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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (40 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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Había decidido contrarrestar esta reacción, grabándome en la cabeza los mensajes destinados a los demás para repetírselos a la mañana siguiente. Sin embargo, a veces veía que mi acción exasperaba al beneficiario, porque no quería quedar en deuda conmigo. A mí me daba lo mismo. Lo que quería era romper los círculos viciosos de nuestra estupidez.

Fue así como una mañana decidí abordar a Keith, tras oír un mensaje en español dirigido a él. Los estadounidenses recibían muy rara vez noticias de los suyos. Ellos oían, en onda corta, los programas provenientes de Estados Unidos, y en particular The Voice of America, que a veces pasaba grabaciones de mensajes de sus familias. Este mensaje era de naturaleza diferente. Yo me imaginaba que debía de ser muy importante. Una voz femenina anunciaba el nacimiento de dos niños gemelos, Nicolás y Keith, de quienes era el padre. Él también había oído el mensaje pero no estaba seguro de haberlo entendido cabalmente. Su vocabulario en español todavía era reducido. Le repetí lo que recordaba. Parecía muy contento y muy preocupado a la vez. Finalmente, se sentó a caballo en una de las sillas de plástico y suspiró:

—¡Caí en una trampa!

Yo también me sentía enredada en mis obsesiones: mi marido, en efecto, no me había llamado, ni siquiera el día de mi cumpleaños. De hecho, ya no llamaba en absoluto.

Después de que el recepcionista salió con las ollas del desayuno, fui a refugiarme en mi catre: iba a festejar un año más en el vacío.

El día de Nochebuena, a la medianoche, me desperté sobresaltada. Me apuntaba el rayo de luz de una linterna. Quedé enceguecida y no veía nada. Oí risas. Alguien contó hasta tres y los vi a todos, frente a mi cama, de pie y alineados como en un coro. Empezaron a cantar. Era una de mis canciones preferidas, del trío Martino, «Noches de Bocagrande», con todos los efectos de voz, los silencios y los vibratos: «Noches de Bocagrande, bajo la luna plateada, el mar bordando luceros en el filo de la playa… Tu reclinada en mi pecho, al vaivén de nuestra hamaca».

¿Cómo no adorarlos a todos, en shorts y camiseta, despeinados, los ojos hinchados por el sueño, codeándose para llamar al orden al que desentonaba? Era tan ridículo que era absolutamente magnífico. Ellos eran mi nueva familia.

Alguien golpeó las tablas en el dormitorio de los militares:

—¡Cállense no jodan! ¡Dejen dormir!

Un instante después, un guardia apareció por las rejas:

—¿Qué pasa aquí? ¿Están locos o qué?

No. Simplemente estábamos siendo nosotros mismos.

36
LAS DISCUSIONES

Clara había logrado que hubiese unanimidad en su contra. Su comportamiento crispaba más a mis compañeros de lo que me contrariaba a mí, quizá porque ellos hacían de filtro entre nosotras. Una mañana hubo un problema pues el baño había quedado en un estado innombrable. Orlando reunió a todo el mundo en junta, para tomar una decisión sobre el «curso a seguir».

Yo me encogí de hombros. No había ningún «curso a seguir» diferente de ir a limpiar. Yo ya había vivido lo suficiente con ella como para saber que tratar de hacerla entrar en razón tenía el mismo efecto que hablar con la pared. En efecto, cuando fueron a protestarle, Clara los ignoró olímpicamente.

Una noche, se adueñó de la radio comunal que colgaba de una puntilla y se lo llevó para su rincón. A veces sucedía que alguno de nosotros, particularmente interesado en algún programa, se apropiara de la radio un rato. Sin embargo, puso a crepitar la «panela», que no captaba más que chirridos. Al principio, todo el mundo se hizo el desentendido, pues el ruido se perdía en nuestras conversaciones. Cuando nos acostamos y quedó el silencio, la molestia del ruido se hizo insufrible. Hubo señales de incomodidad generalizada, luego síntomas de impaciencia. Una voz pidió que apagaran la radio. Minutos después una nueva petición más apremiante también se quedó sin respuesta. Luego oímos un estruendo y la voz ruda de Keith que gritaba:

—Y la próxima vez que la agarre jugando a eso, le parto la radio en la cabeza.

Colgó nuevamente la radio apagado de la puntilla y empezamos a oír el ruido de los grillos.

El incidente no se volvió a repetir jamás. Me acordé de una profesora de francés que tuve en el colegio que nos decía que a veces la reacción más apropiada era el uso de la fuerza, pues algunas personas buscan un acto de autoridad para poder controlarse a sí mismas. Pensé en eso. En esta cohabitación forzada, todos mis parámetros de comportamiento estaban en crisis. Yo estaba instintivamente contra las acciones de fuerza, pero debía admitir que en esta circunstancia había sido útil.

