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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (37 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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Ante el silencio de pánico que se produjo enseguida, añadí:

—Cuando quieran saber si todavía estoy aquí, pueden llamarme por el nombre, que yo respondo.

—¡A ver, sigan, que no tengo tiempo que perder! —chilló el recepcionista, para intimidar a los demás.

Oí que algunos murmuraban en el fondo, furiosos conmigo. Mi actitud los había molestado, pues entendían que era una muestra de arrogancia.

Nada más equivocado. Yo no podía aceptar que me trataran como una cosa, que me denigraran, no solamente ante los ojos de los demás sino, sobre todo ante mí misma. Para mí, las palabras tenían un poder mágico, sobrenatural, y temía por nuestra salud mental, por nuestro equilibrio, por nuestro espíritu.

Ya había oído a los guerrilleros referirse a nosotros como «la carga», «los paquetes», y eso me había aterrado. No era una expresión anodina. Por el contrario. Buscaba deshumanizarnos. Es más fácil dispararle a un paquete que a un ser humano. Eso les permitía vivir sin culpabilidad el horror que nos hacían padecer. Ya era bastante difícil ver que la guerrilla empleara esos términos para referirse a nosotros. Pero que cayéramos en la trampa de utilizarlos nosotros mismos me parecía espantoso. Yo veía en eso el comienzo de un proceso de degradación que a ellos les convenía, y al que yo quería oponerme. Si la palabra dignidad tenía algún sentido, era imposible que aceptáramos numerarnos.

Sombra vino a verme en el transcurso de la mañana. Le habían informado del incidente.

Me explicó que la numeración era «un procedimiento de rutina», para verificar que nadie se hubiera escapado en la noche. Sin embargo, dijo que entendía mi reacción y dio instrucciones para que nos llamaran por el nombre.

Me sentí aliviada. La idea de dar la misma pelea todas las mañanas no me gustaba para nada. No obstante, algunos compañeros lo tomaron a mal. No querían reconocer que había cierto valor en no querer someterse.

33
LA MISERIA HUMANA

Empecé a sentir la necesidad de aislamiento, que me llevaba a enclaustrarme en un mutismo casi absoluto. Comprendía que mi silencio pudiera exasperar a mis compañeros, pero también había observado que en nuestras conversaciones a veces no había espacio para lo racional. Cualquier palabra podía ser malinterpretada.

Al comienzo de mi cautiverio fui bastante locuaz. Sin embargo, padecí tantos desaires como los hice padecer a los demás, y eso me había dejado mortificada. Uno en particular de mis compañeros me abordaba constantemente, y tenía la maña de imponerme su presencia en los momentos más inoportunos, cuando más necesitaba silencio para encontrar paz interior.

Keith relataba en voz fuerte, para que los demás oyeran, que tenía amigos muy ricos y que pasaba sus vacaciones cazando con ellos, en lugares a donde el resto de los mortales, no podíamos llegar. No lograba evitar hablar de la riqueza de los otros. Era una especie de obsesión.

Sus sentimientos estaban graduados según una escala muy particular. Había pedido la mano de su novia, daba a entender, porque tenía buenos contactos. Su tema favorito de conversación era su salario.

Me daba pena. Por lo general, yo me retiraba en la mitad de su discurso y me refugiaba en la mesa de trabajo. No podía entender cómo, en medio del drama que padecíamos, alguien pudiera seguir viviendo en su burbuja, convencido de que las personas tenían importancia en función de sus posesiones. ¿Acaso el destino que compartíamos no era la mejor ocasión para demostrar lo contrario? Ya no teníamos nada.

Con todo, a veces yo también perdía el sentido de la perspectiva. Un día, los guardias pusieron un altavoz en el cual se oía a todo volumen una voz nasal que cantaba estribillos revolucionarios al compás de una música disonante, y yo me quejé. Las Farc buscaban desarrollar una cultura musical que acompañara su revolución, tal como habían hecho mucho antes los cubanos, con gran éxito. Desafortunadamente, ante el fracaso para atraer verdadero talento en sus filas, las canciones eran sosas y carentes de musicalidad.

Para mi gran sorpresa, mis compañeros rezongaron exasperados diciendo que no tenían por qué oír mis quejas. Eso me molestó. Yo tenía que aguantar sus monólogos pero me prohibían expresar mis protestas.

En condiciones normales, este tipo de reacción me habría dado risa, pero en la selva la menor contrariedad me producía dolores inefables. Estas decepciones que se habían acumulado capa por capa, día por día, mes tras mes, me tenían muy agotada.

Lucho me comprendía. Sabía que yo era el blanco de todo tipo de críticas. Mi nombre se escuchaba con frecuencia por la radio y eso no hacía más que empeorar la animadversión de algunos de mis compañeros. Si me mantenía apartada, era porque los despreciaba; si participaba, era porque quería mandar. La ojeriza que me tenían los llevaba hasta a bajarle el volumen al radio cuando pronunciaban mi nombre.

