... ¿aún sigues viva? Me odiaba. Algunas personas me odiaban y me odian.

Así es la vida.

¿Y qué relación tenía yo con el señor McCone para haber nacido en el triste silencio de su mansión? Mi madre, Anna Kairys de soltera, nacida en la Lituania rusa, era su cocinera. Mi padre, que nació con el nombre de Stanislaus Stankiewicz en la Rusia polaca, era guardaespaldas y chófer suyo. Le querían mucho.

El señor McCone hizo construir para ellos, y para mí también, un lindo apartamento en la segunda planta de su cochera. Y cuando se hizo viejo, me convertí en su compañero de juegos, siempre en casa con él. Me enseñó a jugar a «los corazones» y a la mona, a las damas y al dominó... y al ajedrez. Muy pronto jugamos sólo al ajedrez. Él no jugaba bien. Ganaba yo casi todas las partidas, y puede que él estuviese secretamente borracho. Creo que nunca se esforzaba por ganar. En cualquier caso, y muy pronto, empezó a decirme y a decir a mis padres que yo era un genio, lo cual desde luego no era cierto, y que me mandaría a estudiar a Harvard. Debió decírselo un millar de veces por lo menos a mis padres a lo largo de los años: «Seréis algún día los orgullosos padres de un perfecto caballero de Harvard.»

Con ese fin, y cuando yo tenía diez años, nos hizo cambiar nuestro apellido Stankiewicz por Starbuck. Me recibirían mejor en Harvard, dijo, si tenía un apellido anglosajón. Así que pasé a llamarme Walter F. Starbuck.

A él le había ido muy mal en Harvard, había superado la prueba a duras penas. Además, socialmente se burlaban de él, no sólo por su tartamudez sino por ser el hijo de un emigrante escandalosamente rico. Había toda clase de razones para que él odiara Harvard, pero comprobé que, a medida que pasaban los años, se iba haciendo más sentimental y romántico al respecto, y tal llegó a ser su culto a Harvard que, por la época en que yo estudiaba bachillerato, había llegado a convencerme de que los profesores de Harvard eran los hombres más sabios de la historia del mundo. Norteamérica podía ser un paraíso sólo con que los altos cargos del gobierno estuvieran en manos de hombres de Harvard.

Y la verdad es que cuando yo fui a trabajar para el gobierno como joven inteligente y prometedor en el Ministerio de Agricultura de Franklin Delano Roosevelt, había cada vez más hombres de Harvard en el gobierno. Por entonces, esto a mí me parecía perfectamente natural. Ahora me parece un poco cómico. Ni siquiera en la cárcel, como digo, tienen nada de especial los hombres de Harvard.

Cuando yo era estudiante, captaba a veces el soplo de una promesa de que, una vez graduado, sería mejor que la media explicando cuestiones importantes a gente que fuese torpe para entender. Las cosas no resultaron de ese modo.

En fin, yo estaba allí sentado en la cárcel en Milnovecientos Setentaisiete, esperando que llegase el guardia. No estaba enfadado por su retraso, que era ya de una hora. No tenía prisa por ir a ningún sitio, no tenía ningún sitio concreto a donde ir. Aquel guardia se llamaba Clyde Carter. Fue uno de los pocos amigos que hice en la cárcel. Lo que más nos unía era que habíamos hecho el mismo Curso de Coctelería por correspondencia de una fábrica de diplomas de Chicago, el Instituto de Instrucción de Illinois, sección de la RAMJAC Corporation. Ambos habíamos recibido el mismo día y en el mismo correo nuestros títulos de doctor en coctelería. Clyde me había superado haciendo luego un curso de acondicionamiento de aire en el mismo instituto. Clyde era primo tercero del presidente de los Estados Unidos, Jimmy Carter. Y, aunque unos cinco años más joven que el presidente, era por lo demás su vivo retrato. Tenía los mismos modales encantadores, la misma sonrisa deslumbrante.

A mí me bastaba con el título de doctor en coctelería. Era lo que me proponía hacer el resto de mi vida: llevar un bar tranquilo en cualquier sitio, a ser posible un club de caballeros.

Y alcé mis manos queridas de la ropa de cama doblada y di tres palmadas.

Saltó otro caza al fondo de una pista cercana, hizo añicos el cielo. Yo pensé: «Al menos, ya no fumo.» Era verdad. Yo, que fumaba cuatro paquetes de Palmall sin filtro diarios, ya no era un esclavo de su majestad la nicotina. Pronto me acordaría de lo mucho que fumaba, por el traje gris de raya fina de tres piezas lleno de quemaduras de cigarrillos que me esperaba en la sala de suministros. Tenía un agujero del tamaño de una moneda de diez centavos en la entrepierna, recordé. Me sacaron una foto de prensa en el asiento de atrás del sedán verde del comisario federal, inmediatamente después de que me condenaran. La interpretación general de la foto era que parecía en ella muy avergonzado, macilento, horrorizado, incapaz de mirar a la cara a la gente. En realidad, era la foto de un hombre que acababa de prenderse fuego en los pantalones.

