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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (39 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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Después del cumpleaños de Lucho, me prometí estar pendiente del de los otros. Me estrellé contra un muro de indiferencia. En el mes de diciembre, otras personas del grupo estábamos en la lista de espera. Cuando sugerí que celebráramos los próximos cumpleaños, mis compañeros se negaron. Algunos porque no les gustaba la persona, otros porque «no se les daba la gana» y los otros levantaban la ceja con desconfianza, pensando: «¿Será que esta quiere mangonearnos?».

Lucho se reía de mi revés:

—¡Te lo dije! —entonces decidí actuar por mi propia cuenta.

Una semana después del cumpleaños de Lucho, oí al despertarme las voces de los radios que se prendían al mismo tiempo para sintonizar el mismo programa. Era la esposa de Orlando, felicitándolo por su cumpleaños. Imposible fingir no haberla oído. Me dio pesar ver a Orlando hacer la fila para su café mientras los demás ignoraban ese acontecimiento que hubiera podido, por sí solo, cambiar nuestra rutina. Lo tenía escrito, como un letrero luminoso en la frente, y esperaba que alguien lo felicitara. La verdad es que yo lo dudé. No era muy cercana a Orlando.

—Orlando, quiero desearte un feliz cumpleaños.

Una luz brilló en sus ojos. Era un hombre fornido. Me abrazó como un oso y por primera vez me miró de manera diferente. Los demás lo felicitaron también.

Los días previos a la Navidad eran diferentes. La «panela» duraba prendida todo el día para permitirnos oír nuestra música tradicional, los clásicos de la temporada. Esas festividades eran para nosotros una verdadera sesión de masoquismo.

Todos nos sabíamos la letra de memoria. Vi cómo Consuelo, que estaba en la mesa jugando cartas con Marc, uno de los tres que llegaron de últimos, se secaba lágrimas furtivas con el borde de la camiseta. En la radio se oían las notas de «La piragua». Luego fue mi turno de ponerme sentimental. Volvía a ver a mis padres bailando junto al gran árbol de Navidad, en casa de mi tía Nancy. Sus pies se deslizaban sobre el piso en una sincronización perfecta. Yo tenía once años y quería hacer lo mismo. Era imposible sustraerse a los recuerdos que nos asaltaban. Además, nadie quería privarse de ellos. Esta tristeza era nuestra única salvación. Nos recordaba que en el pasado habíamos tenido derecho a la felicidad.

Gloria y Jorge habían instalado sus hamacas en un rincón que nadie les disputó jamás, entre dos arbustos sin sombra. Lucho y yo buscamos acercarnos a ellos y colgamos una hamaca para dos en la esquina de las rejas. No era muy cómodo, pero pudimos conversar durante horas.

De pronto se produjo un ruido seco. Gloria y Jorge se habían caído de la hamaca y estaban sentados en el suelo, tal como habían aterrizado, tiesos y adoloridos, con toda la dignidad necesaria, para atenuar el ridículo. Todo el mundo se reía. Finalmente, recogimos las hamacas, para abrir un espacio y bailar un poco, al son de esta música que nos llamaba irresistiblemente a la fiesta. ¿Era la brisa tibia que soplaba, la luna magnífica que brillaba en el cielo, la música tropical? Ya no veía ni los alambres de púas, ni los guerrilleros, solamente a mis amigos, nuestra alegría, nuestras risas. Estaba feliz.

Hubo un ruido de botas, alguien que se acercaba corriendo, un berrido, amenazas, luces de linternas sobre nosotros.

—¿Dónde se creen que están? Apaguen ese hijueputa radio. Todo el mundo a las barracas. Nada de ruido. Nada de luz. ¿Entendieron?

Al día siguiente, al amanecer, el recepcionista vino a advertirnos que Sombra quería hablar por separado con cada uno de nosotros.

Orlando se me acercó:

—Ten cuidado. ¡Hay un complot contra ti!

—¿Ah, sí?

—Sí. Van a decir que tú acaparas la radio y que no dejas dormir.

—Eso no es verdad. Pueden inventar lo que quieran. No me importa.

