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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (38 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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Yo estaba en Cartagena y tenía quince años. El reflejo de la luna temblaba perezosamente en el agua de la bahía y hacía brillar la cresta de las olas que rompían en la orilla. Estaba con mi hermana y nos habían invitado a una fiesta de fin de año. Nos escapamos cuando un Adonis bronceado de ojos verdes, como de gato, nos hizo propuestas indecentes. Salimos corriendo y cruzamos la ciudad festiva como alma que lleva el diablo. Nos lanzamos en brazos de Papá a esperar la medianoche, riéndonos, todavía sin aliento, después de haber dejado plantado a nuestro encantador y atrevido caballero.

—¿Por qué se fueron? —dijo Lucho—. Tan bobas. Nadie le quita a uno ni lo comido ni lo bailado.

Al decirlo, se puso a bailar y nosotros lo imitamos, pues no teníamos la menor intención de dejarlo divertirse solo.

Pasamos el resto de la tarde como los días anteriores, en nuestras hamacas. Lucho se levantó para ir a las letrinas y volvió bañado en sudor. Estaba cansado y quería entrar al alojamiento a acostarse. No le vi la cara, pues ya estaba oscuro, pero algo en su voz me puso en alerta:

—¿Te sientes bien, Lucho?

—Sí. Estoy bien —gruñó.

Luego, cambiando de idea, añadió:

—Ponte delante de mí. Voy a apoyarme en tu hombro para que me guíes hasta mi catre. Me cuesta trabajo caminar.

No alcanzamos a cruzar el umbral de la puerta, cuando Lucho se desplomó en una silla Rimax. Estaba verde, con la cara demacrada, lavada en sudor, y la mirada vidriosa. Ya no podía articular las palabras y le costaba sostener la cabeza erguida. Tal como me había advertido, le estaba dando un coma diabético.

Lucho había guardado una reserva de dulces y me fui a buscarla rápidamente entre las cosas de su equipo. Durante ese lapso, Lucho empezó a escurrirse en la silla y corría el riesgo de caerse de cabeza.

—¡Ayúdenme! —grité, sin saber si era mejor sostenerlo, acostarlo en el suelo o darle primero los dulces que acababa de encontrar.

Orlando llegó en un segundo. Era grande y musculoso. Agarró a Lucho y lo sentó en el suelo, mientras yo trataba de hacerle chupar uno de sus dulces que tenía en la mano. Pero Lucho ya no respondía. Se había desmayado y tenía los ojos en blanco. Mastiqué los dulces para metérselos triturados en la boca.

—Lucho, Lucho, ¿me oyes?

La cabeza le giraba en todas las direcciones, pero gruñía sonidos que me indicaban que mi voz todavía le llegaba.

Gloria y Jorge pusieron una colchoneta en el suelo para acostarlo. Tom también llegó, y con un pedazo de cartón, que sacó sabrá el cielo de dónde, empezó a ventilar con fuerza la cara de Lucho.

—Necesito azúcar, rápido. Los dulces no están haciendo efecto —decía yo en voz muy alta, tomándole el pulso a Lucho. Lo tenía muy débil.

—Hay que llamar al enfermero. ¡Se nos está muriendo! —gritó Orlando, que también le había revisado los latidos del corazón.

Alguien sacó una bolsita de plástico con unos diez gramos de azúcar. Era un tesoro. ¡Eso podría salvarle la vida! Le puse un poco de azúcar en la lengua y mezclé el resto con agua, que le hicimos tomar poco a poco, La mitad se le escurría por los labios. Pero Lucho seguía sin reaccionar.

El enfermero, Guillermo, nos gritó al otro lado de la reja:

—¿Qué pasa aquí? ¿Qué es esta guachafita?

—Lucho está en coma diabético. ¡Tiene que venir a ayudarnos!

—¡No puedo entrar!

—¿Cómo que no puede entrar?

—Necesito una autorización.

—¡Pues vaya a pedirla, carajo! ¿No ve que se está muriendo?

