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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (36 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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Esa noche, el alojamiento vibraba con los ronquidos de todos. Parecía el ruido de una planta industrial. El día había sido intenso y estábamos extenuados. Yo miraba el techo y, en particular, la malla que lo cubría, a dos dedos de mi nariz. Habían construido los camarotes con tal prisa que para llegar al catre de arriba era necesario acceder a él en posición horizontal, pues el espacio entre el techo y las camas era muy reducido. Era imposible sentarse, y para bajarse de la cama había que dejarse deslizar poco a poco en el vacío, agarrándose a la malla como un mono para caer al suelo.

Yo no me quejaba demasiado. Por lo menos era un lugar cubierto, con un piso de madera que nos permitía estar secos. La nueva ventana había sido un éxito. Por ella se colaba una brisa tibia que limpiaba el aire pesado de la respiración de las diez personas que había dentro. Un ratón pasó corriendo por la viga que tenía arriba de los ojos. ¿Cuánto tiempo tendríamos que vivir así, los unos encima de los otros, antes de recobrar nuestra libertad?

Por la mañana, al levantarme, descubrí junto con Lucho que los estantes que habíamos construido el día anterior con tanto esfuerzo ya estaban ocupados con las cosas de los demás. ¡No quedaba más espacio! Orlando se reía en su esquina y nos miraba:

—Pero no pongan esa cara. Es muy fácil: pedimos otras tablas y hacemos otros estantes en el rincón de allá, detrás de la puerta. Mejor para ustedes, porque les quedan al frente del camarote.

Gloria se acercó. La idea le parecía excelente.

—Y también podríamos hacer otro estante de este lado de la malla.

Yo no estaba contenta, por la sencilla razón de que me parecía poco probable que la guerrilla nos diera más tablas. Había que pedirlas y hacer todo un trámite, lo que me fatigaba de solo pensarlo. Para mi gran sorpresa, las tablas que pidió Orlando llegaron ese mismo día.

—Te va a quedar bonito el estante. No, mejor: ¡te voy a hacer un escritorio, como para una reina!

Orlando seguía burlándose de mí, pero yo estaba aliviada y había recuperado el buen humor. El y Lucho se pusieron a hacer un mueble que serviría, a la vez, de mesa y de estante. También iban a hacer una pequeña biblioteca para el rincón de Gloria. Yo quería ayudar, pero sentí que estorbaba, así que me replegué al patio a instalar mi hamaca mientras ellos terminaban de trabajar.

El lugar de las hamacas que yo tenía asignado había sido ocupado por Keith, quien ignoraba que antes de su llegada habíamos hecho un acuerdo para repartirnos el espacio. Solo quedaba un árbol del que podía colgar mi hamaca pero, en este caso, necesariamente había que colgar el otro extremo de la cuerda en la malla de acero del cercado. Esta alternativa presentaba dos problemas. El primero: que me negaran el permiso de usar las rejas. El segundo: que el lazo de mi hamaca no alcanzara. Por suerte, Sombra estaba haciendo una ronda por la cárcel y pude preguntarle directamente. Él estuvo de acuerdo y me dio el otro pedazo de lazo que hacía falta.

Mis compañeros me miraban de reojo. Todos calculaban que si hubiera tenido que pedirle permiso a Rogelio, no habría obtenido nada. Eran cosas pequeñas, pero nuestras vidas solo estaban hechas de cosas pequeñas. Cuando Rogelio vino a traer la olla de la comida, al ver que mi hamaca estaba colgando de la reja, me miró de manera siniestra. Era claro que me tenía en su lista negra.

Tom, el mayor de nuestros dos nuevos compañeros, quien al principio se había instalado junto a Keith, se fue a mi lado algunos minutos después. Era evidente que estaba de pelea con su compatriota. Al ver que Lucho llegaba también, Tom alzó el tono de la voz y masculló un comentario desagradable. Había que compartir entre los tres el mismo árbol para colgar nuestras hamacas. Traté de explicarle que todos debíamos hacer un esfuerzo por acomodarnos, pues el espacio era reducido y no había suficientes árboles. Iracundo, me respondió brutalmente. Lucho salió en mi defensa, alzando también el tono de voz.

Tom vivía una guerra fría con su compañero y se irritaba fácilmente. Comprendí que quisiera alejarse de él. También a Keith le convenía que Tom tomara distancia. Keith se acercó a la reja, mientras que Lucho y Tom discutían, y le susurró algo al oído a Rogelio.

La puerta metálica se abrió de golpe y Rogelio entró como una tromba:

—Ingrid, ¿usted es la que está armando este mierdero? Aquí todo el mundo es igual. No hay prisioneros más importantes que los otros, —guardé silencio, pues comprendí que este asunto no era un simple malentendido sobre las hamacas—. No más quejas. Usted no es la reina aquí. Obedece y punto.

—Voy a encadenarla para que aprenda. ¡Va a ver! Vi a mis compañeros, los que habían hecho enfurecer a Rogelio, reírse a las carcajadas.

Rogelio también estaba dichoso. Sus camaradas de las garitas lo miraban maravillados. El guerrillero escupió en el suelo, se acomodó su sombrero de paramilitar y salió como un pavo real.

