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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (19 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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Me dieron ganas de llorar. Una prueba de supervivencia era todo menos una buena noticia. Era la confirmación de que nuestro cautiverio iba para largo. Yo creía en la posibilidad de que se estuvieran adelantando negociaciones secretas con Francia. Sabía que para la guerrilla había sido un duro golpe el haber sido incluida en la lista de organizaciones terroristas de la Unión Europea y me imaginaba que buscaría la excluyeran de la lista, a cambio de nuestra libertad. Esta esperanza se acababa de quebrar en mil pedazos.

Las elecciones presidenciales eran inminentes: en un plazo de dos meses, Colombia tendría un nuevo gobierno y Álvaro Uribe, el candidato de extrema derecha, tenía las mayores probabilidades de ganar. Si las Farc insistían en grabar pruebas de supervivencia a pocos días de la primera vuelta, era porque no se habían hecho contactos para nuestra liberación y los guerrilleros se estaban preparando para hacer presión sobre el ganador de las elecciones. Si era Álvaro Uribe, las Farc lo odiaban y él las odiaba igual. Me agarré de la idea de que era más fácil para los extremos negociar entre sí. Pensaba en Nixon, que había restablecido las relaciones diplomáticas con la China Popular de Mao, o en De Gaulle, que había llevado a cabo una política de reconciliación con Alemania. Yo creía que Uribe podría tener éxito ahí donde su predecesor había fracasado. Siendo el más feroz opositor de las Farc, estaba libre de las sospechas de debilidad o de transacciones clandestinas que habían minado las últimas iniciativas.

Le pregunté a César cuánto tiempo tenía para preparar mi mensaje. Él quería grabarme por la tarde.

—Maquíllese un poco —agregó.

—No tengo maquillaje.

—Las muchachas le pueden conseguir.

Acababa de comprender por qué nos habían traído frutas y queso en grandes cantidades. Habían instalado la zona de filmación en un espacio donde la luminosidad era superior, en el mismo lugar donde solían secar la ropa. La sesión duró veinte minutos. Yo había tomado la firme decisión de no dejarme llevar por las emociones. Quería tranquilizar a los míos presentándoles un rostro sereno; quería que vieran firmeza en la voz y en los gestos, para que comprendieran que yo no había perdido ni la fuerza ni la esperanza. Al evocar la muerte de Papá, tuve que clavarme hasta la sangre el lápiz que tenía en la mano, para contener el torrente de lágrimas que se empecinaba en salir.

Insistí en hablar a nombre de los demás secuestrados que, como yo, esperaban poder volver a sus casas. Los árboles que quedaban cerca de nuestra caleta tenían unas marcas extrañas en la corteza. En ese mismo lugar, unos años antes, la guerrilla tuvo ahí una cárcel, con otros secuestrados amarrados a los árboles. Esas eran las huellas del dolor que quedaron en los árboles. Yo no conocía a ninguno de ellos, pero había oído decir que algunos completaban su mes número 57 en cautiverio. Eso me horrorizó. No podía imaginar lo que aquello representaba e ignoraba que mi propio suplicio sería bastante superior. Me decía que al no hablar sobre nuestra situación, al condenarnos al olvido, las autoridades colombianas habían lanzado al mar la llave de nuestra libertad.

Durante los años que vendrían después, la estrategia del gobierno colombiano sería dejar que pasara el tiempo, esperando que, de este modo, la devaluación de nuestras vidas obligara a la guerrilla a liberarnos sin ninguna contrapartida. Apenas empezábamos a pagar la peor condena que pueda infligírsele a un ser humano: no saber cuándo tendrá fin su pena.

La carga psicológica de esta revelación fue dramática. Ya no podía ver el futuro como un espacio de creación, de conquistas, de objetivos por cumplir. El futuro estaba muerto.

El Mocho César, por su parte, estaba visiblemente satisfecho de su jornada. Una vez grabada la prueba de supervivencia, se fue a hablar conmigo, a caballo sobre el tronco de un árbol.

—Nosotros vamos a ganar esta guerra. Los chulos no pueden con nosotros. Son muy brutos. Hace dos días los matamos por docenas. Se ponen a perseguirnos como patos en formación. Nosotros estamos escondidos, esperándolos.

—Además, están muy corrompidos. Son unos burgueses. Lo único que les interesa es la plata. ¡Nosotros los compramos y luego los matamos!

Yo sabía que para algunos individuos la guerra era una fuente inagotable de enriquecimiento. Había denunciado en el Senado colombiano la celebración de contratos de adquisición de armamentos, cuyos precios inflaban al triple del precio verdadero para poder repartir sobornos. Pero el comentario de César me hería profundamente. «En la civil», yo sentía que la guerra no me concernía. Por principio, yo estaba contra ella. Ahora, en los meses que había pasado en las manos de las Farc, comprendía que la situación del país era mucho más compleja. Ya no podía seguir siendo neutra. César podía criticar a las Fuerzas Armadas. Sin embargo, eran las Fuerzas Armadas las que los combatían y luchaban por contener su expansión. Ellas eran las únicas que estaban peleando para liberarnos.

