Resultaba que ella y Clewes vivían en la planta baja del mismo edificio en el que había vivido su abuela, en Ciudad Tudor. Me preguntó si me acordaba del apartamento de su abuela, de todos aquellos criados y muebles viejos amontonados en cuatro habitaciones.
Dije que sí, que me acordaba, y nos reímos.
No le conté que mi hijo también vivía por allí, en Ciudad Tudor. Posteriormente descubriría que su proximidad a ella no era tan vaga, que vivía muy cerca, con su esposa musical y sus hijos adoptados. Stankiewicz, del
New York Times
, vivía en el mismo edificio y, además, su presencia se hacía muy notoria por el salvajismo de los niños... vivía sólo tres plantas más arriba de Leland y Sarah Clewes.
Sarah dijo que era muy agradable que pudiéramos reírnos aún, pese a todo lo que habíamos tenido que pasar.
—Al menos aún nos queda el sentido del humor —dijo.
Esto lo había dicho Julie Nixon de su padre después de que le echaran de la Casa Blanca: «Aún conserva su sentido del humor.»
—Sí... al menos nos queda eso —admití.
—Camarero —dijo ella— ¿qué hace esta mosca en mi sopa?
—¿Qué? —dije.
—¿Que qué hace esta mosca en mi sopa? —insistió ella.
Y entonces recordé: era el principio de una cadena de chistes que solíamos contarnos por teléfono. Cerré los ojos. Di la respuesta correspondiente y el teléfono se transformó en una máquina del tiempo. Me permitía escapar de Milnovecientos Setentaisiete y entrar en la cuarta dimensión.
—Creo que es braza de espaldas, madame —dije.
—Camarero —dijo ella—, hay también un fichero en mi sopa.
—Lo siento, señora —dije yo—. Es un error tipográfico. Tenía que ser un fideo.
—¿Por qué es tan cara la leche? —dijo ella.
—Porque es dificilísimo conseguir que las vacas se pongan de cuclillas sobre esos botellines —dije.
—No hago más que pensar que es martes —dijo ella.
—Es martes —dije yo.
—Eso sigo pensando —dijo ella—. Dígame, ¿tienen ustedes merengue?
—Hoy no están en el menú —dije yo.
—Anoche soñé que comía merengue —dijo ella.
—Un sueño muy agradable —dije yo.
—Fue terrible —dijo ella—. Cuando desperté había desaparecido la sábana.
También ella tenía motivos para huir a la cuarta dimensión.
Luego me enteraría de que aquella noche había muerto su paciente. Sarah sentía mucho cariño por aquella paciente. Tenía treinta y seis años, pero padecía un trastorno cardíaco congénito... tenía un corazón enorme, gordo y débil.
E imaginaos, claro, los efectos de esta conversación en Leland Clewes, que estaba sentado a mi lado. Yo tenía los ojos cerrados y estaba en tal éxtasis de intemporalidad e ingravidez, que era como si estuviera teniendo un intercambio sexual con su esposa, delante de sus narices. Me perdonaba, claro está. Él perdona todo a todo el mundo. Pero aún así, tuvo que impresionarle lo lánguidamente enamorados que aún podíamos estar Sarah y yo por teléfono.
¿Hay algo más proteico que el adulterio? No hay nada en este mundo.
—Estoy pensando ponerme a dieta —dijo Sarah.
—Yo sé cómo puedes eliminar ocho kilos de grasa desagradable inmediatamente —dije.
—¿Cómo? —dijo ella.
—Haciendo que te corten la cabeza —dije yo.
Clewes sólo oía mi parte de la conversación, claro, con lo que únicamente se enteraba del principio o el final de un chiste. Algunas frases eran sumamente sugerentes.
—¿Fumas? —le pregunté.
—Sí —dijo ella.
—Vaya, así que te gusta echar humo —continué.
—Sí —dijo ella.
—¿Y echas humo después del coito?
