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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (21 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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Teníamos que hablar. «Tú sabes que pueden cambiarnos de campamento de un día para otro», le dije una noche, antes de que se durmiera. «Aquí ya les conocemos la rutina, sabemos cómo funcionan. Además, con esta casa han bajado la guardia. Es un buen momento. Por supuesto que va a ser difícil, pero todavía es posible. Podemos encontrar gente a dos o tres días de nado. Todavía no estamos en el confín del mundo». Por primera vez en semanas, volví a encontrar a la persona que había conocido. Sus reflexiones eran centradas y sus preguntas constructivas. Sentí verdadero alivio de poder compartir mis inquietudes con ella. Fijamos la fecha de nuestra partida para la semana siguiente.

El día convenido, lavamos nuestras toallas y las tendimos en las cuerdas para bloquear la vista del guardia. Yo había verificado que desde el lugar de donde nos vigilaban no pudieran vernos los pies, por debajo de los pilotes que sostenían la casa, en el momento en que saltáramos al suelo. Llevamos a cabo nuestra rutina con exactitud, como todos los días. Tal vez comimos más que de costumbre, lo que hizo que nuestra recepcionista levantara las cejas. Era una hermosa tarde soleada. Esperamos hasta el último momento.

A la hora fijada, Clara empezó a salir por la ventana, como habíamos acordado. Sin embargo, se quedó atascada, con medio cuerpo por fuera y medio por dentro. Yo la empujaba con todas mis fuerzas. Por fin logró pasar y cayó al suelo tambaleándose, pero se recuperó rápidamente. Le lancé el morral por la ventana y en el momento en que iba corriendo hacia los arbustos oí una voz que me llamaba. Era Ferney, que venía de los chontos. ¿La habría visto?

—¿Qué hace ahí?

—Estoy tratando de ver las primeras estrellas —le respondí, como Julieta en su balcón. Miraba al cielo esperando que se fuera. La penumbra avanzaba rápidamente. El guardia tendría que cerrar la puerta con el candado. Había que cortar en seco la conversación. Me atreví a echar un vistazo hacia el lugar donde estaba Clara. Estaba invisible. Ferney continuó:

—Yo sé que usted está triste por lo de su papá. Yo quería decírselo antes, pero no encontré el momento.

Me sentía haciendo un papel en una pésima obra de teatro. Si alguien hubiera visto la escena, la habría encontrado cómica. Yo estaba apoyada en la ventana, mirando las estrellas, tratando de engañar a un guerrillero para lograr escaparme y el guerrillero a mis pies o, en todo caso, bajo mi ventana, hablándome muy amable con la actitud de alguien que se prepara para dar una serenata. Le imploraba a la Providencia que me socorriera.

Ferney interpretó mi silencio y mi ansiedad como señales de emoción.

—Perdone, no debería hacerla pensar en cosas tristes. Pero tranquila, que un día va a salir de aquí y va a ser más feliz que antes. ¿Sabe una cosa? nunca digo esto, porque nosotros somos comunistas, pero yo rezo por usted.

Me dio las buenas noches y se fue. Di media vuelta en un segundo y el guardia ya estaba ahí, inspeccionando la habitación. No había tenido tiempo de hacer un bulto convincente.

—¿Dónde está la otra prisionera?

—No sé. En los chontos, tal vez.

Nuestra tentativa de fuga fue un fracaso lamentable. Rezaba para que Clara entendiera y regresara lo más pronto posible. ¿Qué iba a hacer si la encontraban con el morral? ¡Dentro del morral estaban el machete, las cuerdas, la linterna de bolsillo, la comida! Yo sudaba frío.

Decidí irme a los chontos sin pedir la autorización del guardia, con la esperanza de llamar su atención sobre mí y permitirle a Clara entrar en la habitación. El guardia me persiguió gritando y me enterró la culata del fusil para obligarme a devolverme. Clara ya estaba al interior del cuarto. El guardia la interpeló groseramente y nos encerró.