Pensé entonces en Sacco y Vanzetti. Cuando yo era joven, creía que la historia de su martirio haría propagarse una irresistible ansia de justicia entre la gente corriente en todo el mundo. ¿Alguien sabe, o se preocupa ya por saber quiénes eran?

No.

Pensé en la Matanza de Cuyahoga, que fue el enfrentamiento más sangriento entre unos huelguistas y un patrono de la historia del movimiento obrero norteamericano. Sucedió en Cleveland, ante la entrada principal de la Cuyahoga Bridge and Iron, la mañana de Navidad de Milochocientos Noventaicuatro. Mucho antes de que yo naciera. Mis padres eran todavía niños en el Imperio Ruso por entonces. Pero el hombre que me mandó a Harvard, Alexander Hamilton McCone, lo presenció todo, desde la torre del reloj de la fábrica de la empresa de su padre y su hermano mayor John. Fue entonces cuando dejó de padecer un tartamudeo leve para convertirse, ante la menor tensión, en un tartamudo efervescente totalmente incapaz de expresarse.

Digamos, por otra parte, que la Cuyahoga Bridge and Iron perdió su identidad, salvo para la historia laboral, hace mucho. La absorbió Youngstown Steel poco después de la Segunda Guerra Mundial; la Youngstown Steel se ha convertido también en una mera sección de la RAMJAC Corporation.

Paz.

Sí, y alcé mis manos queridas de la ropa doblada y di tres palmadas. De eso se trataba nada más, algo así de tonto: aquellas tres palmadas completaban una canción obscena que a mí nunca me había gustado y en la que no había pensado desde hacía treinta años o más. Procuraba por todos los medios mantener la mente en blanco, comprendes, por lo embarazoso que resultaba el pasado y lo aterrador que resultaba el futuro. Tantos enemigos me había hecho con los años, que dudaba que pudiese conseguir siquiera un trabajo como encargado de bar en algún sitio. Me iría haciendo cada día más sucio y andrajoso, pensaba, pues no recibiría dinero de ningún sitio. Acabaría en las callejas de los borrachos y aprendería a quitarme el frío bebiendo vino, me decía, aunque jamás me había gustado el alcohol.

Lo peor era, pensaba también, que me quedaría dormido en cualquier calleja un día y aparecerían delincuentes juveniles —de esos que odian a los viejos sucios— con una lata de gasolina. Me empaparían en gasolina y luego me harían estallar. Y lo peor de todo sería, pensaba, cuando las llamas me lamiesen los globos oculares.

¡No es raro que quisiera dejar la mente en blanco!

Pero no podía vaciar la mente más que de forma intermitente. Así que me conformaba en general, mientras estaba allí sentado en el catre, con una paz algo menos perfecta, llena de pensamientos que no tenían por qué asustarme... de Sacco y Vanzetti, como digo, de la Matanza de Cuyahoga, de cuando jugaba al ajedrez con el viejo Alexander Hamilton McCone, etc., etc.

El vacío perfecto, cuando lo conseguía, sólo duraba unos diez segundos... y luego lo rompía la canción, que yo oía sonora y claramente, cantada en mi pensamiento por una voz ajena, y que había de completar con las tres palmadas. A mí, la letra me pareció sumamente pecaminosa cuando la oí por primera vez, que fue en una fiesta beoda, sólo para hombres, en mi primer curso en Harvard. Era una canción que había que guardar en secreto y no decírsela a las mujeres. Quizás no la hubiese oído ninguna mujer, ni la haya oído aún siquiera, a estas alturas. Lo que el autor de la letra se proponía era sin duda embrutecer los sentimientos de los varones que cantaban la canción de modo que los tales cantores no pudieran volver a creer jamás lo que la mayoría de nosotros creíamos por entonces con todo el corazón: que las mujeres eran más espirituales, más sagradas que los hombres.

Yo todavía lo creo. ¿Es eso también cómico? Sólo he amado a cuatro mujeres en mi vida: mi madre, mi difunta esposa, una mujer con la que estuve prometido en matrimonio, y otra más. Las describiré a todas más tarde. Pero digamos ahora que las cuatro me parecieron más virtuosas que yo, con más valor en la vida, y más próximas a los secretos del universo de lo que nunca haya podido estar yo.

De cualquier modo, incluiré ahora la letra de esa canción terrible. Y, aunque yo haya sido técnicamente responsable, debido a mi elevado posición en una estructura corporativa en época reciente, de la publicación de algunos de los libros más soeces sobre mujeres que se hayan escrito, veo que aún me cuesta trabajo poner sobre el papel, donde quizás nunca haya estado, la letra de la canción. Diré, por otra parte, que la cantábamos con la música de una melodía muy antigua que yo llamo
Rubén, Rubén
. Debe tener muchos otros nombres sin duda.

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