Lucho me agarró del hombro y me sacudió con ternura:

—Tranquila, ya hemos visto peores. ¿Dónde está tu sonrisa? —era verdad, había que sonreír, aunque era difícil. Luego agregó—: Acaban de pasarnos la factura. Yo oí lo que le respondiste al tipo cuando te dijo que ustedes eran las joyas de la Corona. No creo que te hayas hecho un amigo.

Sin embargo, las cosas habían tenido un buen comienzo. Al principio, cada uno de nosotros quería dar lo mejor de sí mismo. Compartíamos todo, incluso las tareas que nos habíamos repartido de la manera más equitativa posible. Habíamos resuelto barrer todos los días la cárcel, lo mismo que el camino de tablas que acababan de hacer para ir al baño. Lo más crítico era la limpieza de las letrinas. Habíamos hecho unos traperos con pedazos de camisetas. Todos los días, la limpieza del lugar la hacía un equipo de dos personas.

Cuando nos tocaba el turno, Lucho y yo nos levantábamos al alba. Al principio peleamos porque Lucho no quería que yo limpiara las letrinas. Insistía en limpiar él solo el cambuche que funcionaba como baño. Sin embargo, era un trabajo que requería brío, y yo no quería que Lucho tuviera una crisis diabética a causa del esfuerzo. No pude hacerlo cambiar de parecer.

Siempre se hacía el furioso conmigo y me prohibía el paso. Yo me encargaba entonces del alojamiento. Lo limpiaba rápidamente, pues sabía que cuando Lucho hubiera terminado su tarea, vendría a quitarme la escoba de las manos para ayudarme a terminar. Esta era una diversión solo para Lucho y para mí. Era una especie de juego para competir en muestras de afecto.

Yo quería, más que nada, mantener la armonía en el grupo, pero esta labor se hacía cada día más difícil. Cada uno llegaba con su historia de dolor, de rencor o de decepción. No pasaba nada grave. Eran cosas pequeñas que adquirían una importancia desmesurada, pues todos estábamos con la sensibilidad en carne viva. Cualquier mirada oblicua o cualquier palabra mal dicha era una grave ofensa y se convertía en fuente de rencor, rumiado de manera malsana.

A todo eso se añadía la percepción del comportamiento de cada uno respecto a la guerrilla. Estaban «los que se vendían» y «los que tenían dignidad». Esta percepción era especulativa, pues bastaba con que cualquiera hablara con el «recepcionista» para que fustigaran su comportamiento y lo acusaran de transigir con el enemigo, muchas veces por envidia. Al fin de cuentas, en algún momento todos debíamos pedir las cosas que necesitábamos. El hecho de «obtener» lo que se había solicitado despertaba en algunos la codicia patológica y alimentaba la amargura de no haber recibido lo mismo. Todos nos mirábamos con desconfianza, separados por divisiones absurdas a pesar de nosotros mismos. El ambiente se había vuelto pesado.

Una mañana, después del desayuno, uno de los nuevos compañeros vino a verme, con cara de malas pulgas.

En ese momento estábamos conversando animadamente Lucho, Gloria, Jorge y yo. Ellos querían que yo les diera clases de francés y nos estábamos organizando. La interrupción irritó a mis amigos, pero yo me retiré, sabiendo que tendríamos tiempo de sobra para continuar hablando sobre nuestro proyecto un poco más tarde.

Había «oído» decir que cuando ellos llegaron yo no los quería en nuestro grupo. ¿Era eso cierto?

—¿Quién le dijo eso?

—No importa.

—Sí, sí importa, porque es una versión deformada y de mala fe.

—¿Usted dijo que sí o que no?

—Cuando ustedes llegaron, yo pregunté cómo irían a hacer para acomodarnos a todos juntos. Jamás dije que no quería que ustedes estuvieran con nosotros. Por tanto, la respuesta es no, jamás dije eso.

—Bueno, eso es importante, porque cuando nos lo contaron, nos sentimos muy mal.

—No crea todo lo que le digan. Más bien crea en lo que ve. Usted sabe que desde su llegada hemos hecho todo lo posible por acogerlos. Para mí es un placer hablar con usted. Me gusta nuestra conversación y me gustaría que fuéramos amigos.

Él se levantó más tranquilo, me tendió cordialmente la mano y se excusó con mis compañeros por haberme acaparado unos instantes.

—Así es como funciona: quieren dividir para reinar —dijo Jorge, el más prudente del grupo. Luego, dándome palmaditas en la mano, añadió—: Bueno, mi madame, ¡comencemos las clases de francés y con eso pensamos en otra cosa!

32
LA NUMERACIÓN

Comenzaba el día con una hora de gimnasia en el espacio comprendido entre el camarote de Jorge y Lucho, aprovechando que estaban en el extremo del alojamiento y que ahí no molestaba a nadie. Luego me iba a bañar, a la hora exacta que me correspondía según el horario que hicimos para la utilización del «baño». La entrada estaba cubierta con un plástico negro y ese era el único lugar donde podíamos desvestirnos sin ser vistos. Lucho, Jorge, Gloria y yo nos reuníamos antes del desayuno, sentados en una de las camas de abajo, de buen humor, a trabajar en nuestras clases de francés, a jugar cartas y a inventar proyectos que llevaríamos a cabo juntos cuando nos liberaran.

