—Yo me he visto así también en sueños —dije—. Y he deseado tantísimas veces, Mary Kathleen, que fuese realidad...
—¡No! ¡No! ¡No! —protestó ella—. ¡Gracias a Dios aún estás vivo! Gracias a Dios, aún hay alguien vivo que se preocupa de lo que pasa en este país. Creí que podía ser la última. Llevo años vagando por esta ciudad, Walter, y diciéndome: «Han muerto ya todos los que se preocupaban.» Y ahora has aparecido tú.
—Mary Kathleen —dije—. Deberías saber que acabo de salir de la cárcel.
—¡Claro, por supuesto! —dijo—. Todas las buenas personas van a la cárcel, es lo que pasa siempre. ¡Oh, gracias a Dios que sigues vivo! Cambiaremos este país y luego cambiaremos el mundo. Yo sola no podía, Walter.
—No... supongo que no —dije.
—En realidad, no he hecho más que aferrarme a la vida —dijo ella—. Sólo he sido capaz de sobrevivir. He estado tan sola. No es que necesite mucha ayuda, pero alguna sí.
—Entiendo el problema —dije.
—Aún puedo ver lo suficiente para escribir, si es con letra grande —dijo—. Pero ya no puedo leer los artículos de los periódicos. Me falla la vista...
Me contó que entraba furtivamente en bares y grandes almacenes y en el vestíbulo de los moteles para oír las noticias de la televisión, pero que nunca estaban puestas las noticias. A veces oía un fragmento de noticiario en alguna radio portátil, pero en cuanto empezaban las noticias, el propietario de la radio solía cambiar adonde hubiese música.
Recordé la noticia que había oído por la mañana, la del perro policía que se había comido a un bebé, y le dije que en realidad no se perdía gran cosa.
—¿Cómo puedo hacer planes razonables —dijo ella— si no sé lo que pasa?
—No puedes —dije.
—¿Cómo puede basarse una revolución en
Lawrence Welk
y
Barrio Sésamo
y
Toda la familia? —
dijo. Todos estos programas estaban patrocinados por la RAMJAC.
—Es imposible —dije.
—Necesito información fidedigna —dijo ella.
—Claro, por supuesto —dije—. Todos la necesitamos.
—Y es tal basura todo lo que oyes —dijo—. Encontré esa revista llamada
People
en un cubo de basura hace poco —dijo—. Pero no trata de la gente, como dice el título. Es un montón de basura y disparates.
Todo esto me parecía patético: el que una señora de las de bolsas de plástico pretendiese planear sus recorridos por la ciudad y sus siestas entre los cubos de basura basándose en publicaciones y noticiarios de radio y televisión que le indicasen lo que realmente estaba pasando.
También a ella le parecía patético.
—Jackie Onassis y Frank Sinatra y el Monstruo de las Galletas y Archie Bunker hacen sus jugadas —dijo— y luego yo estudio lo que han hecho ellos y así veo lo que sería mejor que hiciera Mary Kathleen O’Looney. Pero ahora te tengo a ti —añadió—. Tú puedes ser mis ojos... ¡y mi cerebro!
—Tus ojos, puede —dije yo—. Pero últimamente no me he distinguido en el departamento cerebral.
—Oh... ojalá estuviese vivo también Kenneth Whistler —dijo ella.
Igual podría haber dicho: «¡Ah! si el Pato Donald estuviese vivo también.» Kenneth Whistler fue un dirigente obrero, ídolo mío en los viejos tiempos... pero ya no sentía nada por él, hacía años que no pensaba en él.
—Qué trío formaríamos —continuó ella—. ¡Tú y yo y Kenneth Whistler!
Supongo que para entonces también Whistler habría sido un vagabundo, de no haber muerto en un desastre minero en Kentucky en Milnovecientos Cuarentaiuno. Había insistido en ser obrero además de dirigente obrero, y los funcionarios sindicales de hoy le habrían parecido intolerables con sus manilas suaves y rosadas. Yo le había dado la mano. Y su palma era como la espalda de un cocodrilo. Tenía tanto polvillo de carbón metido en las arrugas de la cara que parecían tatuajes negros. Y qué curioso, también era un hombre de Harvard... del curso de Milnovecientos Veintiuno.
—Bueno —dijo Mary Kathleen—, al menos aún quedamos nosotros... y ahora podemos empezar a hacer nuestra jugada.
—Yo siempre estoy abierto a nuevas ideas —dije.
—O quizás no merezca la pena —dijo ella.
Hablaba de librar al pueblo de los Estados Unidos de su sistema económico, pero yo creía que hablaba de la vida en general. Así que, refiriéndome a la vida en general, dije que probablemente valiese la pena, pero que quizás se prolongase demasiado. Mi vida, por ejemplo, habría sido una obra maestra si hubiera muerto en una playa con una bala fascista en el entrecejo.
—Puede que la gente ya no sea buena —dijo ella—. A mí me parece mezquina y mala. Ya no es como era en la Depresión. Ya no veo que las personas se porten bien unas con otras. A mí ni siquiera me hablan.