Orlando había prácticamente aullado.

El tipo se fue sin ninguna prisa y nos dijo con indiferencia:

—¡Dejen de hacer ruido que van a atraer a los chulos!

Sosteniendo la cabeza de Lucho en mis rodillas, sentía miedo pero, al tiempo, estaba muerta de la rabia. ¿Cómo era posible que este «enfermero» se fuera sin ayudarnos? Iban a dejar morir a Lucho sin mover siquiera un dedo.

Mis compañeros se habían reunido alrededor de Lucho, para ayudar de alguna forma. Algunos le quitaron las botas, los otros le masajearon enérgicamente las plantas de los pies y otros se turnaban para mantener el ritmo de la ventilación.

De los veinte dulces que Lucho tenía en su reserva, ya no quedaba sino uno. Yo le había hecho comer los demás. Sin embargo, él me había dicho que dos o tres serían más que suficientes para hacerlo volver en sí.

Lo sacudí con fuerza:

—Lucho, te lo suplico, ¡despiértate! ¡No te puedes ir, no puedes dejarme aquí, Lucho!

Hubo un silencio terrible entre nosotros. Lucho estaba desgonzado como un cadáver en mis brazos; mis compañeros dejaron de actuar con tanta rapidez y empezaron a mirarlo.

Orlando sacudió la cabeza, consternado:

—¡Son unos cerdos! No hicieron nada para salvarlo.

Jorge se acercó y puso la mano en el pecho de Lucho. Inclinó la cabeza y dijo:

—No se desanime, mi madame querida, que mientras lata el corazón todavía hay esperanza.

Miré el último dulce que nos quedaba. Nada que hacer. Era nuestra última esperanza. Se lo trituré lo mejor que pude y se lo puse en la boca.

Vi que Lucho deglutía.

—Lucho, Lucho, ¿me oyes? Si me oyes, mueve la mano, por favor.

Tenía los ojos cerrados, la boca entreabierta. Ya no sentía su respiración. Sin embargo, al cabo de unos segundos movió un dedo. Gloria gritó:

—¡Te respondió! ¡Se movió! Lucho, Lucho, habla. ¡Dinos algo!

Lucho hizo un esfuerzo sobrehumano por reaccionar. Le di a beber un poco de agua azucarada. Él cerró la boca y se pasó el agua con dificultad.

—Lucho, ¿me oyes?

Con una voz ronca que arrastraba desde las orillas de la muerte, respondió:

—Sí, —iba a darle más agua, pero él me frenó con un movimiento de la mano—: Espera.

Cuando me preparó para la posibilidad de que se presentara un coma diabético, Luchó me había advertido que el mayor peligro era la lesión cerebral que podría venir después.

«No me dejes caer en coma, porque de eso no vuelvo. Si me desmayo, es importante que me despiertes y me mantengas despierto durante las doce horas siguientes. Esas son las horas más importantes de mi recuperación. Tienes que obligarme a hablar haciéndome toda clase de preguntas para que puedas verificar que no he perdido completamente la memoria».

Comencé inmediatamente, según las instrucciones que me había dado:

—¿Cómo te sientes? —movió la cabeza en señal afirmativa—. ¿Cómo te sientes? Respóndeme.

—Bien.

Le costaba trabajo responder.

—¿Cómo se llama tu hija?

—¿Cuál es el nombre de tu hija?

—¿Cómo se llama tu hija, Lucho? Haz un esfuerzo.

—… Carope.

—¿Dónde estamos? —Lucho no respondía—. ¿Dónde estamos?

—… En la casa.

—¿Sabes quién soy?

—Sí.

—¿Cómo me llamo?

—¿Tienes hambre?

—No.

—Abre los ojos, Lucho. ¿Nos ves?

Abrió los ojos y sonrió. Nuestros compañeros se inclinaron para darle la mano, la bienvenida, preguntarle cómo se sentía. Él respondía lentamente, pero su mirada todavía estaba vidriosa, como si no nos reconociera. Acababa de volver de otro mundo y parecía envejecido.