Clewes nunca oyó su respuesta, que fue la siguiente:
—No sé. Nunca me he fijado —y luego continuó—: ¿Qué hacía usted antes de ser camarero?
—Me dedicaba a limpiar las cagaditas de los relojes de cuco —dije.
—Siempre he querido saber qué es esa cosita blanca que se ve en las cagadas de los pájaros —dijo ella.
—Pues es también cagada de pájaro —expliqué—. ¿Qué tipo de trabajo hace
usted
?
—
Trabajo en una fábrica de pantalones —dijo ella.
—¿Es bueno ese trabajo en una fábrica de pantalones? —pregunté socarronamente.
—Oh —dijo ella—, no puedo quejarme. Vengo a sacarme unos diez mil al año.
Sarah tosió, y también esto era una clave que estuve a punto de pasar por alto.
—Menudo catarro tiene usted —dije oportunamente.
—No hay quien lo pare —dijo ella.
—Tome dos píldoras de esas —dije—. Son lo más indicado.
Entonces ella hizo ruido de tragar: «Gluc, gluc, gluc.» Y luego preguntó qué contenían las píldoras.
—El laxante más potente conocido por la ciencia médica —dije yo.
—¡Laxante! —dijo ella.
—Sí —dije yo—. No se le ocurra toser ahora.
Hicimos también el chiste de un caballo enfermo que tenía supuestamente yo. En realidad, yo nunca había tenido un caballo. El veterinario me dio doscientos gramos de un polvo rojizo para el caballo. El veterinario me explicó que tenía que hacer un tubo de papel y colocar el polvo en el tubo, meter luego el tubo en la boca del animal y soplarle el polvillo en la garganta.
—¿Qué tal el caballo? —dijo Sarah.
—Oh, el caballo muy bien.
—Tú no pareces tan bien —dijo ella.
—No —dije—. Es que el caballo sopló primero.
—¿Aún sabes imitar la risa de tu madre? —dijo ella. Esto no era el principio de otro chiste. Sarah quería realmente oírme imitar la risa de mi madre, que era algo que yo solía hacer para ella por teléfono. Llevaba años sin hacerlo. No sólo tenía que elevar la voz, también tenía que embellecerla.
La cosa era ésta: mi madre jamás se reía alto. Se había acostumbrado a reprimir la risa cuando trabajaba de criada en Lituania. El motivo era que el amo o un invitado, al oír en algún lugar de la casa la risa de una sirvienta, podría sospechar que aquella sirvienta se estaba riendo de él.
En consecuencia, cuando no podía evitar la risa mi madre emitía unos sonidos puros y pequeños como los de una caja de música... o quizás como campanillas lejanas. El que fuesen unos sonidos tan bellos era puramente accidental.
Así pues... olvidándome de dónde estaba, henchí los pulmones y tensé la garganta con el fin de complacer a mi antigua novia, y reencarné el aspecto jocoso de mi madre.
Y en aquel momento volvieron al salón Arpad Leen y Frank Ubriaco. Oyeron precisamente el final de mi canción.
Expliqué a Sarah que tenía que colgar, y, efectivamente, colgué.
Arpad Leen me miró fijamente. Yo había oído explicar a las mujeres que algunos hombres las desnudaban con la mirada. Y en aquel momento, yo estaba descubriendo cómo se sentían esas mujeres. Porque, tal como resultarían las cosas, eso era exactamente lo que Leen estaba haciéndome: imaginando qué aspecto podía tener yo completamente desnudo.
Leen empezaba a sospechar que yo era la señora de Jack Graham que intentaba supervisarle disfrazada de hombre.
Yo no podía saberlo, claro... no podía saber que él creía que yo podía ser la señora Graham. Así que el galanteo posterior de que me hizo objeto me resultaba tan inexplicable como todo lo que había ocurrido aquel día.