Me preguntó luego si yo había visto algún acto de bondad. Reflexioné y me di cuenta de que prácticamente no había encontrado más que amabilidad y bondad desde que había salido de la cárcel. Y se lo dije.
—Entonces es mi aspecto —dijo. De esto no había duda. La fealdad reprobatoria que puede soportar la mayoría de la gente tiene un límite, y Mary Kathleen y todas sus hermanas vagabundas habían sobrepasado ese límite.
Estaba ansiosa por conocer actos individuales de bondad hacia mí, para confirmar que los norteamericanos aún podían tener buen corazón. Así que me produjo gran satisfacción contarle mis primeras veinticuatro horas como hombre libre, empezando por la amabilidad que había mostrado hacia mí Clyde Carter, el guardián, y la del doctor Robert Fender, el encargado de suministros y escritor de ciencia ficción. Y después, claro, lo del viaje en limusina con Cleveland Lawes.
Mary Kathleen se asombró mucho del comportamiento de estas personas, repitió sus nombres para cerciorarse de que los había captado bien.
—¡Son santos! ¡Así que aún quedan santos por ahí!
Animado con esto, me extendí sobre la actitud hospitalaria del doctor Israel Edel, el encargado nocturno del Arapahoe, y luego le hablé de los empleados de la cafetería del Hotel Royalton por la mañana. No pude darle el nombre del propietario, sólo el detalle físico que le distinguía del populacho.
—Tenía una mano frita —dije.
—El santo de la mano frita —dijo muy admirada.
—Sí —dije yo—. Y tú misma viste a un hombre que yo creí que era el peor enemigo que tenía en el mundo. Me refiero a aquel hombre alto de ojos claros, el de la cartera de muestras. Tú misma le oíste decir que me perdonaba por todo lo que le había hecho, y que tenía que cenar con él un día de estos.
—Dime otra vez su nombre —dijo ella.
—Leland Clewes —dije yo.
—San Leland Clewes —dijo, reverente—. ¿Ves cuánto me has ayudado ya? Nunca podría haber localizado a toda esa gente buena yo sola.
Luego, realizó un pequeño milagro nemotécnico, repitiendo todos los nombres en orden cronológico:
—Clyde Carter, doctor Robert Fender, Cleveland Lawes, Israel Edel, el hombre de la mano frita, y Leland Clewes.
Mary Kathleen se quitó un zapato. No era el que contenía el tampón y las plumas, y el papel, y su testamento, y todo lo demás. El zapato que se quitó estaba lleno de recuerdos. Eran hipócritas cartas de amor mías, como ya he dicho. Pero ella tenía el deseo concreto de que yo viese una foto de lo que ella llamaba... «mis dos hombres favoritos».
En la fotografía aparecía mi antiguo ídolo, Kenneth Whistler, el dirigente obrero educado en Harvard, estrechando la mano a un universitario bajo con cara de tonto. El chico era yo. Tenía las orejas como una copa de la amistad.
Y fue entonces cuando la policía llegó por fin a buscarme.
—Ya te salvaré yo, Walter —dijo Mary Kathleen—. Y luego, entre los dos, salvaremos al mundo.
Yo, francamente, sentí cierto alivio al pensar que me apartaban de ella. Intenté mostrarme afligido por la separación.
—Cuídate, Mary Kathleen —dije—. Parece ser que hemos de despedirnos.
Colgué aquella foto, en la que aparecíamos Kenneth Whistler y yo, sacada en el otoño de Milnovecientos Treintaicinco, en plena Gran Depresión, en mi despacho de la RAMJAC: junto a la circular sobre las piezas de clarinete robadas. La había sacado Mary Kathleen, con mi cámara de fuelle, la mañana después de que oyéramos hablar a Whistler por primera vez. Whistler había hecho todo el camino hasta Cambridge desde Harían County, Kentucky, donde era minero y dirigente sindical, para hablar en un acto destinado a recaudar dinero y apoyo para la delegación local de la Hermandad Internacional de Obreros de Adhesivos y Abrasivos.
Por entonces, dirigían el sindicato los comunistas. Ahora lo dirigen gángsters. Precisamente, cuando yo ingresé en la cárcel, estaba a punto de salir de Finletter el presidente vitalicio de la HITAA. Su hija de veintitrés años dirigía el sindicato desde su villa de las Bahamas mientras él estaba en el talego. Él estaba en contacto telefónico con ella continuamente. Me explicó que casi todos los miembros del sindicato eran negros e hispanos. Por los años treinta, todos eran blanquitos puros... la mayoría escandinavos. No creo que en los viejos tiempos hubieran dejado ingresar a un negro o a un hispano.
Los tiempos cambian.
Whistler habló aquella noche. La tarde antes, yo había hecho el amor por primera vez con Mary Kathleen O’Looney. En nuestro joven espíritu, esto se mezclaba en realidad, con la esperanza de oír e incluso hasta tocar a un verdadero santo. ¿Qué mejor modo de presentarnos a él, o a cualquier otro santo, supongo, que como Adán y Eva... oliendo intensamente a jugo de manzana?