Mis compañeros se turnaron la noche entera para tener conversaciones artificiales que lo mantuvieran en un estado de conciencia activa. Orlando logró que Lucho le explicara todo lo que hacía falta saber sobre la exportación de camarones, hasta la medianoche.

Yo tomé el relevo después hasta el amanecer. Durante esas horas de charla, descubrí que Lucho había recuperado la memoria de los hechos relativamente recientes; sabía que estábamos secuestrados. Pero había perdido por completo el recuerdo de los acontecimientos de su infancia y los del presente inmediato. El día anterior al coma se le había borrado por completo. En cuanto al tamal, que su madre preparaba religiosamente en Navidad, ya no existía. Cuando le hacía la pregunta, sintiendo que algo andaba mal, él me miraba con ojos de niño asustado, con miedo de que lo regañen, y se inventaba respuesta para darme gusto.

Yo sufría lo indecible, pues mi Lucho, el que había conocido, el que me contaba historias para hacerme reír, mi amigo y mi confidente, no estaba ahí y me hacía una falta horrible.

Durante meses, habíamos trabajado en un proyecto político que nos hacía soñar y que pensábamos ejecutar después de ser liberados. Después de la crisis diabética, no tenía la menor idea de ese tema. Lo más atroz era que Lucho olvidaba de inmediato lo que uno acababa de decirle. Peor aún: ¡olvidaba lo que acababa de hacer! Ya se había tomado su desayuno, pero se le olvidaba, se quejaba de no haber comido nada en todo el día, y de repente se sentía desfallecer de hambre.

La Navidad estaba cerca. Todos estábamos a la espera de los mensajes de nuestras familias, pues era la época en que más nos atormentaba la separación. Sin embargo, Lucho seguía estando ausente.

La única cosa que no olvidaba nunca era la existencia de sus hijos. Curiosamente, mencionaba a tres, aunque yo solo conocía de dos. Quería saber si habían venido a verlo. Yo le explicaba que nadie podía venir a vernos, pero que sí podíamos recibir sus mensajes por radio. Se impacientaba por sintonizar el programa donde podría oír los siguientes mensajes, pero se derrumbaba de sueño y lo olvidaba todo a la mañana siguiente.

El programa más largo se transmitía los sábados a la media noche. Yo tenía el corazón encogido: no habían pasado mensajes para él. Incapaz de confesárselo, le mentí:

—¿Qué dijeron?

—Que te quieren y que piensan en ti.

—Bueno, pero dime de qué hablaron.

—Hablaron de ti, que les haces falta…

—Espera, pero, Sergio, ¿habló de sus estudios?

—Dijo que le había ido muy bien.

—Ah, eso está bien, muy bien. Y Carope, ¿dónde está?

—No dijo dónde estaba, pero dijo que sería la última Navidad sin ti, y…

—¿Y qué? ¡Dime exactamente!

—Y que soñaba estar contigo para tu cumpleaños, y que…

—¿Y que qué?

—Y que va a llamarte el día de tu cumpleaños.

¡Era tal la felicidad de Lucho que ni siquiera me dio vergüenza haberle mentido!

«De todas maneras», me decía a mí misma, para quitarme la culpa, «en dos segundos se le habrá olvidado lo que acabo de decirle».

Pero a Lucho no se le olvidó eso. Esa historia que acababa de inventarle lo hizo aferrarse al presente y, más aún, lo sacó de su laberinto. Lucho vivía esperando esa llamada. El día de su cumpleaños ya había vuelto a ser como antes, y nos deleitaba a todos con su buen humor. Keith, que había propiciado el asunto de los cuchillos, parecía buscar excusarse: se acercó a abrazar a Lucho v le explicó en detalle lo que había hecho para sacarlo del coma. Lucho lo miró y le sonrió. Había perdido mucho peso, parecía frágil, pero no había perdido su sentido del humor.