Le hablé de eso a Lucho y decidimos advertirles a Gloria y a Jorge:

—Déjalos que digan lo que quieran, y concéntrate en pedir lo que necesites. ¡No es todos los días que el viejo Sombra viene a vernos! —dijo Jorge, con una voz siempre llena de sentido común.

El primero en ser llamado fue Tom. Volvió con una gran sonrisa; afirmó que Sombra había sido muy amable y que le había regalado un cuaderno. Los demás fueron pasando uno a uno. Todos volvían muy contentos de su conversación con Sombra.

Lo encontré sentado en una especie de mecedora, en una esquina de lo que él llamaba su oficina. Sobre una tabla que hacía las veces de mesa había un computador y una impresora que debió de ser blanca pero que estaba gris de mugre. Me senté frente a él, en el sitio que señaló con el dedo. Sacó una cajetilla de cigarrillos y me ofreció uno. Yo iba a rechazarlo, pues no fumaba, pero cambié de parecer. Podía guardarlo para mis compañeros. Lo cogí y me lo guardé en el bolsillo de la chaqueta.

—Gracias, después me lo fumo.

Sombra soltó la carcajada y sacó de debajo de la mesa un paquete nuevo de cigarrillos, para regalármelo.

—Tome esto. ¡No sabía que había empezado a fumar!

No le respondí. La Boyaca estaba junto a él, observándome en silencio. Yo tenía la impresión de que me leía la mente.

—Tráigale algo de tomar. ¿Qué quiere: una Coca-Cola?

—Sí, gracias. Una Coca-Cola.

Junto a su oficina, Sombra había mandado construir un cobertizo completamente enrejado y cerrado con un candado. Al parecer, ahí tenía bajo llave sus tesoros. Alcancé a ver alcohol, cigarrillos, golosinas, papel higiénico y jabón. En el suelo, a su lado, había un gran canasto con unos treinta huevos. Retiré la mirada de ellos. La Boyaca llegó con la gaseosa, me la puso al frente y se volvió a ir.

—Ella quería saludarla —dijo Sombra, viéndola alejarse—. Usted le cae bien.

—Gracias por decírmelo. Es muy amable.

—Son los otros los que no la quieren.

—¿Quiénes son «los otros»?

—¡Pues, sus compañeros de prisión!

—¿Y por qué no me quieren?

—Tal vez porque creían que iban a pasarlo bueno…

Dijo esa frase con cara de picardía.

—No, mentiras. Yo creo que les da rabia que no hablen sino de usted por la radio.

Yo tenía muchas cosas guardadas en el corazón. Su comentario desató en mí una franqueza que no había previsto:

—No sé, yo creo que hay muchas explicaciones, pero sobre todo yo pienso que Rogelio los tiene envenenados.

—¿Y qué tiene que ver el pobre Rogelio con todo eso?

—Rogelio fue muy grosero. Entró en la cárcel y me insultó.

—¿Por qué?

—Por defender a Lucho.

—Yo pensé que era Lucho el que la defendía a usted.

—Sí, también. Lucho me defiende todo el tiempo. Y estoy muy preocupada por él. Cuando le dio ese coma diabético, ustedes se portaron como unos monstruos.

—¡Y qué quiere que haga! ¡Estamos en la selva!

—Hay que darle insulina.

Sombra explicó que no había dónde refrigerarla.

—Entonces, denle comida diferente: pescado, atún en lata, salchichas, cebolla, cualquier verdura. ¡Huevos, por ejemplo!

—No puedo hacer preferencias entre los prisioneros.

—Pero las hacen todo el tiempo. Si se muere, los únicos responsables serán ustedes.

—Usted lo quiere, ¿cierto?

—Lo adoro, Sombra. La vida en esta cárcel es infame. Lo único amable del día es poder hablar con Lucho, estar en su compañía. Si le pasa cualquier cosa, nunca se lo voy a perdonar.

Sombra se quedó callado un largo rato. Luego, como quien acaba de tomar una decisión, agregó:

—Bueno, voy a ver qué puedo hacer. Le sonreí y le tendí la mano. —Gracias, Sombra…

Me levanté, dispuesta a irme, pero me detuvo un impulso repentino:

—Ahora que lo pienso, ¿por qué no me dio permiso de hacerle una torta a Lucho? Hace unos días cumplió años.

