Y fue en Milnovecientos Dieciséis cuando llegaron a conocerse bien Sacco y Vanzetti. Se hizo evidente para ambos, pensando cada uno por su cuenta, pero pensando siempre en la brutalidad de las prácticas mercantiles, que los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial sólo eran simples sectores adicionales de trabajo terriblemente peligroso, donde unos cuantos hombres podían supervisar el derroche de millones de vidas con la esperanza de ganar dinero. Era evidente para ellos que también Norteamérica se vería muy pronto envuelta en el conflicto. No querían que les forzasen a trabajar en aquellas fábricas de Europa, así que ambos se unieron al mismo grupito de anarquistas italonorteamericanos que se fueron a México hasta que acabó la guerra.
Los anarquistas son personas que creen con todo el corazón que los gobiernos son enemigos de sus propios pueblos.
Y me sorprendo pensando, ahora incluso, que la historia de Sacco y Vanzetti puede calar aún en los huesos de las futuras generaciones. Quizás haga falta contarlo sólo algunas veces más. En ese caso, la fuga a México será considerada por cada uno y todos como una expresión más de un tipo de sentido común muy sagrado.
Lo cierto es que Sacco y Vanzetti volvieron a Massachusetts después de la guerra, como amigos íntimos. Su tipo de sentido común, sagrado o no, y basado en libros que los hombres de Harvard leen normalmente y sin efectos negativos, siempre les había parecido despreciable a la mayoría de sus vecinos. Esos mismos vecinos, y aquellos a quienes les gustaba guiar sus destinos sin mucha oposición, decidid ron entonces aterrarse por ese sentido común, sobre todo cuando lo poseían extranjeros.
El Departamento de Justicia elaboró listas secretas de extranjeros que no mantenían ni mucho menos en secreto lo injustos e ilusos e ignorantes y codiciosos que les parecían muchos de los dirigentes de la supuesta «Tierra Prometida». En la lista figuraban Sacco y Vanzetti. Espías del gobierno empezaron a seguirles.
También estaba en la lista un impresor llamado Andrea Salsedo, que era amigo de Vanzetti. Le detuvieron agentes federales en Nueva York por cargos no especificados, y le tuvieron incomunicado ocho semanas. El tres de mayo de Milnovecientos Veinte, Salsedo se cayó, saltó o le empujaron, por la ventana del piso catorce de un edificio dependiente del Departamento de Justicia.
Sacco y Vanzetti organizaron un acto para pedir una investigación de la detención y muerte de Salsedo. Estaba programado para el nueve de mayo en Brockton, Massachusetts, pueblo natal de Kathleen O’Looney. Mary Kathleen tenía entonces seis años. Yo tenía siete.
Sacco y Vanzetti fueron detenidos por actividades revolucionarias peligrosas antes de que pudiera celebrarse el acto programado. Su delito era la posesión de octavillas convocando al acto. La pena podía ser de multa hasta un máximo de un año de cárcel.
Pero luego, de pronto se les acusó también de dos asesinatos sin resolver. Un mes antes, en South Braintree, Massachusetts, en el robo de la nómina de una empresa, habían resultado muertos dos guardias. La pena por esto, lógicamente, sería algo más dura: dos muertes indoloras en la misma silla eléctrica.
Y por si acaso, a Vanzetti se le acusó también de una tentativa de robo de nómina en Bridgewater, Massachusetts. Fue juzgado y declarado convicto. Y así fue como de vendedor de pescado se transformó, como por encanto, en criminal conocido antes de que Sacco y él fuesen juzgados por asesinato.
¿Era culpable Vanzetti de este delito menor? Puede que sí, pero no importaba mucho. ¿Quién dijo que no importaba mucho? El juez que juzgó el caso dijo que no importaba mucho. Este juez era Webster Thayer, licenciado del Darmouth College y descendiente de varias familias ilustres de Nueva Inglaterra. Explicó al jurado: «Este hombre, aunque pueda no haber cometido realmente el crimen que se le imputa, es culpable sin duda desde un punto de vista moral, porque es enemigo de las instituciones vigentes.»
Palabra de honor: esto lo dijo un juez en un tribunal norteamericano. Saqué la cita de un libro que tengo:
Labor’s Uníold Story
, de Richard O. Boyer y Herbert M. Morais (United Front, San Francisco, 1955).
Y luego, este mismo juez Thayer consiguió juzgar a Sacco y al conocido delincuente Vanzetti por asesinato. Fueron declarados culpables aproximadamente un año después dé su detención: en julio de Milnovecientos Veintiuno, cuando yo tenía ocho años.
Fueron finalmente electrocutados cuando yo tenía quince años. Y si oí comentarios sobre el asunto a alguien de Cleveland, ya lo he olvidado.
El otro día, hablé con un recadero en el ascensor del edificio de la RAMJAC. Era más o menos de mi edad. Le pregunté si se acordaba de la ejecución, cuando él era niño. Dijo que sí, que recordaba haber oído decir a su padre que estaba harto y cansado de que la gente se pasase el día hablando de Sacco y Vanzetti y que se alegraba de que el asunto hubiese acabado de una vez.