—¿Tienes el morral?

—No. Me tocó dejarlo escondido contra un árbol.

—¿Dónde?

—Cerca de los chontos.

—¡Dios mío! Tenemos que pensar… ¿Cómo hacemos para recuperarlo antes de que lo descubran?

No dormí en toda la noche. Al despuntar el alba, oí voces y gritos del lado de los chontos y pasos rápidos alrededor de la casa. Tuve la sensación de desinflarme de la angustia que me había ahogado toda la noche. Sentí en ese instante una paz y una serenidad absolutas. Nos iban a sancionar. Por supuesto. Qué importaba. Iban a ser viles, humillantes y tal vez incluso violentos. Eso ya no me impresionaba. Yo simplemente pensaba que nuestra huida se retrasaría más, pues en lo más profundo de mí sabía que nunca me daría por vencida.

La puerta se abrió antes de las seis de la mañana. Andrés estaba ahí, rodeado de buena parte de la tropa. Con tono imperioso, ordenó: «Requisen de arriba abajo». Las muchachas habían tomado posesión del lugar y lo rastrillaron. También habían encontrado nuestro morral y lo habían desocupado. Yo estaba blindada. Cuando terminaron de registrar y de quitarnos todo, la cuadrilla se dispersó. Solo se quedó Andrés.

—Empiece —le dijo a alguien que estaba detrás de mí y que yo no había visto. Me volteé.

Era Ferney, con un martillo y una caja enorme de puntillas oxidadas. Entró en la habitación y comenzó a clavar frenéticamente puntillas en todas las tablas, cada diez centímetros. Dos horas después todavía no había terminado de sellar la habitación. Desde un comienzo, se había encerrado en un mutismo absoluto y se había dispuesto a cumplir su tarea con una aplicación enfermiza, como si hubiera querido clavarme a mí a las tablas. Luego se subió al techo y siguió con su oficio, a caballo sobre una viga, martillando con rabia incluso donde era visiblemente inútil hacerlo, hasta que se le acabó su reserva de puntillas.

Me pasé todo el día mirándolo. Sabía perfectamente lo que podía estar sintiendo Ferney. Había recuperado su machete y se sentía burlado. Se debía de acordar de la conversación que tuvimos en la ventana. Al principio, me sentía avergonzada, culpable por haberlo hecho caer en la trampa. Sin embargo, a medida que pasaban las horas me parecía cada vez más grotesco, con ese martillo y esas puntillas, con su obsesión y con ese frenesí con que transformaba la habitación en un bunker.

Pasó delante de mí, furibundo.

—¡Usted es ridículo! —le dije sin poder contenerme.

Dio media vuelta y golpeó la mesa con las dos manos, con cara de querer saltarme encima.

—Repita lo que acaba de decir.

—Digo que usted me parece ridículo.

—Usted me roba el machete, se burla de mí, trata de volarse, ¿y el ridículo soy yo?

—¡Sí, usted es ridículo! No tiene por qué estar furioso conmigo.

—Estoy furioso porque usted me traicionó.

—Yo no lo he traicionado. Ustedes me secuestraron, me tienen prisionera. Estoy en todo mi derecho de escaparme.

—Sí, pero yo le había ofrecido mi amistad. Yo le di mi confianza.

—Ah, y el día que su jefe le ordene pegarme un tiro en la cabeza, ¿podré contar con su amistad?

Me miró con mucho dolor, sin contestar. Hizo una pausa, se enderezó lentamente y se fue.

No lo volví a ver. Una noche, varias semanas después, cuando venía de nuevo a ocupar su puesto de vigilancia y a cerrar la puerta con el candado, sacó de su chaqueta una manotada de velas y me las entregó.

Cerró la puerta rápidamente, sin darme tiempo de decir nada. Esas velas prohibidas eran su respuesta. Me quedé de pie, con un nudo en la garganta.