—La plata le interesa a todo el mundo. Especialmente a las Farc. Mire cómo viven sus comandantes. ¡Además, ustedes matan, pero a ustedes los matan también! ¿Quién le garantiza que a final de año va a seguir vivo?

Me miró sorprendido, incapaz de imaginar su propia muerte.

—¡Eso a usted no le conviene!

—Yo sé. Por eso le deseo que viva harto tiempo.

Con sus dos manos me apretó la mía y se despidió diciendo:

—Prométame que se va a cuidar.

—Sí, se lo prometo.

El Mocho César murió dos meses más tarde en una emboscada que le tendió el ejército.

11
LA CASITA DE MADERA

En una noche de luna llena dieron la orden de desplazarnos Llegamos a una carretera donde nos esperaba una gran camioneta nueva. ¿Cómo era posible que en medio de la nada hubiese una carretera y este vehículo? ¿Acaso estábamos cerca de la civilización? El chofer era un tipo simpático, que rondaba los cuarenta, vestido con bluyines y camiseta. Yo lo había visto antes una o dos veces. Se llamaba Lorenzo, como mi hijo. Andrés y su compañera, Jessica, se subieron atrás. El resto de la cuadrilla nos seguía a pie. Tenía la sensación de que nos dirigíamos hacia el norte, como si estuviéramos desandando el camino. La idea de volver sobre nuestros pasos me daba alas. ¿Habría posibilidades de un acuerdo? ¿Estábamos cerca de la libertad? Me volvía conversadora y Lorenzo, de naturaleza extrovertida, le daba vía libre a su espontaneidad:

—¡Usted nos ha metido en un montón de problemas!, —me miraba por el rabillo del ojo, mientras manejaba, para ver cómo reaccionaba yo.

—Nos metieron en la lista de terroristas, y nosotros no somos terroristas.

—Si no son terroristas, no se comporten como terroristas. Ustedes secuestran, matan, hacen estallar cilindros de gas en las casas de la gente, siembran el terror. ¿Cómo pretenden que los llamen?

—Eso son necesidades de la guerra.

—Tal vez, pero la manera como ustedes hacen la guerra es puro terrorismo. Enfrenten al ejército, pero no la emprendan contra los civiles si no quieren que los llamen terroristas.

—Eso es por culpa suya. Francia fue la que hizo eso.

—Ah, bueno, pues si es por culpa mía, libérenme.

Habíamos llegado a una inmensa pradera a la orilla de un río. Una casa coqueta de madera construida con esmero se destacaba en el paisaje. Estaba rodeada por una baranda, hecha con balaustres de madera, pintados de lindos colores vivos que le daban un aspecto colonial. No me había equivocado. Yo reconocía esta casa. Habíamos pasado frente a ella algunos meses atrás, bajo un aguacero tropical que se había desgajado justo después de ver, escondidos en la otra orilla, la famosa «marrana», el avión militar de reconocimiento.

Por primera vez en muchos meses podía volver a ver el horizonte. La sensación de amplitud me oprimió el corazón. Me llené los pulmones con todo el aire que podían contener, como si, al hacerlo, me estuviera apropiando del espacio infinito que se desplegaba ante mí, hasta donde me alcanzaba la vista. Era un paréntesis de felicidad, un tipo de felicidad que solo había vivido en la selva, una felicidad triste, frágil y fugaz. Una brisa de verano sacudía las palmas gigantes que todavía no habían sucumbido a la tala y seguían orgullosas de pie junto al río, testigos fieles de esta guerra contra la selva que el hombre comenzaba a ganar. Nos hicieron caminar hasta el embarcadero, que consistía en un Sangre Toro, imponente y nudoso que servía para amarrar las canoas. Me habría gustado quedarme ahí, en esta casa tan bonita, a orillas de este río sereno. Cerraba los ojos e imaginaba la alegría que les produciría a mis hijos descubrir este lugar. Imaginaba la expresión de mi padre, extasiado ante la belleza de este árbol desplegando sus ramas a dos metros del suelo, como un hongo enorme. Mamá seguramente habría empezado a cantar uno de sus boleros románticos. Se necesitaba tan poco para ser feliz.

El rugido del motor fuera de borda me sacó de mi ensoñación. Clara me tomó la mano y la apretó con angustia.

—No te preocupes. Todo va a salir bien.

Al subir a la canoa me fijé hacía dónde fluía el río. Si íbamos río abajo, quería decir que nos adentraríamos aún más en la Amazonia. El piloto alineó la embarcación para navegar río abajo y arrancó lentamente. Sentí náuseas en ese mismo instante. El río se hacía más estrecho. En ciertos momentos, las ramas de los árboles de ambas orillas se entrelazaban por encima de nuestras cabezas y navegábamos en un túnel de verdor. Nadie hablaba. Yo me esforzaba por no sucumbir a la somnolencia general, pues quería observar y memorizar. Al cabo de varias horas, me sobresaltó oír una música tropical que salía de la nada. En un recodo del río, tres chozas de madera alineadas en la orilla parecían esperarnos solamente a nosotros. En una de ellas, un bombillo encendido colgando de un cable se balanceaba lentamente, difundiendo una miríada de destellos en la superficie. El piloto apagó el motor y nos dejamos llevar silenciosamente por la corriente del río para no llamar la atención. Fijé la mirada en las chozas con la esperanza de ver un ser humano, alguien que nos viera y diera una voz de alerta. Permanecí en la misma posición, tensando al máximo al cuello, hasta que perdí de vasta las chozas. Luego, más nada.