Mary Kathleen y yo hicimos el amor en el apartamento de un profesor agregado de antropología llamado Arthur von Strelitz. Estaba especializado en los cazadores de cabezas de las islas Salomón. Hablaba su idioma y respetaba sus tabús. Confiaban en él. Estaba soltero. Tenía la cama deshecha. El apartamento estaba en la tercera planta de una casa de madera de la calle Brattle.
Una nota al pie para la historia: No sólo la casa, sino el mismo apartamento se utilizaría más tarde como lugar de filmación de una película muy popular llamada
Love Story
. La estrenaron durante mi primera época con la Administración Nixon. Mi mujer y yo fuimos a verla cuando la pusieron en Chevy Chase. Era una historia falsa y artificiosa sobre un estudiante anglosajón rico que se casaba con una estudiante italiana pobre, en total oposición a la voluntad de su padre. La chica moría de cáncer. Ray Milland interpretaba soberbiamente el papel de padre aristócrata. Era lo mejor de la película. Ruth lloró durante toda la sesión. Nos sentamos en la última fila del cine por dos razones: porque así yo podía fumar y porque no habría nadie detrás para asombrarse de lo gorda que estaba Ruth. Pero yo no pude concentrarme de veras en la historia porque conocía demasiado bien el apartamento donde se desarrollaba. Estaba esperando que apareciesen en cualquier momento Arthur von Strelitz o Mary Kathleen O’Looney o incluso yo mismo.
El mundo es un pañuelo.
Mary Kathleen y yo disponíamos del apartamento para el fin de semana. Von Strelitz me había dejado la llave. Había ido a visitar a otros amigos emigrados alemanes a Cabo Ann. Debía tener por entonces unos treinta años. A mí me parecía viejo. Había nacido en Prusia, de familia aristócrata. Estaba dando conferencias en Harvard cuando Hitler se convirtió en dictador de Alemania en la primavera de Milnovecientos Treintaitrés. Se negó a volver. Solicitó la ciudadanía norteamericana. Su padre, que nunca más volvió a comunicarse con él de ningún modo, se pondría al mando de un cuerpo de las SS y moriría de neumonía durante el asedio de Leningrado. Sé cómo murió su padre, porque hubo testimonios respecto a él en los juicios por crímenes de guerra de Nuremberg, donde yo me encargué del hospedaje.
Otra vez: el mundo es un pañuelo.
Su padre, actuando por orden escrita de Martin Bormann, a quien se juzgó
in absentia
en Nuremberg, hizo ejecutar a todas las personas, civiles y militares, que cayeron prisioneras durante el asedio. El propósito era desmoralizar a los defensores de Leningrado. Leningrado, por otra parte, era más joven que Nueva York. ¡Imaginaos! imaginaos una ciudad europea famosa, llena de tesoros imperiales y digna de un asedio y sin embargo mucho más joven que Nueva York.
Arthur von Strelitz nunca llegó a saber cómo murió su padre. A él, por su parte, le llevarían a las islas Salomón en un bote de remo desde un submarino norteamericano, como espía, cuando las islas aún estaban ocupadas por los japoneses. No volvió a saberse nada de él.
Paz.
Recuerdo que le parecía muy urgente el que se definiesen lo masculino y lo femenino. Estaba convencido de que si no se hacía estaríamos condenados eternamente a que se definiesen según las necesidades de las instituciones. Pensaba, sobre todo, en ejércitos y fábricas.
Es el único hombre que yo he conocido que usaba monóculo.
Ahora, Mary Kathleen O’Looney, de dieciocho años de edad, yace en la cama del antropólogo. Acabamos de hacer el amor. Sería muy hermoso pintarla ahora desnuda... cuerpecito rosado. Pero la verdad es que jamás la vi desnuda. Era muy tímida. Nunca logré convencerla de que se desnudase del todo.
Yo, por mi parte, estaba de pie completamente desnudo junto a la ventana, con mis partes íntimas justo por debajo del alféizar. Me sentía como el gran dios Thor.
—¿Me quieres, Walter? —preguntó Mary Kathleen a mi espalda desnuda.
Qué podía contestar yo sino esto:
—Claro que sí.
Alguien llamó a la puerta. Yo le había dicho a mi codirector en el periódico,
The Bay State Progressive
, dónde me podía localizar en caso de emergencia.
—¿Quién es? —dije.
Y entonces se oyó un sonido como de un pequeño motor de gasolina al otro lado de la puerta. Era mi mentor Alexander Hamilton McCone que había decidido venir a Cambridge sin avisar... para ver qué vida llevaba yo con su dinero. Parecía un motor por el tartamudeo. Tartamudeaba por la Matanza de Cuyahoga de Milochocientos Noventaicuatro. Intentaba decir su propio nombre.
Y es que, no sé por qué, pero se me había olvidado decirle que me había hecho comunista. Y ahora lo había descubierto. Fue primero a mi habitación de Adams House, donde le dijeron que estaba casi siempre en
The Progressive
. Fue a
The Progressive
y allí había averiguado qué clase de publicación era y que yo era su codirector. Y allí estaba a la puerta, con un ejemplar bajo el brazo.