13
APRENDIZ DE TEJEDORA

En el aburrimiento en que vivía, leía la Biblia y tejía. Me habían dado una gran Biblia con mapas e ilustraciones al final del libro. ¿Me habría sido posible descubrir las riquezas de la Biblia, si no hubiera sido empujada por la inactividad y el tedio? Me temo que no. El mundo en el que vivía antes no era propicio para la meditación ni para el silencio. Es ante la ausencia de distracciones que el cerebro empieza a revolver las palabras y los pensamientos, como al revolver la masa para hacer algo nuevo. Releía los pasajes y descubría por qué se habían incrustado en mi memoria. Eran como fisuras, pasadizos secretos, puentes para otras reflexiones y para una interpretación totalmente diferente del texto. La Biblia se convertía, entonces, en un mundo apasionante de códigos, insinuaciones, sobreentendidos.

Quizá por eso me dedicaba sin dificultad al ejercicio de tejer. En la actividad mecánica de las manos, la mente entraba en meditación y eso me permitía reflexionar sobre lo que había leído, mientras que mis manos hacían su labor.

Comencé a tejer un día que fui a hablar con el comandante.

Ferney estaba sentado en su caleta. Beto, el muchacho que compartía con él la carpa, estaba de pie delante de uno de los postes de madera que la sostenían, concentrado tejiendo una correa con hilos de nailon. Ya los había visto tejer muchas veces. Era fascinante. Habían adquirido tal destreza y movían tan rápidamente las manos que parecían máquinas. En cada nudo aparecía una nueva forma. Podían tejer correas con su nombre en relieve. Luego las teñían en la rancha, poniéndolas a hervir en ollas enormes llenas de aguas de colores fluorescentes.

Me detuve un instante a admirar su trabajo. Las letras de Beto eran más bonitas que las de todos los demás.

—Es el mejor de todos nosotros —dijo Ferney sin complejos—. ¡En el tiempo que yo hago una, Beto hace tres!

—Ah, ¿sí?

No veía muy clara la ventaja de avanzar rápido, en un mundo donde había tanto tiempo para perder. Esa noche, en mis elucubraciones nocturnas, pensé que me gustaría aprender a tejer correas como él. La idea me animaba, pero ¿cómo empezar? ¿Debía pedirle permiso a Andrés? ¿A uno de los guardias? Ya había aprendido que en la selva no se gana nada cuando se actúa movido por un impulso. El mundo donde había caído prisionera era el mundo de la arbitrariedad. Era el imperio del capricho.

Un día hubo un aguacero tremendo. Había llovido a cántaros desde por la mañana hasta por la tarde. Yo me había sentado en el suelo a ver el espectáculo de la naturaleza desatada. Cortinas de agua bloqueaban la vista a lo lejos y solo se alcanzaban a ver las caletas más cercanas. El resto del campamento había desaparecido. Los guardias permanecían inmóviles en su puesto, tapados con un plástico negro de pies a cabeza, como almas en pena. Parecían flotar sobre un lago, pues el suelo no alcanzaba a absorber toda la lluvia y estaba cubierto varios centímetros con un agua marrón. Todo el que se aventuraba a salir de su caleta volvía lleno de barro. El campamento se inmovilizaba. Solo Beto seguía tejiendo su correa, frente al poste, sin hacer caso del aguacero. No podía dejar de mirarlo.

Al día siguiente, Beto y Ferney vinieron juntos, con una gran sonrisa.

—Pensamos que le gustaría aprender a tejer. Le pedimos permiso al comandante Andrés y él dijo que sí. Ferney le va a dar el cáñamo y yo le voy a enseñar.

Beto pasó varios días conmigo. Primero me mostró cómo preparar la trama y tensionarla con un ganchito que llamaban «garabato». Ferney me hizo uno bonito y yo me sentí equipada como una profesional. Beto pasaba al final de la tarde a revisar mi trabajo del día. «Tiene que templar más los hilos con el garabato», «Hay que hacer los nudos más apretados», «Tiene que halar dos veces, si no se sueltan».