Lucho había llegado a la conclusión de que el infierno son los otros, y había considerado la posibilidad de pedirle a Sombra que lo aislara del grupo. Me contaba que había sufrido mucho estando solo, y que había pasado dos años hablándole, como un loco, a un perro, a los árboles, a los espíritus. No obstante, decía que eso no era nada comparado con el suplicio de esta coexistencia obligatoria.

Cada uno reaccionaba ante los otros de manera inesperada. Estaba, por ejemplo, el asunto de la ropa. Para lavarla, la dejábamos remojando de un día para otro y por turnos en los baldes de plástico que el Mono Jojoy nos había mandado. Comenzó a correr el rumor de que uno de nuestros compañeros orinaba en ellos, solamente por hacer el daño, envidioso de no poder contar con un balde para él solo.

Otro día, encontramos la silla del baño llena de excrementos. La indignación fue unánime. En los grupos que se formaban, cada cual nombraba su «culpable», cada uno tenía su chivo expiatorio. Era el momento para desahogarse: «Yo creo que es fulano, que se levanta a las tres de la mañana a comerse la comida podrida que guarda en un frasco», o «La colchoneta de zutano está llena de cucarachas», o «Mengano está cada vez más sucio».

En el ambiente tenso en que habíamos comenzado el año, Clara vino a hablarme una mañana. Yo estaba estirada en el suelo, entre dos catres, haciendo mis abdominales. Había instalado una especie de cortina con la cobija que Lucho me había dado. Clara la corrió y se quedó de pie delante de mí. Se levantó la camiseta y me mostró su vientre:

—¿Qué te parece?

Era tan evidente que la sorpresa fue enorme. Pasé saliva para reponerme de la estupefacción, antes de responder:

—Eso era lo que querías, ¿no?

—¡Sí, estoy muy feliz! ¿Cuántas semanas crees que tengo?

—Semanas no. Yo creo que son meses. Debes estar por ahí en el quinto mes.

—Tengo que hablarle de esto a Sombra.

—Exige que te lleven a un hospital. Pide que te dejen ver al médico joven que nos vio en el campamento de Andrés. Debe andar por aquí. Si no, al menos necesitas la ayuda de una partera.

—Eres la primera en saberlo. ¿Puedo abrazarte?

—Claro. Me alegro por ti. Es el peor de los momentos y el peor de los lugares, pero un hijo es siempre una bendición del cielo.

Clara se sentó junto a mí, me cogió las manos y me dijo:

—Va a llamarse Raquel.

—Muy bien. Pero piensa también en nombres de niño, por si acaso.

Ella se quedó pensativa, con los ojos perdidos en el vacío:

—Seré padre y madre a la vez.

—Este niño tiene un padre. Tienes que contarle.

—No. ¡Jamás! —Clara se levantó para irse, dio un paso y se volteó de nuevo—: ¿Ingrid?

—Sí.

—Tengo miedo…

—No tengas miedo. Todo va a salir bien.

—¿Estoy bonita?

—Sí, Clara, estás bonita. Una mujer embarazada siempre es bonita.

Clara se fue a anunciarles la situación a los demás. Su noticia fue acogida fríamente. Uno de ellos vino a verme:

—¿Cómo puedes haberle dicho que ese hijo es una bendición del cielo? ¿No te das cuenta? ¡Imagínate cómo se van a poner las cosas, ahora, encima de todo, con un recién nacido llorando en este infierno!

Cuando mis compañeros le preguntaron quién era el padre, Clara se negó a hablar del tema y dejó flotar una sombra de duda que los incomodó. Su actitud fue considerada como una amenaza para los hombres de la cárcel, quienes sospechaban que ella quería ocultar la identidad del guerrillero para endosarle a alguno de ellos la paternidad del niño. Keith exigía el nombre del padre.

—Sería dramático para nuestras familias que eso se supiera y que se creyera que alguno de nosotros puede ser el padre.

—No te preocupes. Nadie va a creer que tú eres el padre. Yo estoy segura de que Clara va a contar que es hijo de alguno de los guerrilleros. Pero no tiene por qué dar nombres si no quiere. Lo único que debe hacer es confirmar que ninguno de ustedes es el padre —dije.

Mis palabras no sirvieron para calmarlo. Su historia personal lo hacía muy sensible a la situación. Acababa de tener unos gemelos que no había buscado y sentía que, en caso de haber escándalo, todas las miradas caerían sobre él. Fue a hablar con Clara. Quería que le revelara el nombre del padre, como garantía de sus buenas intenciones. Ella le dio la espalda:

—No me importan sus problemas familiares. Tengo los míos propios —le dijo Clara, para cerrar definitivamente el tema.

Algunos días más tarde, Keith estaba confrontando a Clara por algún detalle, cuando explotó:

—¡Usted es una puta! ¡La perra de la selva!

Clara retrocedió, lívida, y se fue al patio. El la perseguía, gritándole insultos. Lucho y Jorge me impidieron intervenir, insistiéndome que les hiciera caso por una vez y que no me metiera. La escena nos dejó petrificados. Clara se tropezó en el barro y alcanzó a agarrarse de una de las sillas de plástico que había en el patio.