—¡Sí, ahora me acuerdo de haberte visto! ¡Por eso tenía tanto miedo de volver!

Uno de los efectos de estar en esa prisión había sido hacernos perder la dimensión de las cosas. Las peleas entre unos y otros eran válvulas de escape para aliviar tensiones demasiado fuertes; al cabo de más de un mes de vivir hacinados en la cárcel de Sombra, el hecho de reunirse para conversar, como lo hacían Keith y Lucho parecía de cierta forma como una reunión de familia.

A veces pensaba en Clara en estos términos: «Somos como dos hermanas, porque pase lo que pase estamos obligadas a hacer juntas este trayecto de la vida». No nos habíamos escogido la una a la otra; era una fatalidad, y debíamos aprender a soportarnos. Esta realidad era difícil de aceptar. Al principio, me había parecido que la necesitaba. Pero el efecto del cautiverio había debilitado ese sentimiento de apego. Había buscado su apoyo; después sentí que su presencia me agobiaba.

Paradójicamente, ahora me resultaba más fácil tender puentes, pues ya no esperaba nada.

Eso era lo mismo que observaba en el caso de Lucho y Keith y, de manera general, entre todos nosotros. La aceptación del otro nos daba la sensación de ser menos vulnerables y, por lo tanto, de estar menos a la defensiva. Habíamos aprendido a ser menos exigentes.

Fui a buscar los regalos que le tenía guardados a Lucho. Gloria y Jorge hicieron lo mismo: una cajetilla de cigarrillos (gran sacrificio para Gloria, que se había vuelto una fumadora empedernida) y un par de medias «casi nuevas» de las cuales se separaba Jorge. Los tres empezamos a cantar alrededor de Lucho con nuestros regalos bajo el brazo. Uno a uno, los demás fueron llegando, cada uno con algún detalle.

El hecho de ver que los otros se interesaban por él, la sensación de ser importante para el resto del grupo, alimentó las ganas de vivir de Lucho. Recuperó completamente su memoria y, con ella, la impaciencia creciente por oír los mensajes que su familia le había prometido. Ya era incapaz de confesarle mi mentira.

El sábado siguiente se quedó despierto toda la noche, con la oreja pegada al radio. No obstante, una vez más, como el sábado anterior, no hubo mensajes para él. A la madrugada se fue a buscar su taza de café negro y volvió cabizbajo. Se sentó junto a mí y me miró largo rato:

—Yo lo sabía —me dijo.

—¿Qué sabías, Lucho?

—Sabía que no iban a llamar.

—¿Por qué dices eso?

—Porque en general pasa así.

—No entiendo.

—Sí, mira. Cuando deseas algo con mucha intensidad, no pasa. Cuando dejas de pensar en eso, ¡pum! Te llega.

—Aja.

—Sí, y de todas maneras ellos me habían advertido que iban a viajar en esta época. No llamaron, ¿cierto? —no sabía qué responderle. Lucho me sonrió con afecto y terminó—: Tranquila, no estoy bravo. Estuve con ellos en mi corazón, como si fuera un sueño. ¡Fue mi mejor regalo de cumpleaños!

35
UNA NAVIDAD TRISTE

Diciembre de 2003

Algunos meses antes de mi secuestro había visitado la cárcel de mujeres del Buen Pastor, en Bogotá. Quedé sorprendida por estas mujeres que se maquillaban y querían vivir normalmente en su mundo cerrado. Era un microcosmos, un planeta en miniatura. Vi ropa colgada tras los barrotes y prendas secándose en todos los pisos del edificio. Sentí pesar, conmovida por la angustia con que me pedían pequeñas cosas, como si me estuvieran pidiendo la luna: un pintalabios, un bolígrafo, un libro.

Tal vez había prometido y con seguridad lo había olvidado. Yo vivía en otro mundo: pensaba que podía ayudarlas más acelerando las diligencias judiciales. Estaba equivocada por completo. Lo que habría podido realmente cambiarles la vida era el pintalabios, el bolígrafo.

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