Ponía todo mi empeño en aprender bien, en corregirme, en seguir las instrucciones al dedillo. Tuve que envolverme los dedos con pedazos de tela, pues a fuerza de templar el hilo de nailon se me cortó la piel. Pero eso no importaba. Dedicada a mi obra, ya no sentía el peso del tiempo. Las horas transcurrían veloces. «Como los monjes», pensé, que en sus ejercicios de contemplación elaboran objetos preciosos. Sentía que la lectura de la Biblia y las meditaciones que surgían en las horas en que tejía me hacían mejor persona, más tranquila, menos susceptible.

Un día, Beto vino a decirme que ya estaba lista para hacer una correa de verdad. Ferney se apareció con un carrete entero de cáñamo. Cortamos hilos de diez «brazadas» para hacer una correa de «cinco cuartas». Esas eran las medidas de la selva. Una brazada era la longitud comprendida entre una mano y el hombro contrario; la cuarta era la distancia entre la punta del pulgar y la punta del meñique, con la mano extendida.

Yo quería tejer una correa con el nombre de Melanie, con un corazón en cada extremo. Ya había preguntado y nadie sabía hacer corazones. Decidí improvisar y tuve éxito, lo que generó una especie de moda en el campamento, pues todas las muchachas querían corazones ellas también, en sus correas.

La posibilidad de estar activa, de crear, de inventar, era como una tregua. Solo faltaban dos semanas para el cumpleaños de Melanie. Resolví que la correa estaría lista antes, incluso si debía pasar los días enteros tejiendo. El ejercicio me hacía entrar en una especie de trance. Tenía la impresión de estar en comunicación con mi hija y, por tanto, con lo mejor de mí misma.

Una tarde, Beto vino a verme otra vez. Quería mostrarme otra correa de colores diferentes que había hecho con una técnica nueva. Me prometió que me la enseñaría también. Luego, en medio de la conversación, sin más ni más, me dijo:

—Tiene que estar lista para correr cuando le avisemos. Los chulos están cerca. Si llegan, a usted la matan. Eso es lo que quieren, que digan que la guerrilla la mató, y así no tienen que negociar su liberación. Si estoy ahí, salgo a perderme en carrera. No me voy a hacer matar por usted. Nadie lo va a hacer.

Tuve una sensación extraña al escucharlo hablar. Me dio lástima, como si por obra de la confesión que acababa de hacerme se condenara a no recibir la ayuda de otros, cuando la necesitara.

Se fue del campamento al día siguiente, «en misión», lo que quería decir que probablemente sería el encargado de llevarnos las provisiones durante los meses siguientes. Una noche, cuando los guardias empezaron a hablar, pues creían que estábamos profundamente dormidas, me enteré que Beto había muerto en una emboscada que el ejército colombiano les había tendido, la misma en que el Mocho César había perdido la vida. Para mí fue un choque terrible. No solo porque me venían a la memoria los ecos de sus palabras y, con ellas, el recuerdo de sus indómitas ganas de vivir, sino sobre todo porque no lograba entender que sus compañeros hablaran de su muerte sin el menor rastro de dolor, como si estuvieran hablando de la última correa que estaba tejiendo.

Era inevitable pensar en el macabro guiño del destino, esta correspondencia fatídica, pues comprendía que, al fin y al cabo, lo habían matado «por mí», a causa de esta sucesión precisa de acontecimientos que nos hizo encontrarnos, a pesar de nosotros mismos: él era mi carcelero, yo era su rehén. Mientras terminaba la correa que me había ayudado a comenzar, perdida en mis meditaciones, le agradecí en silencio por el tiempo que había dedicado a hablar conmigo, más que por el arte que me había transmitido, pues descubría que lo más valioso que tienen los demás para darnos es su tiempo. El tiempo al cual la muerte le da su valor.

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