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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (53 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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Cavilaba. ¿Qué quería decir todo aquello?

No tuve tiempo de responderme. Un grupo de ocho militares encadenados por parejas avanzaba hacia nosotros. Les dieron la orden de esperar. Me levanté para darles la bienvenida y, uno por uno, los abracé. Sonreían, eran amables, y nos miraban con curiosidad.

—¡Supongo que ahora vamos a formar parte del mismo grupo! —dijo Lucho a modo de presentación.

La discusión comenzó de inmediato. Cada quien tenía su tesis, su opinión, su forma de ver. Hablaban con prudencia, escuchándose entre ellos cortésmente, y escogían con cuidado las palabras que empleaban para no dar la impresión de contradecirse.

—¿Cuánto tiempo llevan secuestrados?

—Yo llevo más tiempo en las Farc que la mayoría de estos pelados —respondió un joven agradable, y, volviéndose hacia el guardia, le soltó:

—Venga, paisano, ¿cuánto hace que está en las Farc?

—Tres años y medio —respondió el adolescente, orgulloso.

—¿Sí ve? —remató—. Se lo dije. Van a ser cinco años que me pudro aquí.

Al decir esto, los ojos se le pusieron rojos y brillantes. Se tragó la emoción, echó a reír y comenzó a cantar: «La vida es una tómbola, tómbola». Era una tonada que sonaba con frecuencia en la radio. Luego, recobrando la seriedad, añadió: «Me llamo Armando Castellanos, para servirle; soy intendente de la Policía Nacional».

Nuestro nuevo grupo estaba conformado por ocho hombres más. John Pinchao, también de la policía, estaba encadenado a un oficial del ejército, el teniente Bermeo, el que había pedido que me transportaran en hamaca. Castellanos, por su parte, estaba encadenado al subteniente Malagón. El cabo Arteaga a Flórez, también cabo del ejército. Finalmente el enfermero, cabo William Pérez, estaba encadenado al sargento José Ricardo Marulanda, a todas luces el mayor de todos.

Su presencia me devolvió cierta tranquilidad. La separación de mis antiguos compañeros me parecía ahora un mal menor. Decidí dedicar tiempo a establecer relaciones sin intermediarios con todos, y evitar cualquier situación que pudiera generar tensiones entre nosotros. Estaban abiertos y mostraban curiosidad por conocernos. También ellos habían vivido experiencias difíciles, y aprendido las lecciones. Su actitud hacia Lucho y hacia mí era radicalmente diferente de la de nuestros antiguos compañeros.

Lucho tenía sus reservas.

—No los conocemos, hay que esperar.

—Me sentiría mejor si también pudiéramos cambiar de comandante —le susurré a Lucho.

Fue el propio Sombra quien vino a buscarnos. Se nos plantó delante con las piernas separadas y las manos en las caderas. No me había dado cuenta de que el guardia se había acercado y estaba justo detrás de Lucho y de mí. Había oído mi comentario porque nos dijo, como en secreto:

—¡De malas, van a tener Sombra para rato!

Y soltó la risa.

Al día siguiente nos despertamos bajo un aguacero torrencial. Tuvimos que empacar nuestras cosas en plena tormenta y empezar a caminar ya empapados. Debíamos escalar una pendiente empinada.

Yo iba despacio y, sobre todo, me sentía muy débil. Después de la primera media hora, mis guardias decidieron que preferían cargarme, y no tener que esperar. Volví a verme empacada por horas en una hamaca; esta se inflaba con el agua que retenía y los guerrilleros debían vaciarla echándome por tierra cada vez que las circunstancias lo permitían. La mayor parte del tiempo me izaban, arrastrándome el de adelante y empujándome el de atrás. En varias oportunidades soltaron la vara y me rodé peligrosamente mientras ganaba velocidad, hasta estrellarme contra un árbol que detuvo la caída. Me cerré la hamaca sobre los ojos para no ver nada. Estaba empapada y molida a golpes. Repetía oraciones cuyo sentido se me escapaba, pero que me evitaban pensar en cualquier cosa y ceder al pánico. El que escuchaba mi corazón sabía que estaba pidiendo auxilio.

En el descenso mis portadores saltaban como cabras y aterrizaban sobre raíces que los mantenían en equilibrio, con mi peso sobre sus espaldas. Mi hamaca se mecía demasiado y me golpeaba contra todos los árboles, que ellos ya ni trataban de esquivar.

Al día siguiente mis compañeros abandonaron el campamento antes del amanecer. Quedé sola, a la espera de las instrucciones que me correspondieran. Los portadores habían salido antes a dejar sus equipos; volverían a buscarme a media mañana. Sombra había asignado una muchacha a mi guardia. Se llamaba Rosita.

Me había fijado en ella durante la marcha. Era alta, con un porte elegante y un rostro de refinada belleza. Tenía ojos negros radiantes y una sonrisa perfecta.

Para matar el tiempo me puse a organizar los escasos objetos personales que me quedaban bajo una llovizna fina y pertinaz. Rosita me observaba en silencio. No tenía ganas de hablar con ella. Al fin se acercó y, poniéndose en cuclillas, comenzó a ayudarme.