Le pregunté qué oficio tenía su padre.
—Director de banco en Montpelier, Vermont —dijo. Era un viejo que llevaba un gabán del Ejército de los Estados Unidos, suministro de guerra.
Al Capone, el famoso gángster de Chicago, opinaba que Sacco y Vanzetti merecían haber sido ejecutados. Él también creía que eran enemigos del modo de pensar norteamericano sobre Norteamérica. Estaba ofendido de lo ingratos que eran con Norteamérica aquellos inmigrantes italianos, como él.
Capone dijo, según
Labor’s Untold Story
: «El bolchevismo está llamando a nuestra puerta... Debemos mantener apartado al trabajador de la literatura roja y de los rusos rojos.»
Esto me recuerda una historia que escribió el doctor Robert Fender, mi amigo de la prisión. Era un relato sobre un planeta en el que el peor crimen era la ingratitud. Había muchas ejecuciones por ingratitud. Ejecutaban a la gente como solían ejecutarla en Checoslovaquia: les defenestraban. Les arrojaban de ventanas muy altas.
Al héroe del relato de Fender al final le tiraban por una ventana por ingratitud. Sus últimas palabras cuando salió volando de la ventana de un piso treinta, fueron éstas: «¡Un millón de graaaaaacias!»
Pero antes de que Sacco y Vanzetti pudiesen ser ejecutados por ingratitud al estilo Massachusetts, surgió en todo el mundo un gran movimiento de protesta. El vendedor de pescado y el zapatero se habían convertido en celebridades mundiales.
—Jamás en toda nuestra vida —dijo Vanzetti— pudimos imaginar que íbamos a poder hacer una labor en pro de la tolerancia, la justicia, la comprensión entre todos los hombres, como la que hacemos ahora por puro accidente.
Si esto se representase en un Drama de la Pasión moderno, los actores que interpretasen a las autoridades, el Poncio Pilatos, aún tendrían que expresar burla y menosprecio por las opiniones de la chusma. Pero estarían más a favor que en contra de la pena de muerte esta vez.
Y nunca se lavarían las manos.
De hecho, se sentían tan orgullosos de lo que estaban a punto de hacer que pidieron que un comité compuesto de tres de los hombres más sabios, más respetados, más equilibrados e imparciales dentro de las fronteras del estado, dijesen al mundo si iba a hacerse justicia o no.
Ésta fue la única parte de la historia de Sacco y Vanzetti que decidió contar Kenneth Whistler... aquella noche, hace ya tanto tiempo, en que Mary Kathleen y yo estábamos cogidos de la mano mientras él hablaba.
Se explayó burlonamente sobre las relumbrantes credenciales de los tres sabios.
Uno era Robert Grant, un juez retirado, que sabía lo que eran las leyes y cómo debían aplicarse. Presidía el entonces director de Harvard, que seguía siéndolo cuando yo ingresé allí. Imaginaos. Era A. Lawrence Lowell. El otro, que según Whistler «...por lo menos sabía mucho de electricidad», era Samuel W. Stratton, director del Instituto de Tecnología de Massachusetts.
Durante sus deliberaciones, recibieron miles de telegramas, algunos a favor de las ejecuciones, pero la mayoría en contra. Enviaron telegramas, entre otros, Romain Rolland, George Bernard Shaw, Albert Einstein, ]ohn Galsworthy, Sinclair Lewis y H. Wells.
El triunvirato declaró, al fin, que para ellos era evidente que si se electrocutaba a Sacco y Vanzetti se haría justicia.
He ahí la sabiduría de los seres humanos, hasta de los más sabios.
Y me veo ahora obligado a preguntarme si ha existido alguna vez, o puede existir, la sabiduría. ¿Será tan imposible la sabiduría en este universo concreto como lo es la máquina de movimiento continuo? ¿Quién era el hombre más sabio de la Biblia, en teoría... más sabio incluso, podemos suponer, que el director de Harvard? El rey Salomón, por supuesto. Dos mujeres que reclamaban el mismo hijo se presentaron ante Salomón, pidiéndole que aplicase su legendaria sabiduría a su caso. Él propuso cortar al niño en dos.
Y los hombres más sabios de Massachusetts dijeron que Sacco y Vanzetti debían morir.
Cuando se comunicó su decisión, mi héroe Kenneth Whistler estaba al mando de los piquetes que había ante la sede del gobierno de Massachusetts, en Boston, por cuenta propia. Llovía.
—La naturaleza parecía sumarse a los acontecimientos —dijo, mirándonos directamente a Mary Kathleen y a mí, que estábamos en la primera fila. Se echó a reír.
Mary Kathleen y yo no nos reímos con él. Ni nadie más. Su risa era una risa estremecedora, se reía de lo poco que suele preocuparse la naturaleza por lo que los seres humanos creen que pasa.
