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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Humor, Relato

Pájaro de celda (26 page)

—¡Ni hablar! —dije yo—. Ya habrán descubierto que tiré el trofeo de bolos en la mierda, y volverán a detenerme. Edel y Clewes se apartaron un poco de mí al oír esto.

—Esto tiene que ser un sueño —dijo Clewes.

—Ponte cómodo —dije—. Eres mi huésped. Cuantos seamos, mejor lo pasaremos.

—Caballeros, caballeros... —dijo jovialmente el abogado—. No se preocupen tanto, por favor. Van a ofrecerles la gran oportunidad de su vida.

—¿Cuándo demonios pudo verme esa mujer? —dijo Edel—. ¿Qué cosa maravillosa pudo verme hacer?

—Puede que nunca lo sepamos —dijo el abogado—. Ella casi nunca explica lo que hace, y es especialista en disfraces. Podría ser cualquiera.

—Quizás fuera aquel macarra negro grande que entró después de usted anoche —me dijo Edel—. Fui muy amable con él. Medía más de dos metros.

—Pues yo no le vi —dije.

—Tuvo suerte —dijo Edel.

—¿Os conocéis? —dijo Clewes.

—¡Desde la niñez! —dije.

Estaba decidido a acabar con aquel sueño de una vez, negándome en redondo a tomarlo en serio. Estaba convencido de que volvería a mi cama del Arapahoe o al catre de la prisión. Me daba igual una cosa que otra.

Quizás pudiera incluso despertar en el dormitorio de mi chalecito de Chevy Chase, Maryland, y mi esposa estar aún viva.

—Puedo asegurarle que no era el macarra alto —dijo el abogado—. De una cosa podemos estar seguros: tenga el aspecto que tenga, no puede ser alta.

—¿Quién no puede ser alta? —pregunté.

—La señora de Jack Graham —dijo el abogado.

—Lamento haberlo preguntado —dije.

También usted debe haberle hecho algún tipo de favor —me dijo el abogado—. O debe haber hecho algo que ella vio y consideró admirable.

—Mi experiencia como
boy scout —
dije.

Por fin paramos delante de un maltrecho edificio de apartamentos del Upper West Side. De allí salió Frank Ubriaco, el dueño de la cafetería. Iba vestido para el sueño con un traje de terciopelo azul claro y botas vaqueras verdiblancas con tacones altos, muy altos. Llevaba la mano frita elegantemente enfundada en un guante blanco de cabritilla. Clewes le colocó un asiento plegable para que se sentara.

Le saludé.

—¿Quién es usted? —dijo.

—Me sirvió usted el desayuno esta mañana —dije.

—Serví desayunos a todo el mundo esta mañana —dijo él.

—¿También le conoces? —dijo Clewes.

—Éste es mi pueblo —dije.

Luego, me dirigí al abogado, más convencido que nunca de que aquello era un sueño y le dije:

—Bueno, ahora hemos de recoger a mi madre. Repitió mis palabras, inseguro:

—¿A su madre?

—Claro. ¿Por qué no? Es la única que falta —dije.

Quiso colaborar.

—El señor Leen no dijo nada concreto de que no trajesen ustedes a nadie más. ¿Le gustaría a usted llevar también a su madre?

—Muchísimo —dije.

—¿Y dónde está? —dijo él.

—En un cementerio de Cleveland —dije—. Pero eso a
usted
no tendría por qué frenarle.

A partir de esto, eludió las conversaciones directas conmigo.

Cuando nos pusimos de nuevo en marcha, Ubriaco preguntó a los del asiento de atrás quiénes éramos.

Clewes y Edel se presentaron. Yo no quise hacerlo.

—Todos son personas que llamaron la atención de la señora Graham —dijo el abogado—. Lo mismo que usted.

—¿La conocen ustedes, muchachos? —nos preguntó Ubriaco a Clewes, a Edel y a mí.

Los tres nos encogimos de hombros.

—Dios mío —dijo Ubriaco—. Ojalá sea un trabajo muy bueno ese que tienen que ofrecernos. Porque a mí me gusta lo que hago.

—Ya verá usted, ya —dijo el abogado.

—He dejado de asistir a una cita por este asunto —dijo Ubriaco.

—Sí... y también el señor Leen dejó de asistir a una cita por ustedes —dijo el abogado—. Precisamente esta noche su hija celebra en el Waldorf su baile de presentación en sociedad, y él no podrá asistir. Tendrá que estar hablando con ustedes, caballeros.

—Qué disparate —dijo Ubriaco. Ningún otro tenía nada que decir. Cuando cruzábamos Central Park hacia el East Side, Ubriaco habló otra vez:

—Qué baile de presentación ni qué mierda —dijo. Clewes me dijo:

—Tú eres el único que conoce a todos los demás. De alguna forma, estás en el centro de todo esto.

—Pues claro, hombre —dije—. El sueño es mío.

Y, sin más conversación, nos dejaron en casa de Arpad Leen. El abogado nos dijo que nos quitáramos los zapatos en el vestíbulo. Yo, claro, iba en calcetines.

Ubriaco preguntó si Leen era japonés, pues los japoneses suelen andar descalzos por casa.