Al día siguiente, todo volvió a la normalidad. Clara hablaba con Keith como si nada. Todos debimos aprender esa lección a la fuerza. No tenía sentido cultivar los rencores. Estábamos condenados a vivir juntos.

Después de ese incidente, Sombra tomó medidas. Un guardia vino a darle a Clara la orden de empacar sus cosas. De repente, su vientre parecía más grande y ella ya no se preocupaba por ocultarlo cuando salió de la cárcel.

La vida continuó igual que antes, con un poco más de espacio en la cárcel. Las noticias que oíamos por la radio eran el tema de grandes debates. Sin embargo, había muy poca información sobre nuestras familias. Analizábamos en detalle las medidas que eventualmente podían afectarnos: el aumento del presupuesto militar, la visita del presidente Uribe al Parlamento Europeo, el aumento de la ayuda de Estados Unidos en la lucha contra las drogas, el Plan Patriota. Cada uno interpretaba las noticias según su estado de ánimo y no tanto sobre la base de una revisión razonada de los datos.

Yo siempre estaba optimista. Incluso ante la información más sombría, buscaba una luz de esperanza. Quería creer que quienes luchaban por nosotros encontrarían la manera de sacarnos de ahí. Mi actitud mental irritaba a Lucho:

—Cada día que pasamos en este hueco aumenta de manera exponencial nuestras posibilidades de quedarnos aquí. Mientras más se prolonga nuestro cautiverio, más se complica nuestra situación. Todo es malo para nosotros: si los comités en Europa luchan por nosotros, las Farc se benefician con esa propaganda y no les interesa liberarnos. Pero si los comités no luchan, nos olvidan y nos quedamos otros diez años metidos en la selva.

En nuestras controversias, siempre encontraba aliados inesperados. Nuestros compañeros estadounidenses también buscaban motivos de optimismo. Un día me sorprendieron con una explicación de por qué a Fidel Castro le convenía que se avanzara en nuestra liberación, hipótesis a la cual quería creer. Estábamos divididos en cuanto a la estrategia que se debía adelantar para nuestra liberación. Para Francia, nuestra libertad era la mayor prioridad en el marco de las relaciones diplomáticas con Colombia, en tanto que Estados Unidos quería mantener a toda costa un bajo perfil respecto a los rehenes estadounidenses, para evitar convertirlos en trofeos que las Farc se negarían a liberar. Uribe libraba su guerra frontal contra las Farc, excluyendo de plano cualquier negociación para nuestra libertad, y ponía el énfasis en una operación militar de rescate.

Con frecuencia, la polémica se ponía dura por algunos detalles, cosas nimias.

Nos separábamos antes de que la situación se avinagrara, con la esperanza de que al día siguiente… otro pedazo de información nos permitiera consolidar nuestra argumentación, y volvíamos a retomar con más solidez la controversia abandonada el día antes: «Es terco como una muía», decíamos del otro, para evitar ser acusados del mismo mal.

Cada uno defendía, a su manera, una estrategia de supervivencia: algunos querían prepararse para lo peor y otros, como yo, queríamos esperar lo mejor.

Luego sopló un viento de armonía. Habíamos de pronto aprendido a callarnos, a dejar pasar, a esperar. Volvimos a sentir ganas de hacer cosas juntos. Desempolvamos proyectos que habíamos abandonado cuando la confrontación había llegado al paroxismo. Clara y Consuelo se la pasaban jugando cartas; Lucho y Orlando hablaban de política; yo leía por vigésima vez la novela de John Grisham que Tom me había prestado para las clases de inglés, que había empezado a darme hacía poco.

Una mañana nos pusimos de acuerdo con Orlando para hacer unas tazas de plástico, cortando los tarros de avena Quaker que podíamos conseguir con los guardias. Usaría la técnica de Yiseth, quien me había confeccionado una taza en la Navidad pasada, en el campamento de Andrés. Era fácil, pero debíamos conseguir un machete para cortar el tarro y doblarlo para hacer las orejas de la tasa.

Orlando consiguió lo que necesitábamos: el tarro de plástico y el machete. Solo eso era ya toda una faena. Nos instalamos en la mesa grande, afuera, en el patio. Yo estaba sentada con el tarro en una mano y el machete en la otra, cuando un chillido detrás de nosotros nos asustó.

Era Tom que, acostado en su hamaca, repentinamente había sido presa de un ataque de ira. Seguí trabajando sin darme cuenta que, de hecho, yo era el objeto de su furor. Solo me percaté de eso cuando vi a Lucho en un gran altercado con él. Estaba furibundo porque el guardia me había prestado un machete y él consideraba que eso era una prueba de favoritismo. Imposible hacerlo entrar en razón. De hecho, estaba dichoso con el jaleo que se había armado, tal vez confiando en que el recepcionista de turno entrara al patio a amonestarme.

En efecto, la puerta de la jaula se abrió. Dos guardias llegaron y me agarraron del brazo.

—¡Empaque sus cosas! ¡Se va!

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