Una tarde, estaban pasando una noticia sobre las gestiones que adelantaba el gobierno de Francia para obtener nuestra liberación. Alguien gruñó: «¡Estoy harto de Francia!». Y apagó con brusquedad la «panela» que nos servía de radio comunal, colgado de una puntilla en el centro de la barraca. Todo el mundo se rio menos yo.

Gloria se me acercó, me abrazó y me dijo: «Eso es pura envidia. Hay que reírse. A mí no me parecía gracioso en absoluto». Me sentía demasiado mortificada para darme cuenta de que todos pasábamos por una seria crisis de identidad. Habíamos perdido nuestros puntos de referencia y ya no sabíamos quiénes éramos ni cuál era nuestro lugar en el mundo. Tendría que haberme dado cuenta de lo devastador que era para los demás no ser mencionados en la radio, pues lo vivían como una negación pura y simple de su existencia. Siempre había luchado contra la estrategia de las Farc de crear divisiones entre nosotros. Con Sombra, mis reflejos eran iguales.

Una mañana, cuando ya estaba completo el grupo, llegó un cargamento de colchonetas de espuma: ¡era un lujo increíble! Había de todos los colores, con toda clase de motivos. Cada cual pudo escoger la suya. Salvo Clara. El guerrillero que las trajo le asignó a Clara una colchoneta gris y sucia que metió a la fuerza por la puerta metálica entreabierta. Lucho y yo mirábamos la escena a cierta distancia.

Traté de interceder a favor de mi compañera. El guerrillero estaba a punto de cambiar su decisión cuando llegó Rogelio. Creyendo que yo quería hacer una exigencia personal, sacó a relucir su discurso favorito contra mí: «Usted aquí no es la reina y hace lo que se le ordena». El asunto quedó de ese tamaño.

Clara recogió su colchoneta gris y giró sobre sus talones sin mirarme siquiera. Se fue de inmediato al alojamiento para intercambiar la colchoneta con alguno de nuestros compañeros. Lucho me agarró del brazo para decirme: «No has debido intervenir. Ya tienes suficientes problemas con la guerrilla. ¡Y nadie te lo va a agradecer!».

De hecho, Orlando, que terminó aceptando de mala gana el trueque con Ciara, se dirigió a mí: «Si tenía ganas de ayudar, ha debido darle su colchoneta».

Luchó me sonrió con cara de conocedor:

—¿Ves? Te lo dije.

Me tomó tiempo aprender a quedarme callada y tuve que pagarlo caro. Me resultaba doloroso resignarme ante la injusticia. Sin embargo, una mañana comprendí que era sabio no tratar de resolver los problemas de los demás.

Sombra llegó histérico. Algunos militares de la barraca adosada a la nuestra le mandaban mensajes a una de nuestras compañeras, incumpliendo las reglas establecidas. En efecto, Consuelo recibía unas bolas de papel de los vecinos. Nosotros participábamos en la recepción de las misivas, pues caían en cualquier parte y, sobre todo, nos caían en la cabeza cuando estábamos afuera en las hamacas. Todos éramos cómplices y tomábamos la precaución de recoger las bolas sin que se dieran cuenta los guerrilleros que hacían guardia en las garitas.

Sombra le llamó la atención a Consuelo.

Al verla en dificultades, pedí a Sombra que suavizara las reglas que había instaurado, pues todos queríamos hablar con nuestros compañeros de la barraca contigua.

Sombra replicó con una violencia que me desarmó: «¡A mí sí me habían dicho que usted es la que arma el mierdero aquí!». Me advirtió que si me volvía a agarrar intercambiando mensajes con los compañeros de al lado, me metería en un hueco para quitarme las ganas de pasarme de viva.

Nadie intercedió por mí. Este episodio dio pie para un debate apasionado durante las clases de francés:

—¡No sigas insistiendo! Lo único que vas a hacer es empeorar la situación —afirmó Jorge, que compartía la opinión de Lucho.

—Aquí cada cual debe defenderse por sí solo —añadió Gloria—. Cada vez que tú te metes, te ganas nuevos enemigos.

Tenían razón, pero me parecía detestable que nos obligaran a volvernos así. Sentía que corríamos el riesgo de perder lo mejor de nosotros mismos, de perdernos en la mezquindad y la bajeza. Todo eso hacía aumentar mi necesidad de silencio. Bajo el cielo gris de nuestra cotidianidad, la guerrilla había sembrado la semilla de una cizaña profunda.

Los guardias echaron a rodar el rumor de que los tres rehenes recién llegados estaban contagiados de enfermedades venéreas. Mientras nosotros comentábamos esta información, la guerrilla se llevaba aparte a los tres nuevos compañeros para prevenirlos respecto a las cosas que supuestamente nosotros estaríamos diciendo, que no eran otras que las que los propios guerrilleros habían inventado y puesto a circular.