Intenté convencerme de que se mostraba tan atento con el fin de suavizar las malas noticias que tenía que darme después: que sencillamente yo no era material de la RAMJAC, y que su limusina estaba esperando abajo para llevarme de vuelta, y sin empleo, al Arapahoe. Pero los mensajes de sus ojos eran bastante más apasionados que eso. Buscaba ansiosamente que yo aprobase todo lo que hacía.
Me explicó, a mí y no a Leland Clewes ni a Israel Edel, que acababa de nombrar a Frank Ubriaco vicepresidente de la sección Hamburguesas McDonald de la RAMJAC.
Indiqué con un cabeceo que me parecía muy bien.
Pero el cabeceo no fue suficiente para Leen.
—Creo que es un ejemplo maravilloso de lo que es poner al hombre justo en el puesto justo. ¿No lo cree usted así? En eso consiste básicamente la RAMJAC, ¿no cree?... en poner buena gente donde pueda utilizar su talento de la forma más plena.
La pregunta era para mí y para nadie más. Así que al fin dije:
—Sí.
Tuve que pasar por lo mismo después de que entrevistó y contrató a Clewes y a Edel. A Clewes le nombró vicepresidente de la Sección Diamond Match, de la RAMJAC, probablemente porque había estado vendiendo sobres publicitarios de cerillas mucho tiempo. A Edel le hizo vicepresidente de la sección Hilton del departamento de Hospitality Associates, Ltd., quizá por sus tres semanas de experiencia como encargado nocturno en el Arapahoe.
Me llegó luego el turno de entrar en la biblioteca con él.
—El último pero no el último —dijo burlonamente. En cuanto cerró la puerta, su coqueteo se hizo casi escandaloso.
—Pase a mi casa —murmuró—, dijo la araña a la mosca.
Y me hizo un claro guiño.
Esto no me gustó nada. Me pregunté qué les habría pasado allí a los otros.
Había una mesa escritorio tipo Mussoliní, con una silla giratoria detrás.
—Quizás deba sentarse allí
usted —
dijo, enarcando y desenarcando las cejas—. ¿No le parece ése el asiento propio para usted, eh? ¿Eh? ¿El asiento propio para usted?
Pensé que aquello sólo podía ser una burla. Reaccioné humildemente. Llevaba muchísimos años viviendo sin dignidad.
—Señor —dije—. No entiendo lo que pasa.
—Ah —dijo él, alzando un dedo—, eso es lo que ocurre a veces.
—No sé cómo me localizó usted, y ni siquiera sé si soy quien cree usted que soy —dije.
—Aún no le he dicho quién creo que es —dijo él.
—Walter F. Starbuck —dije sombríamente.
—Si usted lo dice —dijo él.
—Bueno —dije—, sea quien sea, no soy gran cosa ya. Si de verdad está usted ofreciendo puestos de trabajo, lo único que yo quiero es uno modesto.
—Tengo órdenes de nombrarle vicepresidente —dijo—. Órdenes de una persona a quien respeto muchísimo. Me propongo obedecer.
—Quiero ser encargado de bar —dije.
—¡Ah! —dijo—. ¿Y preparar
pousse-cafés
?
—Puedo hacerlo, si es necesario —dije—. Tengo el título de doctor en coctelería.
—También tiene usted una voz deliciosamente aguda cuando quiere —dijo.
—Creo que lo mejor será que me vaya a casa —dije—. Puedo ir andando, no queda lejos.
Quedaba sólo a unas cuarenta manzanas. No tenía zapatos, pero ¿qué falta me hacían los zapatos? Ya llegaría de algún modo a casa sin ellos.
—Cuando sea hora de irse a casa —dijo él—, podrá usted disponer de mi limusina.
—Pues ya es hora de irse a casa —dije—. Me da igual como llegue allí. Ha sido un día agotador. Me siento atontado. Sólo quiero dormir. Si sabe usted de alguien que necesite un encargado de bar, aunque no sea jornada completa, puede localizarme en el Arapahoe.
—¡Qué gran actor! —dijo.
Bajé la cabeza. No quería mirarle siquiera, ni mirar a nadie.
