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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (42 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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Brian y Arnoldo comandaban la operación. Yo miraba en silencio. Cuando terminaron su trabajo, recogieron las herramientas para irse. Brian se volteó, me miró y dijo en voz alta para que todo el inundo oyera:

—El comandante no quiere que haya más problemas aquí. Usted va a dormir acá. Nadie la va a molestar, a la primera salida de tono, llaman al recepcionista.

Me puse a organizar mis escasas pertenencias, para no tener que enfrentar las miradas recelosas. Luego oí como un silbido:

—¡Muy bien! Qué bueno que viva en ese olor a mierda.

Me reprochaba a mí misma la debilidad. ¿Por qué me seguía doliendo? Debería estar blindada. Sentí que alguien me pasaba el brazo por los hombros. Era Gloria:

—¡Ah, no! ¡No te vas a poner a llorar! No les vas a dar ese gusto. Ven, te ayudo. Sabes, yo también estoy triste de que te hayan obligado a volver. Pero estoy contenta por mí. ¡Me hiciste mucha falta! Además, ¡sin Lucho ya nadie se reía en esta cárcel!

Jorge vino también; con toda cortesía, me besó la mano y me dijo algunas de las palabras en francés que había aprendido para desearme la bienvenida. Luego agregó:

—Ya no tengo dónde poner mi hamaca. Espero que nos invites a tu casa, mi querida madame.

Marc se acercó tímidamente. Habíamos hablado rara vez él y yo, y siempre en inglés. Muchas veces lo había observado, pues se sentaba aparte del grupo y era el único de nosotros que nunca había tenido una confrontación con nadie. También había notado que sus dos compañeros lo respetaban y lo escuchaban. Estos dos vivían en conflicto, pasando de un silencio rencoroso en el que se ignoraban, a las explosiones verbales, cortas e hirientes. Marc hacía de intermediario, para buscar el apaciguamiento. Yo sentía que él conservaba sus distancias, especialmente conmigo. No me costaba imaginar lo que le habría podido decir, y esperaba que con el tiempo se formara otra idea.

Me sorprendió verlo parado ahí, cuando estábamos conversando muy animados Lucho, Jorge, Gloria y yo. Los movimientos de cada uno estaban muy calculados en la cárcel. Nadie quería dar la impresión de pedir nada, o de esperar nada, para que no lo interpretaran como una posición de inferioridad. Sin embargo, él estaba ahí, esperando el espacio para poder participar en nuestra conversación. Todos nos volteamos. Marc esbozó una sonrisa triste y nos dijo en un español precario, en el que todos los verbos estaban en infinitivo, que estaba muy contento de volver a vernos a Lucho y a mí.

Sus palabras me llegaron al alma. Solo logré musitar un agradecimiento protocolario, pues me habían inundado unas emociones muy fuertes que quería ocultar. De cierta forma, su conducta me recordaba con demasiada crueldad la animosidad de los otros, y me dio lástima conmigo misma. Yo estaba muy vulnerable y me sentía ridícula. En el infierno uno no puede demostrar que siente dolor.

—¡No lo puedo creer! ¡Estás hablando español! ¡Me voy solo tres semanas y terminas hablando mejor que yo!

Lucho lo agarró por su cuenta a tomarle del pelo. Todo el mundo se reía, porque Marc le respondía ingeniosamente con las tres palabras de español que chapuceaba. Él traducía literalmente expresiones del inglés que, milagrosamente, al pasar al español se volvían muy chistosas y nos hacían reír a todos. Luego se despidió cortésmente, se alejó del grupo y se fue a la barraca.

Al día siguiente se produjo un hecho inesperado. Los prisioneros del campo de los militares nos mandaron un cerro de libros. Entonces me enteré de que cuando habían sido secuestrados en la zona de distensión, durante los diálogos con el gobierno de Pastrana, las familias habían logrado hacerles llegar a los rehenes una biblioteca entera. Cuando el proceso de paz fracasó, en el momento de huir del Ejército, cada uno metió un par de libros en el morral y luego se los intercambiaban.

Las marchas eran difíciles y algunos rehenes, agotados por el peso, decidieron eliminarla carga más pesada y la menos necesaria. Los libros fueron los primeros en ser sacrificados. Los que iríamos a leer ahora eran los libros que habían sobrevivido. Unos verdaderos tesoros. Había de todo: novelas, clásicos, libros de psicología, testimonios del-Holocausto, ensayos filosóficos, libros espirituales, manuales de esoterismo, historias para niños. Nos daban dos semanas para leerlos y después había que devolvérselos.

Nuestra vida cambió. Cada uno se acomodó en su rincón a devorar la mayor cantidad de libros posible. Comencé con Crimen y castigo, que no tuvo mucho éxito entre mis compañeros, mientras que Lucho leía La madre, de Máximo Gorki.

Más tarde descubrí que alguien estaba leyendo El rey de hierro, de Maurice Druon, y nos pusimos con Gloria en la lista de espera para poder leerlo antes de la fecha límite.

