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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (34 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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—¡Luchini, es maravilloso! ¡Voy a poder oír a Mamá pasado mañana! —exclamé, saltándole al cuello. Lucho acababa de hacerme el regalo más maravilloso del mundo, no tenía por qué pedirme excusas.

Preparamos un paquete con dulces, galletas y el pedazo de torta que nos quedaba, para Gloria y Jorge Eduardo. Le pedí al guardia que le transmitiera nuestra petición a Sombra. La respuesta no se hizo esperar:

—Ingrid, tiene treinta minutos para hablar con Alan y entregarle el paquete.

No me hice rogar y seguí al guerrillero hasta el aula donde estaban apiladas las sillas. Alan me estaba esperando. Nos abrazamos como si nos conociéramos de toda la vida.

—¿Viste la cárcel? —le pregunté.

—Sí. Yo creo que me van a poner en tu grupo.

—¿Cómo así?

—Sombra va a poner a los militares de un lado y a los civiles del otro.

—¿Ah, sí? ¿Y tú cómo lo sabes?

—Por los guardias. Algunos dan información a cambio de cigarrillos.

—Ah… ¿Cuántos civiles hay?

—Hay cuatro: dos hombres y dos mujeres. Yo prefiero estar con los militares. Pero bueno, si estoy contigo, ahí nos organizamos. Tengo ganas de aprender francés.

—Claro. Cuenta con eso.

—Oye, Ingrid, no sabemos qué va a pasar. Con ellos nunca se sabe. Pero debes ser fuerte, pase lo que pase. Y ten cuidado. La guerrilla tiene soplones por todas partes.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que toca desconfiar hasta de los compañeros. Hay algunos que están dispuestos a acusar al otro por un encendedor o por leche en polvo. No confíes en nadie. Es mi mejor consejo.

—Bueno… gracias.

—Y gracias por las golosinas. Todo el mundo va a quedar feliz. Nos dieron treinta minutos exactamente. Ni uno más. Yo volví pensativa. Las palabras de Alan me dejaron muy impresionada.

Sentí que, efectivamente, había que prepararse para una experiencia difícil. Veía las cercas, los alambres de púas, las garitas. Pero no me podía imaginar el mundo dentro de la cárcel: la falta de espacio, la promiscuidad, la violencia, las delaciones.

29
EN LA CÁRCEL

18 de Octubre de 2003

Por la mañana, unos guerrilleros se acercaron a nuestra carpa. Había uno alto y flaco, de bigote fino y mirada ponzoñosa. Tenía un sombrero de tela verde, como los que usaban los paramilitares. Puso su bota llena de barro sobre mi caleta y chilló: «¡Empaquen sus cosas! Todo tiene que desaparecer en cinco minutos». El tipo no me intimidaba. De hecho, me parecía ridículo, con su disfraz de vaquero, pero igual, yo estaba temblorosa. Era una reacción nerviosa: una especie de desdoblamiento. Yo tenía la cabeza fría y lúcida, pero un cuerpo demasiado emotivo. Eso me molestaba. Había que moverse rápidamente, doblar, enrollar; guardar, amarrar. Yo sabía por dónde debía comenzar y por dónde debía terminar, pero las manos no me obedecían. Los gestos que repetía a diario, y que no me tomaban más de un segundo, me resultaban imposibles bajo la mirada del bigotudo. Me lo imaginaba pensando que yo era una pelota y eso aumentaba mi torpeza. Para probarme a mí misma que mi parálisis era solo temporal, me obstinaba en hacer las cosas a la perfección. Volví a comenzar a doblar, enrollar, guardar y amarrar como una maniaca. El bigotudo pensó que yo lo hacía a propósito para demorar la ejecución de su orden. Con eso bastó para que me odiara.