Cuando llegaba la olla del desayuno, era la desbandada. Al principio, había reflejos de cortesía. Cada uno se acercaba con el plato en la mano y nos ayudábamos los unos a los otros. Los hombres les cedían el lugar a las mujeres, se cuidaban los modales. Pero las cosas cambiaron imperceptiblemente. Un día alguien exigió que hiciéramos fila. Luego, otro se lanzó, al oír el tintineo del candado, para servirse de primero. Cuando uno de los hombres más fornidos del grupo insultó a Gloria, acusándola injustamente de abrirse paso a codazos para servirse, las relaciones entre todos ya estaban bastante deterioradas. Lo que debía ser un momento de tranquilidad se convirtió en la hora de los empujones, en que los unos acusaban a los otros de quedarse con lo mejor de una ración asquerosa.

La guerrilla tenía docenas de marranos. Muchas veces, el olor a cerdo asado nos llegaba hasta las barracas, pero jamás había carne para nosotros. Cuando se lo mencionamos a Rogelio, volvió contento, columpiando la olla con el brazo. Adentro había una cabeza de marrano puesta en una cama de arroz. Tenía tantos dientes que parecía estar sonriendo. «Un marrano que ríe», pensé. Un enjambre de moscas verdes atraídas por la olla lo seguía como si fueran su escolta personal. Era francamente repugnante, y por eso nos peleábamos.

Teníamos hambre, sufríamos y comenzábamos a comportarnos como si fuéramos menos que nada.

Yo no quería participar en eso. Me resultaba muy doloroso ser empujada por los unos y vigilada por los otros, ¡como si estuvieran dispuestos a mordernos cada vez que alguien se acercaba a la olla! Veía las reacciones, las miradas de reojo. Lucho concluyó que lo más prudente sería que no me volviera a acercar a la olla.

Me quedaba en la barraca y Lucho traía el arroz con fríjoles. Yo miraba desde la distancia nuestras acciones y me preguntaba por qué nos portábamos así. Nuestras relaciones ya no se regían por las reglas de la cortesía. Habíamos establecido otro orden, que, bajo la apariencia de un tratamiento meticulosamente igualitario, les permitía a los temperamentos más belicosos y a las constituciones más fuertes imponerse pasando por encima de los demás. Las mujeres éramos un blanco fácil. Nuestras protestas, expresadas desde la irritación y el dolor, eran fácilmente ridiculizadas. Si por descuido se nos salían las lágrimas, la reacción era inmediata: «¡Quiere manipularnos!».

Nunca antes había sido víctima de la guerra de sexos. Yo había llegado a la arena política en un buen momento: era mal visto discriminar a las mujeres y nuestra participación era percibida como un aporte renovador en un mundo podrido por la corrupción. Esta agresividad contra las mujeres no me era familiar.

Ese miedo irracional hacia el sexo opuesto, me decía a mí misma, era una de las razones por las que la Inquisición había quemado a tantas mujeres en la hoguera.

Una mañana, de un amanecer aún morado, cuando nadie se había levantado todavía, el recepcionista se paró frente a la ventana lateral, acompañado de otro guerrillero que se había ubicado detrás, como para secundarlo en una misión que parecía delicada, a juzgar por su rigidez.

Rogelio tronó con una voz que hizo estremecer el alojamiento: «¡Los prisioneros, se numeran rápido!».

No entendí. ¿Numerarse? ¿Qué era exactamente lo que quería? Me agaché para hablar con Gloria, que dormía en el camarote de abajo. Esperaba que ella me diera alguna explicación, pues había pasado más tiempo que nosotros con el grupo de Sombra. Me imaginaba que sabía en qué consistía la orden de Rogelio. «Es para contarnos. Jorge, que está contra la malla, comienza diciendo «uno»; luego me toca a mí el turno y digo «dos»; Lucho va de tercero y dice «tres», y así sucesivamente», me explicó Gloria susurrando rápidamente, temiendo que los guardias la llamaran al orden.

¡Teníamos que numerarnos! Eso me parecía monstruoso. Estábamos perdiendo nuestra identidad; los guerrilleros se negaban a llamarnos por nuestros nombres. No éramos más que una carga, nos trataban como si fuéramos ganado. El recepcionista y su acólito se impacientaron con nuestra confusión. Nadie quería comenzar. En el fondo de la barraca, alguien gritó:

—¡A ver, empiecen! ¿Quieren que nos tengan todo el día en esta mierda o qué?

Hubo un silencio. Luego, con voz fuerte, como si estuviera en un cuartel en posición de firmes, alguien gritó: «Uno». La persona de al lado gritó: «Dos». Los demás siguieron: «Tres», «Cuatro». Cuando finalmente me tocó el turno, con el corazón acelerado y la boca seca, logré decir con una voz no tan fuerte como hubiera querido: «Ingrid Betancourt».

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