El abogado le aseguró que Leen era blanco, pero le dijo que se había criado en las islas Fiji, donde sus padres tenían un comercio. Yo me enteré más tarde de que el padre de Leen era un judío húngaro y su madre una chipriota griega y se conocieron cuando ambos trabajaban en un crucero sueco, a finales de los años veinte. Dejaron el barco en Fiji y pusieron un comercio.

En cuanto a Leen, me pareció un indio de la pradera idealizado. Podría haber sido un astro del cine. Y salió al vestíbulo con una bata de seda a rayas, calcetines negros y ligas. Aún esperaba poder ir al baile de su hija.

Antes de presentarse, tuvo que comunicarle al abogado una noticia increíble.

—¿Sabes por qué está en la cárcel ese hijo de puta? —dijo—. ¡Por traición! ¿Cómo vas a poder sacar de la cárcel a un tipo que ha cometido traición! ¡Cómo vas a darle aunque sea un trabajo de mierda sin que todos los patriotas del país se subleven?

El abogado no sabía cómo.

—Bueno —dijo Leen—. Al diablo. Localízame otra vez a Roy Cohn. ¡Ojalá pudiera verme otra vez en Nashville!

Este último comentario aludía a que Leen había sido el principal editor de música
country
de Nashville, Tennessee, antes de que la RAMJAC se tragase su pequeño imperio. Su antigua empresa era, en realidad, el núcleo de la sección Down Home Record de la RAMJAC.

Por fin, nos miró detenidamente e hizo un gesto de asombro. Éramos una pandilla muy rara.

—Caballeros —dijo—. La señora de Jack Graham se ha fijado en ustedes. No me ha dicho dónde ni cuándo. Dijo que son ustedes honrados y buenos.

—Yo no —dijo Ubriaco.

—Es usted libre de poner su opinión en entredicho, si lo desea —dijo Leen—. Yo no la pongo. Tengo que ofrecerles buenos trabajos. Pero no me importa hacerlo, y les diré por qué: ella jamás me ha mandado hacer algo que no resultase beneficioso para la empresa. Yo decía en tiempos que no quería trabajar para nadie, pero trabajar para la señora Graham ha sido el mayor privilegio de mi vida.

Lo decía en serio.

No le importaba nombrarnos vicepresidentes a todos. La empresa tenía setecientos vicepresidentes de una cosa y otra, al nivel más alto, a nivel corporativo. Pero luego, en las subsidiarias, empezaba otra vez todo el asunto de los presidentes y los vicepresidentes.

—¿Sabe
usted
qué aspecto tiene ella? —quiso saber Ubriaco.

—No la he visto últimamente —dijo Leen. Era una mentira cortés. No la había visto nunca, lo cual era del dominio público. Más tarde, me confesaría que ni siquiera sabía cómo había llamado él la atención de la señora Graham. Creía que la señora podría haber visto un artículo sobre él en la revista del Dinner’s Club, que le incluía en su sección de «Los que suben».

En cualquier caso, era abyectamente leal a ella. Amaba y temía su idea de la señora Graham lo mismo que Larkin Emil amaba y temía su idea de Jesucristo. Tenía más suerte que Larkin en su culto, claro, pues su ser superior e invisible le llamaba por teléfono y le escribía cartas y le decía lo que tenía que hacer.

Una vez llegó a decirme: «Trabajar para la señora Graham ha sido para mí una experiencia religiosa. Yo andaba a la deriva, pese a todo el dinero que ganaba. Mi vida carecía de objetivo hasta que fui presidente de la RAMJAC y me puse a su disposición.»

A veces, no tengo más remedio que pensar que toda felicidad es religiosa.

Leen dijo que hablaría con nosotros por separado en su biblioteca.

—La señora Graham no me ha dicho nada sobre sus antecedentes, sobre cuáles podrían ser sus intereses concretos... así que tendrán que hablarme ustedes un poco de sí mismos.

Dijo que entrase primero en la biblioteca Ubriaco, y nos pidió a los demás que esperásemos en el salón.

—¿Quieren que mi mayordomo les traiga alguna bebida? —dijo.

Clewes no quiso nada. Edel pidió una cerveza. Yo, que aún tenía la esperanza de deshacer aquel sueño, pedí un
pousse-café
, una bebida color arcoiris que nunca había visto pero que había estudiado cuando hacía el curso de doctor en coctelería. Se ponía un licor muy pesado en el fondo del vaso, sobre el que se echaba a cucharadas otro más ligero de distinto color, y luego otro más ligero aún, y así sucesivamente, sin que cada capa coloreada se mezclase con la de encima ni con la de debajo.

A Leen le dejó muy impresionado mi petición. Lo repitió, para asegurarse de que había oído bien.

—Si no es problema, claro —dije. No era más problema, sin duda, que construir un modelo de barco completo en una botella, por ejemplo.

—¡No es ningún problema! —dijo Leen. Como pude comprobar con el tiempo, era una de sus expresiones favoritas. Dijo al mayordomo que me trajese en seguida un
pousse-café
.