—Usted no me avisó.

—Sí, yo le mandé un mensaje con Rogelio. Me miró sorprendido. Luego, con una repentina seguridad, dijo:

—Ah, sí. ¡Es que se me olvidó!

Imité su expresión, estirando los labios apretados y entrecerrando los ojos, y le solté mientras me alejaba:

—¡Claro, yo sé que a usted se le olvida todo! Sombra soltó la carcajada y gritó:

—¡Rogelio, lleve a la doctora!

Rogelio salió de detrás del cambuche, me lanzó una mirada asesina y me ordenó apurarme.

Dos días antes de Navidad, Sombra le mandó a Lucho cinco latas de atún, cinco latas de salchichas y una bolsa de cebollas. No fue Rogelio quien las llevó. Lo había reemplazado Arnoldo, un joven sonriente que dejaba muy en claro que iba a mantener la distancia con todo el mundo.

Lucho recogió sus latas y llegó cargado al alojamiento. Puso todo encima de la mesa y fue a abrazarme, rojo de felicidad:

¡No sé qué le dijiste, pero funcionó!

Yo estaba tan contenta como él. Me soltó el brazo como para mirarme mejor y agregó con picardía:

—De todas maneras, yo sé que tú lo hiciste más por ti que por mí, ¡porque ahora me toca compartir contigo!

Nos reímos y los ecos sonaron por toda la barraca. Me puse seria rápidamente, avergonzada de esta manifestación de felicidad delante de los otros. Avergonzada sobre todo con Clara. Era su cumpleaños. Yo había oído los mensajes y no hubo nada para ella. Durante esos dos años, su familia no se había manifestado por la radio. Mamá la saludaba cuando me enviaba mensajes a mí, y a veces le contaba que había visto a su mamá o que había hablado con ella. Una vez le pregunté a Clara por qué no recibía llamadas de su madre, y me explicó que ella vivía en el campo y que no le era fácil.

Miré a Lucho:

—Hoy cumple Clara…

—Sí. ¿Crees que le gustaría que le regaláramos una lata de salchichas?

—Estoy segura. —Dásela tú.

Lucho quería limitar al máximo el contacto con Clara. Algunas de sus actitudes le habían molestado y era inflexible en su decisión de no meterse con ella. Pero, ante todo, Lucho era generoso y tenía buen corazón. A Clara la conmovió el gesto.

El día de Navidad llegó por fin. Hacía mucho calor y el ambiente estaba seco. Nos la pasábamos haciendo siestas, que era una muy buena forma de matar el tiempo… Los mensajes de Navidad nos habían llegado antes, pues el programa de radio era transmitido solo desde el sábado a medianoche hasta la madrugada del domingo.

Ese veinticuatro caía entre semana. El programa era pre-grabado y había sido decepcionante, pues el presidente Uribe había prometido enviar un saludo a los secuestrados y no lo había hecho. Por el contrario, los generales de la Policía y el Ejército se habían dirigido a sus oficiales y suboficiales, rehenes como nosotros en manos de las Farc, para pedirles que no desfallecieran. Nada más deprimente. En cuanto a nuestras familias, habían pasado muchas horas esperando su turno para poder pasar a los micrófonos, en una transmisión organizada por el periodista Herbin Hoyos, quien los había reunido en la Plaza de Bolívar.

Era una noche glacial. No nos costaba trabajo imaginarla, pues alcanzábamos a oír el silbido del viento en los micrófonos y la voz distorsionada de quienes trataban de articular algunas palabras en el frío de Bogotá.

Llamaron los que nunca faltaban, en particular, la familia de Chikao Muramatsu, un industrial japonés secuestrado algunos años antes y que recibía religiosamente los mensajes de su mujer. Ella le hablaba en japonés, con música zen de fondo, lo que resaltaba el dolor de unas palabras que yo no podía entender obviamente, pero que captaba plenamente.