—¿Está bien, Ingrid?

—No, para nada.

—Yo tampoco.

Alcé la mirada: una viva emoción la perturbaba.

Quería que le preguntara por qué. Yo no estaba segura de querer hacerlo. Terminé de amarrar mi equipo en silencio. Se levantó, e improvisó un refugio encima de un tronco de árbol que se pudría en el suelo. Puso los morrales debajo y me invitó a sentarme con ella a escampar.

«¿Quiere contarme?», me resigné a preguntar. Me miró con los ojos anegados en llanto, sonrió y me dijo: «Sí, creo que si no hablo con usted voy a morirme». Le tomé la mano y susurré: «Hágale, la escucho».

Hablaba despacio, tratando de no mirarme, hundida en sus recuerdos. Era hija de una paisa y de un llanero. Sus padres trabajaban duro pero no les alcanzaba para atender las necesidades de todos sus hijos. Al igual que sus hermanos mayores, Rosita dejó su casa en cuanto alcanzó la edad para trabajar. Se había enlistado en las Farc para no tener que terminar en un prostíbulo.

Desde su incorporación, un jefe de poca monta, Obdulio, comenzó a pretenderla. Se resistió, porque no estaba enamorada de él. Yo conocía a Obdulio. Era un hombre en sus treintas, con cadenas de plata que le colgaban del cuello y las muñecas, ya calvo y medio desdentado. Solo lo había visto una vez pero lo recordaba, pues había pensado que debía de ser una persona cruel.

Obdulio había sido enviado a apoyar las unidades de Sombra. Pertenecía a otro frente y recibía órdenes de otro comandante. Incluyó a Rosita en el grupo que conformó para servir de apoyo a Sombra, esperando acabar con su resistencia.

Finalmente, tuvo que aceptar acostarse con él. En las Farc, rechazar los requiebros de un superior era muy mal visto. Era preciso demostrar camaradería y espíritu revolucionario. Satisfacer los deseos sexuales de los compañeros de armas formaba parte de lo que se esperaba de las guerrilleras. En la práctica había dos días de la semana en que los guerrilleros podían pedir permiso para compartir la caleta con alguien más: los miércoles y los domingos, los jóvenes presentaban sus solicitudes al comandante. Las muchachas podían negarse una o dos veces pero no tres, a riesgo de hacerse llamar al orden por falta de solidaridad revolucionaria. El único medio de escapar era declararse oficialmente en pareja con alguien más y conseguir la autorización para vivir juntos bajo el mismo techo. Pero si el superior le había echado el ojo a alguna muchacha, era poco probable que otro guerrillero quisiera interponerse.

Rosita había, pues, cedido. Se había convertido en una ranguera, es decir una chica «asociada» con alguien de alto rango. Mediante este atajo, accedía a los «lujos» versión Farc: mejor comida, perfume, joyitas, aparaticos electrónicos y ropa más bonita. Todo ello le importaba un rábano a Rosita. Sufría con Obdulio. Era violento, celoso y mezquino.

Al llegar adonde Sombra, Rosita conoció a un joven llamado Javier. Era bien plantado y valiente. Se enamoraron locamente. Javier pidió permiso para compartir su caleta con Rosita. Sombra accedió a la petición de la joven pareja y desató la ira de Obdulio; como no era el superior de Javier, Obdulio solo podía emprenderla contra Rosita. La abrumo de tareas. Los trabajos más cansones, más duros o más desagradables le eran sistemáticamente encomendados. Entretanto, Rosita se enamoraba cada vez más de Javier quien, apenas terminaba de hacer su trabajo, corría a ayudar a su compañera a terminar sus faenas.

Había visto a Javier salir pitando para llegar de primero al campamento. Tiró su equipo y salió intempestivamente a traer el de Rosita. Se lo terció, tomó a Rosita de la mano y juntos se fueron riendo hacia el campamento.

Al día siguiente Fue la división de los secuestrados. Javier se fue por su lado con su unidad y Obdulio recobró a Rosita. Quería obligarla a volver con él.

Así es en Las Farc. —Pertenezco a un frente distinto del suyo no volveré a verlo nunca más —dijo Rosita, llorando.

Vete con él, sálganse juntos de las Farc.

—No tenemos derecho a desmovilizarnos de las Farc Eso es desertar. Si lo hiciéramos, matarían a nuestras familias.

No sentimos llegar a los portadores. Cuando los vimos, los teníamos enfrente. Nos miraban con malevolencia.

—¡Lárguese de aquí! —le bramó uno a Rosita.

—¡Qué hubo, súbase a la hamaca, no hay tiempo que perder! —me dijo el otro, lleno de odio.

Me volví hacia Rosita. Ya estaba de pie con el fusil al hombro.

—¡Eche pa'l campamento! ¡Y no mame gallo por ahí si no quiere que le meta un pepazo en la cabeza! Luego, volviéndose hacia mí:

—¡Y usted también: mucho ojo! Estoy de pésimo genio y sería un placer meterle una bala entre los ojos.