—En absoluto —dije—. Nunca lo he sido.
—Voy a explicarle algo muy raro —dijo.
—No lo entenderé —dije yo.
—Todos los que están aquí esta noche recuerdan haberle visto a usted, pero nunca se habían visto antes entre sí —dijo—. ¿Cómo explicaría usted eso?
—No tengo trabajo —dije yo. Acabo de salir de la cárcel. He estado paseando por la ciudad sin rumbo fijo.
—Qué historia tan complicada —dijo él—. ¿Dice que ha estado en la
cárcel
?
—
Así es —dije.
—No preguntaré por qué estuvo en la cárcel —dijo. Lo que quería decir él era que yo, como la señora Graham disfrazada de hombre, no tenía por qué seguir contando mentiras cada vez mayores, salvo que el hacerlo me distrajese.
—Por Watergate —dije.
—¡Watergate! —exclamó él—. Yo estaba seguro de que conocía los nombres de casi todos los de Watergate.
Como descubriría yo más tarde, él no sólo sabía los nombres: conocía a muchos de ellos lo bastante bien como para haberles enviado aportaciones ilegales para la campaña electoral, y haber contribuido luego con más dinero para su defensa.
—¿Y por qué no he oído yo nunca el nombre de Starbuck en relación con Watergate?
—No sé —dije, con la cabeza aún baja—. Era como estar en una maravillosa comedia musical en la que los críticos mencionasen a todos salvo a mí. Si pudiera encontrar usted un viejo programa, le enseñaría mi nombre.
—Supongo que la prisión estaba en Georgia —dijo él.
—Sí —dije yo. Supongo que lo sabía porque Roy M. Cohn había repasado mis antecedentes cuando iba a sacarme de la cárcel.
—Eso explica lo de Georgia —dijo. Yo no podía entender por qué alguien podía querer que le explicaran Georgia.
—Así que por eso conoció usted a Clyde Carter y a Cleveland Lawes y al doctor Robert Fender —dijo.
—Sí —dije. Empezaba a sentir miedo. ¿Por qué aquel hombre, que era uno de los ejecutivos más poderosos del planeta, se molestaría en investigar tanto sobre un insignificante y patético presidiario como yo? ¿Se sospecharía que yo conocía algún secreto espectacular aún por revelar respecto a Watergate? ¿Estaría jugando conmigo aquel hombre al gato y al ratón antes de hacer que me mataran de alguna forma?
—Y Doris Kramm —dijo—. Estoy seguro de que también la conoce usted.
¡Sentí un gran alivio por no conocerla! ¡Yo era inocente, en realidad! Ahora, todo lo que tenía contra mí se desmoronaría. Se había equivocado de individuo, yo podía demostrarlo. ¡Yo no conocía a Doris Kramm!
—¡No, no, no! —dije—. No conozco a Doris Kramm.
—La señora que me dijo usted que no debía jubilarse, la de la American Harp Company —dijo él.
—Yo no le he dicho a usted eso —dije.
—Ha sido un lapsus —dijo él.
Y entonces, me di cuenta de que sí conocía a Doris Kramm y aumentó mi temor. Era la vieja secretaria que había estado lloriqueando limpiando su mesa en la sala de exposiciones de arpas. Sin embargo, no estaba dispuesto a decirle que la conocía.
¡Pero, de todos modos, él sabía que la conocía! ¡Él lo sabía todo!
—Supongo que le alegrará saber que la telefoneé personalmente y le aseguré que no tiene que jubilarse, que puede quedarse y seguir trabajando hasta cuando quiera. ¿No es estupendo?
—No —dije.
Era una respuesta tan buena como la que más. Pero yo había empezado a recordar la sala de exposiciones de arpas. Tenía la sensación de haber estado allí hacía mil años, en otra vida, antes de nacer. Mary Kathleen O’Looney había estado allí. Arpad Leen, en su omnisciencia, sin duda la mencionaría a continuación.