Él y Ubriaco entraron en la biblioteca, y los demás pasamos al salón, que tenía piscina. Era la primera vez que yo veía un salón con piscina. Había oído hablar del asunto, claro, pero una cosa es oírlo y otra ver tanta agua en un salón.

Me arrodillé junto a la piscina y chapoteé con la mano en el agua, para comprobar la temperatura, que era tibia. Cuando retiré la mano y consideré su humedad, hube de admitir para mí que aquella humedad no era propia del sueño. Tenía la mano mojada de veras y así seguiría algún tiempo, a no ser que me secase.

Todo aquello estaba pasando de verdad. Cuando me incorporé, llegaba el mayordomo con mi
pousse-café
.

La solución no era la actitud hostil. Tendría que volver a empezar a prestar atención.

—Gracias —le dije al mayordomo.

—De nada, señor —me contestó.

Clewes y Edel estaban sentados en el extremo de un sofá que era como media manzana de largo, por lo menos. Me uní a ellos, esperando que apreciasen que me había tranquilizado.

Ellos seguían haciendo cábalas sobre cuándo podría haberles sorprendido la señora Graham comportándose tan virtuosamente.

Clewes se lamentaba de que no había tenido muchas oportunidades de ser virtuoso, vendiendo sobres de cerillas y calendarios de publicidad a domicilio.

—Lo máximo que puedo hacer en ese sentido es dejar que el encargado de un edificio me explique sus historias de guerra. Recordaba un encargado del Edificio Flatiron que decía haber sido el primer norteamericano que había cruzado el puente sobre el Rhin en Remagen, Alemania, durante la Segunda Guerra Mundial. La toma de este puente había sido un acontecimiento importantísimo, que había permitido penetrar a los ejércitos aliados a gran velocidad en el corazón mismo de Alemania. Clewes dudaba que aquel encargado fuera la señora de Jack Graham, sin embargo.

Pero Israel Edel suponía que la señora Graham podía ir disfrazada de hombre.

—A veces pienso que por lo menos la mitad de los clientes que tenemos en el Arapahoe son travestís.

La posibilidad de que la señora Graham fuera un travestí pronto se plantearía de nuevo, y sorprendentemente lo haría Arpad Leen.

Pero, entretanto, Clewes volvió al tema de la Segunda Guerra Mundial. Pasó al plano personal. Dijo que él y yo, cuando éramos burócratas en época de guerra, no habíamos tenido nada que ver con las derrotas ni las victorias, sólo nos habíamos imaginado tal relación.

—La guerra la ganaron quienes lucharon, Walter. Lo demás eran sueños.

Él pensaba que todas las memorias sobre la guerra que habían escrito los civiles eran timos, pretensiones de que la guerra la habían ganado los charlatanes, los escritores y los tiburones sociales, cuando sólo podían haberla ganado los combatientes.

Sonó un teléfono en el vestíbulo. El mayordomo entró a decir que la llamada era para Clewes, podía atenderla por el teléfono de la mesita de café que teníamos enfrente. El teléfono era de plástico, blanco y negro, y tenía la forma de «Snoopy», el famoso perro de la historieta «Peanuts». «Peanuts» era propiedad de lo que estaba a punto de convertirse en mi sector de la RAMJAC. Según descubriría yo muy pronto, para hablar por aquel teléfono tenías que meter la boca en la barriga del perro y meterte su nariz en la boca. ¿Por qué no?

Era Sarah, la mujer de Clewes, mi antigua novia, que llamaba desde su apartamento. Acababa de llegar a casa de su trabajo como enfermera particular y había encontrado la nota de Clewes diciéndole dónde estaba y lo que estaba haciendo allí y cómo podía localizarle por teléfono.

Él le dijo que también yo estaba allí y ella no podía creerlo. Quiso hablar conmigo, así que Clewes me pasó el perro de plástico.

—Hola —dije.

—Esto es una locura —dijo ella—. ¿Qué haces ahí?

—Bebiendo un
pousse-café
junto a la piscina —dije.

—No puedo imaginarte tomando un
pousse-café —
dijo ella.

—Pues estoy tomándolo —dije.

Me preguntó cómo nos habíamos encontrado Clewes y yo. Se lo expliqué.

—El mundo es un pañuelo, Walter —dijo ella, y etcétera. Me preguntó si Clewes me había explicado que les había hecho un gran favor al declarar contra él.

—Tendría que decir que esa opinión me parece debatible —le dije.

—¿Te parece qué? —dijo ella.

—Debatible —dije. Era una palabra que ella nunca había oído. Se la expliqué.

—Soy tan tonta —dijo—. Hay tantas cosas que no sé, Walter.

Por teléfono parecía exactamente la misma Sarah. Era como si estuviéramos de nuevo en Milnovecientos Treintaicinco. Y, por eso, lo que me dijo luego me resultó especialmente punzante:

—¡Oh, Dios mío, Walter! ¡Los dos tenemos más de sesenta años! ¿Cómo es posible?

—Resulta increíble, ¿verdad Sarah? —dije.

Me pidió que fuese a cenar a su casa con Clewes, y dije que lo haría si podía, que no sabía lo que pasaría después. Le pregunté dónde vivía.

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