Estaba también la madre de David Mejía Giraldo, el niño que fue secuestrado cuando tenía trece años y que ahora debía tener quince. Su madre, Beatriz, le pedía que rezara, que no creyera lo que la guerrilla le decía, que no se volviera como sus secuestradores. Poco tiempo antes, la familia de la pequeña Daniela Vargas se había unido a los de siempre. La madre lloraba, el padre lloraba, la hermana lloraba. Yo lloraba a la par. Los oí a todos, uno tras otro, toda la noche. Esperé la llamada de la novia de Ramiro Carranza. Ella tenía nombre de flor y todos sus mensajes eran poemas de amor. Jamás faltaba a una cita, y en aquella Navidad estaba con todos nosotros, como de costumbre. Los hijos de Gerardo y Carmenza Ángulo también estaban presentes, negándose a concebir que esta pareja de personas mayores pudiera haber fallecido. Llamaban desde Cali, asimismo, las familias de los diputados del Valle del Cauca. Yo seguía con particular enternecimiento los mensajes de Erika Serna, la esposa de Carlos Barragán. Carlos había sido secuestrado el día de su cumpleaños; ese mismo día, por una curiosa coincidencia, también nació su hijo. El pequeño Andrés había crecido a través de la radio. Nosotros habíamos oído sus primeros balbuceos y sus primeras palabras. Erika estaba profundamente enamorada de su marido y le había transmitido ese amor a su bebé, que había aprendido a hablarle a un padre desconocido, como si lo hubiera dejado de ver ayer. También estaba la pequeña Daniela, la hija de Juan Carlos Narváez. Debía de tener tres años cuando su padre desapareció de su vida. Sin embargo, se aferraba a su recuerdo con una tenacidad desesperada. Me maravillaba esta niña de cuatro años y medio que, en la radio, se relataba a sí misma sus últimos diálogos con su papá, como sí no existiera nadie más que él al otro lado de la línea.

Luego oímos los mensajes para nosotros, los rehenes de Sombra. Ya me había ocurrido que me quedaba dormida durante las horas interminables de este programa. ¿Me habría quedado dormida un minuto o una hora? No lo sabía. Pero cuando eso me ocurría sentía angustia y culpabilidad, de pensar que tal vez me había perdido el mensaje de Mamá. Ella era la única que me llamaba sin falta. Mis hijos me sorprendían a veces. Cuando los oía, me ponía a temblar por el impacto de la emoción.

Años más tarde, la Navidad anterior a mi liberación, pasaron los tres, Melanie, Lorenzo y Sébastien el día de mi cumpleaños, que era también el día de Nochebuena. Me sentía muy afortunada de seguir con vida, pues los secuestrados cuyos mensajes yo escuchaba antes, los rehenes del Valle del Cauca, el industrial japonés, la pequeña Daniela Vargas, Ramiro Carranza, los Ángulo, habían muerto en cautiverio. Mis hijos estaban por entonces en Francia, con su padre. Cantaron para mí y luego cada uno me dijo algunas palabras: primero Mela, luego Sébastien y Lorenzo pasó de último. Ellos ya sabían que yo los estaba oyendo, pero esto sucedió muchos años después.

Para esa Navidad de 2003, ellos no sabían que yo los oía. Recibí los mensajes de Mamá, esperando estoicamente su turno en el frío sepulcral de la Plaza de Bolívar. Oí a mi hermana Astrid y a sus hijos. Oí a mi mejor amiga, María del Rosario, que también fue a la Plaza de Bolívar con su hijito, Marcos, valiente ante el frío a pesar de su corta edad, y mi compañera del Partido Oxígeno, Marelby. No recibí mensaje de mi marido. ¿Acaso me había dormido un instante sin darme cuenta? Verifiqué con Lucho, que estaba despierto. Los demás compañeros no me lo habrían dicho. Esta actitud no estaba dirigida exclusivamente contra mí. Veía que todos reaccionaban así, haciéndose los que no habían oído nada y negándose a repetirle el mensaje al interesado. La selva nos convertía en cucarachas, nos arrastrábamos bajo el peso de nuestras frustraciones.

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