Para que la rotación de los libros se hiciera más ágil, propusimos hacer un estante detrás de la puerta de la barraca, de tal manera que cada uno fuera poniendo ahí el libro cuando no lo estuviera usando. Eso nos permitía hojear los libros antes de tomar la decisión de leerlos o no. Había libros que no se podían leer porque todo el mundo los esperaba. Me acuerdo, en particular, de La novia oscura, de Laura Restrepo, y de El alcaraván, de Castro Caycedo. Pero el que habría querido leer y que no llegué a tocar siquiera fue La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa.

Una mañana, Arnoldo vino y arrancó con todos. Todavía faltaban algunos días para la fecha límite. A uno de los de nuestro grupo se le metió en la cabeza la idea de devolver los libros a la otra cárcel, sin consultar a los demás. Me sentí particularmente frustrada y traicionada. Me dio mucha rabia.

Se lo comenté a Orlando, que había adoptado la costumbre de venir a charlar con Lucho y conmigo, por la noche, cuando todo quedaba apagado. Orlando era muy hábil para sacarles información a los guardias. De hecho, él era quien mejor estaba informado, quien veía cosas que ninguno de nosotros veía.

Yo le había tomado afecto, pues comprendía que detrás de ese aspecto tosco había lugar para un buen corazón, que él dejaba ver solo en ciertos momentos, como si le diera vergüenza. Pero era sobre todo su sentido del humor lo que hacía particularmente agradable su compañía.

Cuando se sentaba junto a la mesita redonda y Lucho y yo estábamos oyendo la radio, sabíamos que habría un duelo de agudeza en las réplicas y esperábamos encantados que él lanzara los primeros dardos.

Nunca era tierno en sus comentarios, ni sobre nosotros, ni sobre nuestros compañeros, pero hacía una exposición tan lúcida de nuestra situación, de nuestras actitudes y de nuestros defectos, que no teníamos más remedio que reírnos y darle la razón.

A algunos compañeros les preocupaba nuestra amistad con Orlando. Desconfiaban de él y le atribuían todos los vicios. En especial quienes habían sido más cercanos a él en un comienzo nos advertían que tuviéramos cuidado.

Yo no quería prestar atención a ese tipo de comentarios. Cada uno tenía sus propias motivaciones. Yo quería dejar las puertas abiertas con todos y llegar a mis propias conclusiones.

El regreso a la cárcel me obligaba a evaluarme a mí misma. Me ponía frente al espejo de los demás y veía los defectos de la humanidad: el odio, la envidia, la avaricia, el egoísmo. Pero los observaba en mí misma. Me golpeó darme cuenta de eso y no me gustaba ver en lo que me había convertido.

Cuando oía los comentarios y las críticas contra los demás, me quedaba callada. Yo también había corrido hacia las ollas con la esperanza de encontrar un mejor pedazo, yo también había esperado a propósito que los demás se sirvieran para que me tocara la cancharina más grande, yo también había envidiado un par de medias más bonitas o una olla más grande, y también había acumulado comida para saciar lo que más se aparentaba a la avaricia.

Un día, las provisiones de Gloria en latas estallaron. Estaban muy viejas y la temperatura había subido mucho. Todo el mundo se burló. La mayoría estaba contenta de que Gloria hubiera perdido lo que ellos ya habían consumido y que ella había guardado pacientemente. Todos éramos iguales, enmarañados en nuestras pequeñas mezquindades.

Tomé la decisión de controlarme, para no seguir así. El ejercicio fue arduo. A veces la reflexión me llevaba hacia un lado y el estómago hacia otro. Tenía hambre. Iba en sentido contrario a mis resoluciones. Por lo menos, me decía para mis adentros, que había logrado tomar conciencia.

Observaba consternada, asimismo, nuestro comportamiento en relación con nuestras familias, sobre todo las críticas acerbas y los comentarios malvados que algunos compañeros hacían sobre los miembros de sus propias familias. Había en nuestra psicología de prisioneros una tendencia masoquista a creer que aquellos que luchaban por nuestra libertad lo hacían por razones oportunistas: no podíamos creer que todavía fuéramos dignos de ser amados.

Me negaba a creer que nuestros compañeros de vida hubieran convertido nuestro drama en un medio de subsistencia. Los hombres sufrían pensando que sus esposas se gastaban su salario. Por nuestra parte, las mujeres vivíamos en la angustia de no encontrar un hogar a nuestro regreso. El silencio prolongado de mi marido daba pie a comentarios dolorosos: «El sólo aparece cuando hay periodistas alrededor», decían.

La actitud de Orlando también cambió. Se había suavizado y se ofrecía para lo que se necesitara. Tenía mucho talento para encontrar una solución rápida a los pequeños problemas.

Cuando le hablé a Orlando sobré la frustración que sentí cuando nos quitaron los libros, me tranquilizó:

—Tengo amigos en el otro campamento. Voy a pedirles que nos manden otros libros. Creo que tienen toda la serie de Harry Potter.