Lucho observaba y se alarmaba, pues sentía que las amenazas se acumulaban sobre nuestras cabezas. No acababa yo de amarrar mi tula vieja cuando el bigotudo vino a rapármela, visiblemente irritado, y me dio la orden de seguirlo. Nos fuimos en fila india, en un silencio doloroso, vigilados por unos hombres armados, guerrilleros de cara patibularia. Yo grababa cada paso en mi memoria, cada accidente del terreno, cada particularidad de la vegetación que pudiera servirme de señal para mi futura huida. No quitaba los ojos del suelo. Tal vez por eso tuve la sensación de que la cárcel se me iba a caer encima.

Cuando la vi, estaba a punto de estrellarme contra la cerca y el alambre de púas. La sorpresa fue mayor cuando noté que ya había gente dentro. Sin pensarlo mucho, había imaginado que, dado que nosotros éramos quienes más cerca estábamos de la cárcel, seríamos los primeros en llegar. Sombra se encargó de que ya hubiera otros secuestrados antes de nuestra llegada, bien fuera para que sintiéramos menos miedo de entrar o bien para darnos a entender que ya otros habían tomado posesión del lugar.

El bigotudo nos obligó a hacer una pequeña desviación inútil, que nos permitió comprender que la cárcel estaba dividida en dos: había dos construcciones, una pequeña y otra mucho más grande, adosadas la una contra la otra, separadas por un pasillo de un ancho apenas suficiente para que cupiera el guerrillero de guardia. A la construcción pequeña se entraba por un espacio de tierra pisada. Toda la vegetación había sido eliminada, salvo algunos árboles jóvenes que le hacían sombra al techo de las barracas, para ocultar el zinc a las miradas de los aviones militares. El espacio estaba encerrado por una malla de acero. Una pesada puerta de metal asegurada con una imponente cadena y un gran candado impedían el acceso.

El bigotudo se sacó las llaves del pantalón, manipuló el candado para darnos a entender que la operación no era fácil, y la puerta se abrió con un chirrido medieval. Las cuatro personas que estaban dentro retrocedieron algunos pasos. El guerrillero lanzó adentro mi tula, como si tuviera unas fieras frente a él. Desde que aparecimos en su campo de visión, los cuatro rehenes no nos quitaron los ojos de encima.

Todos estaban deteriorados físicamente, con las facciones fatigadas, con cara de hambre, el pelo canoso, las arrugas profundas, los dientes amarillos. Sin embargo, más que por su apariencia física, yo estaba conmovida por su actitud, casi imperceptible, que delataba la posición del cuerpo, el movimiento de la mirada, la inclinación de la nuca. Casi se podría creer que todo era normal. Y, sin embargo, había algo que ya no era lo mismo. Como cuando un olor nuevo traído por la brisa llena la atmósfera y dudamos de haberlo percibido en realidad, pues ya se nos ha escapado, aunque nuestra memoria ha quedado impregnada de él.

Estaban detrás de la cerca. Durante algunos segundos, yo todavía estaría afuera. Era casi una indecencia mirarlos, pues su humillación estaba al desnudo y no había manera de cubrirla. Eran seres desposeídos de sí mismos, a la espera de la buena voluntad de los demás. Pensé en esos perros sarnosos, rechazados y perseguidos, que ya no esquivan los golpes, con la esperanza de ser olvidados por sus verdugos. Algo de eso había en sus miradas. Yo conocía a dos de los rehenes, pues habíamos compartido el hemiciclo del Senado. Ahora los volvía a ver ante mí, miserablemente vestidos, mal afeitados, con las manos sucias, pero erguidos, buscando mantener aplomo y dignidad, a pesar del miedo.

Me dolía verlos así y que se sintieran mirados. Ellos, a su vez, sentían lo mismo por mí, conscientes de que yo compartiría su suerte en unos pocos minutos, y leían el horror en mi rostro.

La puerta se abrió. El bigotudo me empujó dentro. Jorge Eduardo Géchem fue el primero en dar un paso adelante y me recibió en sus brazos. Estaba temblando y tenía los ojos bañados en lágrimas:

—Mi madame querida, no sé si alegrarme de verte o ponerme triste.