Los guerrilleros los acusaban de ser mercenarios y agentes secretos de la cía, y afirmaban que habían encontrado transmisores microscópicos en las suelas de sus zapatos y microchips de localización camuflados entre los dientes. También pusieron a rodar el rumor de que nuestros compañeros querían negociar su liberación con Sombra a cambio de un envío de cargamento de cocaína hacia Estados Unidos, utilizando los aviones del gobierno estadounidense. No se necesitaba más para generar una desconfianza generalizada.

La crisis estalló una tarde. Tras una palabra hostil empezaron a volar acusaciones por todas partes: a unos los acusaban de espionaje, a otros, de traición. Lucho pidió respeto para las mujeres del campamento. En respuesta, Keith lo acusó de querer matarlo con los cuchillos que nos había mandado el Mono Jojoy. Hubo conciliábulos en la noche a través de las rejas con el recepcionista.

Al día siguiente, vinieron a requisarnos. Los que dieron pie a esta inspección parecían satisfechos. Los cuchillos no me preocupaban. Esos los habíamos obtenido «legalmente». El problema era el machete, que habíamos escondido en el barro, debajo del piso de la barraca.

—Tenemos que cambiarlo de lugar hoy mismo —me dijo Lucho cuando terminaron la requisa—. Si los compañeros se enteran, nos denuncian inmediatamente.

34
LA ENFERMEDAD DE LUCHO

Principios de diciembre de 2003

Mi segunda Navidad en cautiverio estaba cerca. Yo no había perdido la esperanza de que ocurriera un milagro. El patio de nuestra cárcel, que al comienzo era un barrizal, comenzaba a secarse. Diciembre traía, con la tristeza y la frustración de estar lejos de la casa, un cielo azul inmaculado y una brisa tibia de vacaciones que amplificaba nuestra melancolía. Era la época de los pesares.

Gloria había logrado conseguir unos naipes y habíamos adoptado la costumbre de acomodarnos en un rincón del cambuche para jugar. Todos comprendimos desde las primeras partidas que era imperativo dejarnos ganar a Gloria y a mí si queríamos garantizar el buen humor del grupo.

Se instauró una regla tácita, que consistía en que Jorge y Lucho jugaran a nuestro favor sin que nosotras nos diéramos cuenta. Nos habíamos dividido en dos equipos: el de las mujeres y el de los hombres. Gloria y yo hacíamos lo posible para ganar la mano, y Lucho y Jorge todo para perderla.

Esta situación incongruente sacaba a relucir lo mejor del temperamento de cada uno. En repetidas ocasiones creí morirme de la risa, viendo a nuestros adversarios inventarse jugadas geniales para dejarnos ganar. Lucho se convertía en un verdadero artista de la risa y el humor, y llegaba incluso hasta el punto de hacerse el desmayado encima de las cartas para poder pedir una nueva mano que nos resultara más favorable. En la lógica de que gana quien pierde, lográbamos reírnos de nuestros egos lastimados, deshacernos de nuestro reflejo de acaparar y, en resumidas cuentas, aceptar nuestro destino con más tolerancia.

Jorge gozaba acumulando pequeños errores sutiles, cuyo efecto solo notábamos una o dos jugadas más tarde, y que a Gloria y a mí, al darnos cuenta, nos hacía celebrar con danzas y gritos de guerrero sioux.

Después de ser secuestrada, la risa había desaparecido de mi vida. ¡Cuánta falta me había hecho! Al terminar nuestras partidas, me quedaban doliendo las mandíbulas a causa de la tensión de los músculos de la cara al reírme. Este era el tratamiento más eficaz contra la depresión.

Muchas veces me miré en el espejo de una polvera que había sobrevivido a todas las requisas. En el reflejo redondo, donde solo alcanzaba a observar un pedazo de mí misma, descubrí una primera arruga de amargura en la comisura de los labios. Su aparición me aterró, lo mismo que haber visto un matiz más amarillo en mis dientes, aunque de eso no estaba totalmente segura, pues el recuerdo del color original había desaparecido de mi memoria.

La metamorfosis que se obraba subrepticiamente en mí no me gustaba en absoluto. No quería salir de la selva como una vieja mustia, carcomida por la amargura y el odio. Debía cambiar, no para adaptarme, pues eso me habría parecido una traición, sino para ponerme por encima de este lodo espeso de mezquindades y bajezas en el que terminamos chapoteando. No sabía cómo lograrlo. No tenía ningún manual que me enseñara a alcanzar un nivel superior de humanidad y una mayor sabiduría. No obstante, sentía intuitivamente que la risa era el comienzo; sentía que me era indispensable para sobrevivir.

Nos acomodábamos en nuestras hamacas, en los lugares que ya no eran objeto de disputa, y nos escuchábamos con indulgencia, pacientes cuando algún compañero contaba la misma historia por enésima vez. Contarles a los demás un pedazo de nuestra vida nos ponía en contacto con nuestros recuerdos, como quien se pone frente a una pantalla de cine.

Las canciones de Navidad que pasaban por la radio se mezclaban con la música tropical característica de la época decembrina. Esas canciones que oíamos invariablemente todos los años por la misma época evocaban en cada uno de nosotros recuerdos precisos.

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