Tres, cuatro, seis horas. Siempre los mismos árboles, los mismos giros, el mismo ruido continuo del motor y la misma desesperanza.

—¡Llegamos!

Miré a mi alrededor. La selva parecía mordida preciso en el lugar donde nos detuvimos. En medio del espacio vacío, una casita de madera nos esperaba; se veía miserable. Unas voces salieron a saludarnos. Reconocí fácilmente una parte del grupo que nos había cogido ventaja.

Yo estaba cansada y nerviosa. Todavía me atrevía a esperar que nos permitieran pasar el resto de la noche dentro de la casita. Andrés bajó presuroso. Dio la orden de que le llevaran sus cosas al interior de la barraca y designó los guardias que debían conducirnos al «sitio».

Avanzábamos en fila india, siguiendo la luz de la linterna del guerrillero que iba a la cabeza. Atravesamos el jardín de la casa y luego un espacio que debía de ser un huerto. Dejamos atrás un establo que miré con ganas y nos adentramos súbitamente en un maizal gigantesco. Las espigas de más de dos metros ya tenían mazorcas maduras. Me parecía oír la voz de Mamá, que me prohibía meterme en los maizales cuando era niña: «Están llenos de serpientes y de arañas pollas». Con una mano apretaba mi bolso contra el pecho y con la otra espantaba todos los bichos que me caían encima y cuyas patas y alas se enredaban en mi pelo. Saltamontes gigantes y mariposas búho volaban asustadas con nuestro avance. Yo manoteaba y daba patadas, serpenteando a codazos por entre la vegetación, pues el maizal era muy tupido. Como podía me protegía la cara de las hojas verdes que cortaban como una cuchilla.

De repente, nos detuvimos en medio del maizal. Los guerrilleros habían abierto un espacio cuadrado con sus machetes y clavado cuatro palos para sostener nuestro colchón y el mosquitero dispuesto en baldaquino. Una colonia de insectos, atraídos por la extraña construcción, la había invadido por todas partes. Unos grillos rojos y brillantes, más grandes que una mano de hombre, parecían dispuestos a imponer su ley. El guardia los espantaba al vuelo con la culata del machete y ellos salían a volar dando chillidos agudos.

—¡Ustedes duermen aquí! —dijo el guardia, saboreando sin pudor nuestra angustia.

Me deslicé bajo el toldillo tratando de bloquear el ingreso de la fauna delirante, miré el cielo abierto sobre mi cabeza, plagado de nubes negras, y me sumí en un sueño pastoso.

Habían comenzado a construir el campamento en el monte, más allá del maizal y detrás de una plantación de matas de coca que rodeaba la casa. Al atravesarla, nos llenamos los bolsillos de la chaqueta con limones verdes caídos al pie de un enorme limonero que se destacaba entre los cocales.

Habían llevado una motosierra y yo los oía desde la mañana hasta la tarde, encarnizados tumbando árboles. Ferney nos ayudó a instalarnos y se puso a construirnos con dedicación una pasera para que pusiéramos allí nuestras cosas. Por la tarde peló los palos que harían las veces de estacas y quedó muy orgulloso de «hacer un trabajo bien hecho».

Una vez terminada su labor, Ferney se fue y dejó olvidado el machete, oculto entre el arrume de cortezas de las ramas peladas. Clara y yo lo vimos al mismo tiempo. Mi compañera pidió permiso para ir a los chontos. A la vuelta, se las arregló para cruzar un par de palabras con el guardia. Con eso bastaba para recoger el machete, envolverlo en una toalla y esconderlo en el morral.

Tener el machete en nuestro poder nos producía una gran euforia. De nuevo era posible aventurarse en la selva. Pero los guerrilleros podían imponernos una requisa en cualquier momento.

A la mañana siguiente fuimos sometidas a una dura prueba. Ferney llegó acompañado de cuatro muchachos que rastrillaron la zona sin decir media palabra. Nosotras estábamos sentadas bajo el mosquitero, con las piernas recogidas. Clara leía en voz alta un capítulo de Harry Potter y la piedra filosofal, el libro que había metido en su bolso antes de salir de Bogotá. Habíamos convenido turnarnos en la lectura. Durante la hora que se pasaron buscando, nuestra lectura solo fue mecánica. Leíamos sin entender nada. Las dos estábamos concentradas mirando por el rabillo del ojo lo que hacían los compañeros de Ferney, y tratábamos de parecer indiferentes a sus movimientos.

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