Gloria Polanco también me abrazó con calidez. Era la primera vez que nos veíamos, pero era como si fuéramos amigas desde siempre. Consuelo se acercó, lo mismo que Orlando. Todos llorábamos, seguramente aliviados de estar juntos, de sabernos vivos, pero también nos apesadumbraba más la desgracia común. Orlando agarró nuestros petates y nos llevó al alojamiento. Era una construcción de madera, con una malla metálica que tapizaba todo el interior, desde el techo hasta las paredes. Había cuatro camas superpuestas verticalmente, tan cerca las unas de las otras que era necesario voltearse de lado para poder meterse en ellas. En uno de los costados, las tablas de madera de la pared habían sido cortadas de tal manera que se formaba una gran ventana que daba al exterior del alojamiento; esta ventana estaba en su totalidad cubierta por la malla metálica. El lugar se mantenía sumido en la penumbra y en las camas del fondo la oscuridad era total. Un olor a moho hería las narices desde la entrada y todo estaba cubierto de un aserrín rojizo que flotaba en el aire, testimonio de la reciente construcción de las barracas.

—Ingrid, te vamos a encargar de repartir las camas. ¡Escoge primero la tuya!

La idea me sorprendió y me puso en guardia. No era conveniente atribuirle un papel de jefe a nadie. Me acordé de las palabras de Alan y pensé que lo mejor sería hacerme a un lado.

—No, ese papel no me corresponde. Yo cojo la cama que quede después de que ustedes escojan.

Hubo un malestar de inmediato. El nerviosismo de los unos y la rigidez de los otros nos hizo comprender muy pronto que debajo de los buenos modales había una verdadera guerra entre nuestros compañeros. Los tres terminamos ubicándonos estratégicamente, funcionando como escudo entre nuestros cuatro compañeros: Clara, al fondo del alojamiento, entre Orlando y Consuelo; Lucho y yo entre los otros dos y ellos. Al parecer, todo el mundo quedó satisfecho y cada uno comenzó a instalarse.

Le expliqué a Sombra que necesitábamos escobas para limpiar el lugar y que sería deseable abrir una gran ventana en el frente de la barraca para que las camas del fondo recibieran luz. Sombra me escuchaba mientras inspeccionaba el alojamiento y se fue después de asegurarme que mandaría a uno de sus muchachos con una escoba y una motosierra.

Mis compañeros se reunieron a mi alrededor. Para ellos, la actitud de Sombra era inhabitual:

—¡Siempre dice que no a cualquier cosa que le pedimos! Es una suerte que te haga caso. Falta ver si cumple su palabra.

Así, entusiasmados por la idea de tener una nueva ventana, empezamos a hacer proyectos: construiríamos unos estantes con las tablas que iban a quitar. Habría que pedir tablas adicionales para hacer una mesa grande donde pudiéramos comer juntos y una mesa bajita junto a la puerta de entrada para recibir las ollas con la comida.

La idea de concebir proyectos que pudiéramos realizar en común me gustaba. Se había creado una atmósfera de fraternidad que todos necesitábamos. Más relajados, nos reunimos en el patio exterior, bajo los árboles que no habían sido sacrificados, y empezamos a relatar nuestras peripecias. Orlando había sido el primero en ser secuestrado y lo pusieron inmediatamente con los más de cincuenta oficiales y suboficiales que las Farc tenían en su poder desde hacía años. Consuelo fue la segunda. Encerrada con los militares y los policías, guardaba un recuerdo difícil de los meses en que fue la única mujer en aquel campamento de las Farc. A Gloria la secuestraron con sus dos hijos, y luego, de repente, la separaron de ellos y se la llevaron al grupo de los «canjeables». Jorge fue secuestrado en un avión, tres días antes de mi captura. Gloria y Jorge llegaron juntos, pues la guerrilla los había reunido algunas semanas antes, para luego ponerlos con el resto del grupo.