Y Whistler siguió con sus piquetes frente al edificio del gobierno durante otros diez días... hasta la misma noche de la ejecución. Entonces, condujo los piquetes por las tortuosas calles y cruzó con ellos el puente hasta Charlestown, donde estaba la prisión. Formaban parte de estos piquetes, entre otros, Edna St. Vincent Millay, John Dos Passos y Haywood Broun.
La Guardia Nacional y la policía les estaban esperando. Había ametralladoras en los muros, con los cañones apuntando al populacho, hacia el pueblo que quería que Poncio Pilatos fuese misericordioso.
Y Kenneth Whistler llevaba consigo un gran paquete. Era una enorme pancarta larga y estrecha, enrollada y atada. La había hecho hacer aquella misma mañana.
Las luces de la prisión empezaron a oscurecerse.
Cuando se hubieron oscurecido nueve veces, Whistler y un amigo se dirigieron a toda prisa al lugar donde debían exponerse los cadáveres de Sacco y Vanzetti. Al Estado ya no le interesaban para nada los cadáveres. Pasaban de nuevo a ser propiedad de amigos y parientes.
Whistler nos explicó que en la sala principal del local se habían instalado dos pares de caballetes, sobre los que se pensaban colocar los ataúdes. Entonces, Whistler y su amigo desenrollaron la pancarta y la clavaron en la pared encima de los caballetes.
En la pancarta estaban escritas las palabras que Webster Thayer, el hombre que había condenado a muerte a Sacco y a Vanzetti le había dicho a un amigo, poco después de haber dictado la sentencia:
¿V
ISTE
LO
QUE
LES
HICE
A
ESOS
CABRONES
ANARQUISTAS
EL
OTRO
DÍA
?
Sacco y Vanzetti no perdieron nunca su dignidad... nunca se desmoronaron. Walter F. Starbuck sí lo hizo al fin.
Cuando me detuvieron en la sala de exposiciones de la American Harp Company, parecí aguantar muy bien en principio. Cuando el viejo Delmar Peale les enseñó a los dos policías la circular sobre las piezas de clarinete robadas, cuando explicó por qué tenían que detenerme, yo incluso sonreí. Tenía la coartada perfecta, en realidad: había pasado los dos últimos años en la cárcel.
Pero cuando se lo dije, no se tranquilizaron tanto como había pensado yo. Decidieron que quizás fuera más peligroso de lo que habían creído en principio.
Cuando llegué, en la comisaría de policía había un lío tremendo. Los periodistas y los de la televisión intentaban hablar con los jóvenes que se habían amotinado en los jardines de las Naciones Unidas, y que habían tirado al río East al ministro de Economía de Sri Lanka. Todavía no habían encontrado al srilankano, así que se daba por supuesto que acusarían de asesinato a los detenidos.
En realidad, al srilankano le rescataría una lancha de la policía unas dos horas después. Le encontraron aferrado a una boya de campana cerca de la Isla del Gobernador. Los periódicos del día siguiente describirían su estado como «incoherente». Lo creo.
No había nadie para interrogarme de inmediato. Tendría que pasar un rato encerrado. La comisaría estaba tan atestada que no había siquiera una celda normal para mí. Me dieron una silla en un pasillo fuera de las celdas. Fue allí donde me insultaron los detenidos desde detrás de las rejas, imaginando que nada en el mundo desearía yo tanto como hacerles el amor.
Por fin me llevaron a una cela acolchada del sótano. Estaba destinada a albergar a maníacos hasta que llegaba una ambulancia a buscarles. No tenía retrete, porque un maníaco podría intentar abrirse la cabeza contra el borde del inodoro. No había tampoco catre ni silla. Tendría que sentarme o tumbarme en el suelo acolchado. Y, curiosamente, el único objeto que había era un trofeo de bolos grande, que alguien se había dejado. Llegué a conocerlo muy bien.
Así pues, estaba de nuevo en un sótano tranquilo.
Y, tal como me había sucedido cuando era asesor especial del presidente para asuntos de la juventud, se olvidaron de mí.
Me dejaron allí involuntariamente desde el mediodía hasta las ocho de la noche, sin comida ni agua, ni water, ni el más ligero sonido del exterior... en el que tendría que haber sido mi primer día de libertad. Así empezó a ponerse a prueba mi carácter, prueba que fui incapaz de superar.
Pensaba en Mary Kathleen y en lo que había ocurrido. Aún no sabía que ella era la señora de Jack Graham, pero me había dicho otra cosa muy interesante sobre sí misma: cuando me fui de Harvard, cuando dejé de contestar a sus cartas e incluso de pensar en ella, se fue en auto-stop a Kentucky, donde Kenneth Whistler aún trabajaba de minero y de dirigente sindical. Llegó al atardecer a la choza en la que Kenneth vivía solo. La choza estaba abierta, pues no había nada en el interior que mereciese la pena robar. Whistler aún estaba trabajando. Mary Kathleen había llevado comida consigo. Cuando Whistler llegó a casa, de su chimenea salía humo. Dentro había comida caliente esperándole.