Los libros llegaron cuando yo estaba en el baño. Ya los habían repartido todos y los de Harry Potter fueron los primeros en ser distribuidos. A Marc le había correspondido La cámara secreta. No pude aguantarme la tentación de ir a ver la cubierta del libro. Marc sonreía viendo mi entusiasmo. Me dio vergüenza y traté de no retener mucho tiempo el libro entre mis manos.

—No te preocupes. Yo también estoy impaciente por leerlo.

—Estoy muy emocionada, porque esos fueron los primeros libros que leyó mi hijo Lorenzo. Creo que eso me hace sentir cerca de él —dije, para explicar mi conducta—. Además, es cierto que me devoré el primero de la serie —confesé.

—¡Ah, pues este va a ser mi primer libro en español! Hay palabras difíciles, pero es apasionante. Mira, si quieres lo podemos leer al mismo tiempo: yo leo por la mañana, te lo paso al mediodía y me lo devuelves por la tarde.

—¿En serio? ¿Harías eso?

—Claro. Pero con una condición. A las seis en punto de la tarde lo pones en mi estante. No quiero tener que ir a recordártelo todos los días.

—¡Listo!

39
EL ALLANAMIENTO DE LOS RADIOS

Abril de 2004

El arreglo al que habíamos llegado me encantaba. Yo programaba mis días de manera que pudiera dedicarle toda la tarde a la lectura y tenía el cuidado de poner el libro en él estante a las seis en punto de la tarde. Había aprendido que esos pequeños detalles eran los parámetros con los que nos juzgábamos los unos a los otros. Más aún, sobre ellos se fundaban las amistades o se encendían los conflictos. La promiscuidad a la que estábamos sometidos nos exponía a la mirada incesante de los demás. Estábamos bajo la vigilancia de los guardias, por supuesto, pero sobre todo bajo el escrutinio implacable de nuestros compañeros de cautiverio.

Si me hubiera tardado un minuto, con seguridad Marc me habría buscado con los ojos en el patio para averiguar la razón de mi demora. Si el motivo era trivial, lo habría tomado a mal y se habría producido una tensión entre nosotros. Todos funcionábamos igual. A las doce del día en punto, yo levantaba la cabeza. Había dedicado la mañana a hacer mi gimnasia y a bañarme, y esperaba con paciencia que Marc saliera de la barraca con el libro. Era mi momento de gratificación, la ocasión en que me sumergía en el universo de Hogwarts durante algunas horas, para evadirme de estas rejas rodeadas de alambres de púas, de estas garitas y este barro, y recuperar la despreocupación de mi infancia. Sin embargo, esa evasión producía recelo. Yo sentía que algunos hubieran querido arrancarme el libro de las manos. No me iban a pasar por alto ninguna falta.

Una tarde, los guardias trajeron el televisor que Shirley había instalado en el gallinero. Todos estábamos entusiasmados pensando que nos iban a pasar una película. Lo que nos presentaron no era ninguna diversión: eran las pruebas de supervivencia de nuestros tres compañeros estadounidenses, grabadas meses antes de su llegada a nuestra cárcel. El auditorio se conmovió al oír sus mensajes y los que les habían mandado sus familiares en respuesta, y que habían salido en un programa de televisión en Estados Unidos algunos meses atrás. En un comienzo, nuestros compañeros se pegaron a la pantalla, como si eso les permitiera tocar a sus seres queridos. Fueron retrocediendo poco a poco: esa cercanía los quemaba. Los demás estábamos detrás, de pie, viendo en la pantalla a estas familias que, como las nuestras, estaban desgarradas de dolor y de angustia. Observaba en especial a mis tres compañeros, sus reacciones, con su piel en carne viva, sin pudor, como expuestos en una plaza pública.

Había algo de voyerista en contemplar la desnudez de su drama, pero no me podía apartar de este espectáculo, de este haraquiri colectivo que me remitía a lo que yo misma estaba viviendo.

Ahora les había puesto una cara a los nombres de estos desconocidos, que se me habían vuelto familiares de tanto oír hablar de ellos. Seguí sus expresiones en el televisor, las miradas que rehuían la cámara, el temblor de los labios, las palabras siempre reveladoras. Me dejó aterrada el poder de la imagen y la idea de que todos somos muy previsibles. Los vi tan solo unos segundos y tuve la sensación de comprender muchas cosas. Todos habían quedado en evidencia, incapaces de maquillar ante la cámara sus sentimientos, ni los mejores ni los peores. Me sentí un poco incómoda, pues lo cierto es que no teníamos ningún derecho a la intimidad.

Observaba a mis tres compañeros. Sus comportamientos eran muy diferentes, sus reacciones tan opuestas. Uno de ellos comentaba en voz alta cada imagen y se volteaba para estar seguro de que todos seguíamos sus explicaciones. Hizo un comentario que no pasó desapercibido. Dijo, refiriéndose a su prometida: «Yo sé que no es bonita, pero es inteligente» Todas las miradas cayeron sobre él. Se puso rojo, y me pareció adivinar que no era porque lamentara haber dicho eso. En efecto, agrego: «—Le regalé un anillo que me costó diez mil dólares».

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