Los intentos de fuga y las traiciones habían herido a unos y habían apartado a otros. La sospecha se había infiltrado entre ellos y reinaba la desconfianza. Sus relaciones con la guerrilla eran azarosas. Estos compañeros llevaban más de un año en las manos de Sombra, un hombre al que temían y detestaban, sin atreverse a expresarlo por temor a que los chivatearan. La tropa de Sombra hacía reinar el terror entre los prisioneros. Nos contaron que uno de los suboficiales, después de una pelea con otro prisionero, había sido asesinado.

Mis compañeros tenían ganas de hablar, de expresarse, pero las experiencias terribles que habían vivido los obligaban al silencio. Lo comprendí sin dificultad. Al compartir los recuerdos, se produce una evolución. Ciertos hechos son demasiado dolorosos para ser contados: al revelarlos volvemos a vivirlos otra vez. Uno espera que, con el paso del tiempo, el dolor desaparezca, que será posible compartir con otros lo que vivimos y que nos aliviaremos del peso del propio silencio. Sin embargo, muchas veces, cuando el recuerdo no nos produce sufrimiento, preferimos callar por respeto a nosotros mismos. Ya no sentimos la necesidad de descargarnos, sino más bien de no dañar al otro con los recuerdos de nuestras propias desgracias. Contar ciertas cosas es permitir que se mantengan vivas en la mente de los otros, y entonces nos parece que lo más conveniente es dejarlas morir en nuestro interior.

30
LA LLEGADA DE LOS ESTADOUNIDENSES

Finales de octubre de 2003

La escoba llegó tal como había prometido Sombra. Pero no la motosierra. Los guardias apostados en las garitas eran inaccesibles. Para cualquier petición, era necesario esperar a que llegara el «recepcionista», que, por lo menos en mi experiencia, por primera vez no era una mujer. Solamente los hombres estaban autorizados a acercarse a la cárcel. Para complicar un poco más las cosas, el bigotudo de sombrero paramilitar, Rogelio, había sido nombrado para ese oficio. Él era quien abría la pesada puerta de metal en la mañana y ponía la olla de la colada en el suelo, sin decir una palabra. Mis compañeros se le abalanzaban para hablarle antes de que desapareciera, y él los rechazaba con violencia empujándolos hacia adentro y diciendo: «Más tarde, más tarde».

Durante el día, pasaba varias veces frente a la reja haciendo caso omiso de las llamadas y las peticiones acuciantes de mis compañeros. Rogelio se reía mientras se alejaba, satisfecho de poder burlarse de ellos. Mi situación acababa de cambiar. A decir verdad, hasta ahora había tenido un acceso fácil al comandante del campamento, encargado de resolver mis problemas. Aquí, era al parecer este joven guerrillero quien servía como contacto con el exterior. Era el único hombre a quien podíamos presentar nuestras solicitudes. Cuando mis compañeros hacían esfuerzos por caerle bien, él les respondía con desprecio.

Las relaciones humanas se transformaron en el instante en que entramos en la cárcel. Los tornillos del potro de tortura se apretaban un poco más. Nos habíamos convertido en unos pedigüeños. No quería verme aferrada a la malla, maullando para obtener la atención del guardia. Tener que lamerle las botas a este personaje con falsas sonrisas o con una cercanía hipócrita me resultaba francamente insoportable. Al tipo le encantaba que lo adularan.

En poco tiempo, estableció relaciones jerarquizadas con nosotros. Estaban los que le caían bien: a esos, les respondía más rápido, los escuchaba con más paciencia e incluso, a veces, con interés. Luego estábamos los demás: con nosotros se esmeraba para ser descortés. Así, me rechazaba de manera grosera delante de mis compañeros cada vez que necesitaba algo, pero corría a satisfacer la petición de los que estaban parados con él.

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