El resto de aquella jornada lo pasé llorando la suerte de Rosita. Tenía la misma edad de mi hija. Hubiera querido darle algún consuelo, ternura, esperanza. En cambio la había dejado con el miedo a las represalias. Sin embargo, aún pienso a menudo en ella. Una de sus frases se me quedó clavada como un puñal en el corazón. «¿Sabe? Lo que más me aterra es saber que me va a olvidar».

No tuve la presencia de ánimo para decirle en ese momento que eso era imposible, porque ella era sencillamente inolvidable.

54
LA MARCHA INTERMINABLE

28 de Octubre de 2004

Habíamos sido los últimos en salir y llegábamos de primeros al siguiente campamento, antes que Lucho y el resto de mis nuevos compañeros. Se decía que se habían perdido pero, al escuchar las conversaciones, o al menos lo que alcanzaba a oír de sus murmullos, supe que habían estado a pocos metros de un escuadrón del ejército.

Caía una lluvia fina, terca e incesante. Hacía frío, lo suficiente para mortificarme pero no tanto como para hacerme reaccionar. Aquí el tiempo se estiraba hasta el infinito, y ante mí no había nada. De pronto sentí un alboroto encima de mi cabeza: un grupo de unos cincuenta micos atravesó el espacio. Era una colonia numerosa. Los grandes machos iban adelante y las madres, con sus bebés prendidos, atrás. Habían notado mi presencia y me observaban desde arriba con curiosidad. Algunos machos tendían a ponerse agresivos: pegaban gritos, se dejaban caer casi encima de mí y, colgados por la cola, me hacían muecas. Aquellos escasos momentos en que podía entrar en contacto con los animales eran los que me devolvían las ansias de vivir. Consideraba un privilegio permanecer entre ellos, poder observarlos de igual a igual, sin que su comportamiento se viera afectado por la barbarie de los hombres. En cuanto la guerrilla sacara sus fusiles, el encantamiento desaparecería. Se repetiría la historia de la pequeña Cristina. Entretanto ellos me orinaban y arrojaban ramas rotas en la inocencia de su ignorancia.

Los guardias los detectaron. A través de los arbustos observé su excitación, oí la orden de cargar las carabinas. Ya no veía nada; sólo oía las voces y los gritos de los micos. Y súbitamente, escuché la primera detonación, la segunda y otra más; el ruido seco de ramas que se quiebran y el impacto sordo sobre el tapiz de hojas. Tres impactos conté. ¿Habían matado a las madres para capturar a las crías? Me asqueaba esta perversa satisfacción de destruir. Sabía que siempre tenían excusas para darse buena conciencia. Teníamos hambre, no habíamos comido nada desde hacía semanas. Todo ello era cierto, pero no era razón suficiente. La caza se me había vuelto difícil de soportar. ¿Había sido siempre así? No estaba segura.

El episodio de la guacamaya que Andrés abatió por puro placer me había conmovido profundamente, lo mismo que la muerte de la mamá de Cristina. Había caído de su árbol, la bala le había atravesado la barriga. Se ponía el dedo en la herida y miraba la sangre que manaba. «Lloraba, estoy seguro de que lloraba», me había dicho William muerto de risa. «Me mostraba la sangre con los dedos, como pidiéndome que hiciera algo, volvía a ponerse los dedos en la herida y volvía a mostrarme. Siguió haciendo lo mismo varias veces y después se murió. Esas bestias son como los humanos», concluyó. ¿Cómo matar a un ser que nos mira a los ojos, con quien hemos establecido un contacto? Por supuesto, es algo que no tiene la menor importancia cuando ya se ha matado a otro ser humano. ¿Sería yo capaz de matar? ¡Claro que sí podría! Tenía todos los argumentos para considerarme con ese derecho. Estaba llena de odio contra quienes me humillaban y disfrutaban tanto con mi dolor. A cada palabra, a cada orden, a cada afrenta los apuñalaba con mi silencio. ¡Claro que sí! ¡Yo también podría matar! Y seguramente disfrutaría de verlos a ellos llevarse los dedos a las heridas, mirarse la sangre, tomar conciencia de su muerte, esperando que yo haga algo, y no mover un dedo, y verlos reventar.

Aquella tarde, bajo la maldita lluvia, acurrucada sobre mi infortunio, entendí que sin duda podía ser como ellos.

Mis compañeros llegaron extenuados. Habían tenido que dar un rodeo larguísimo que los obligó a atravesar una ciénaga infestada de zancudos y un alto de pendientes abruptas para reunirse con nosotros. Les habían dicho que estaban perdidos, pero oían el cruce de disparos a poca distancia. Habían hecho contacto con el ejército. La guerrilla los había sacado del avispero.

Allí donde estábamos, los árboles se abrían en círculo encima de nuestras cabezas, descubriendo la bóveda celeste con las constelaciones que me resultaban familiares. Nos instalamos en el claro, sobre nuestros plásticos, esperando que nos trajeran la comida. Rápidamente la conversación recayó en nuestra preocupación común. Algunos susurraban para evitar ser escuchados por los guardias. Habían recibido información según la cual nos iban a entregar a otro frente.

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