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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (33 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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Era la «hora del bolero», un programa de música de los años cincuenta. Me gustaba mucho ese programa. Me sabía las letras de las canciones, pues Mamá las cantaba todo el día desde que yo tenía memoria. Era la hora del bajonazo, de los análisis pesimistas y de los balances negros sobre el tiempo perdido. Nos confesábamos mutuamente, descubriendo los abismos insondables de nuestra tristeza.

—Me da miedo morirme aquí —repetía Lucho.

—No te vas a morir aquí.

—Es que estoy muy enfermo.

—No me parece. Te ves en forma.

—No te burles, es en serio. Soy diabético. Es grave. Puedo sufrir un coma diabético en cualquier momento.

—¿Cómo es eso del coma diabético?

—Es como un desmayo, pero mucho más grave. Uno puede quedar descerebrado, quedar como un vegetal. —No digas eso. Me das miedo.

—Quiero que lo sepas, porque puedo necesitar tu ayuda. Si alguna vez notas que estoy pálido o me desmayo, debes darme azúcar inmediatamente. Si empiezo a convulsionar, tienes que agarrarme la lengua…

—¡A ti nadie puede agarrarte la lengua, mi Lucho! —le respondí, riéndome.

—No, es en serio, ponme atención. Tienes que estar pendiente para que no me ahogue con mi propia lengua.

Yo lo oía atentamente.

—Cuando vuelva a recuperar la conciencia, tienes que impedir que me duerma. Me tienes que hablar todo el día y toda la noche, hasta que veas que he recuperado la memoria. En general, después de una crisis de hipoglucemia uno quiere dormir, pero puede no despertarse nunca más.

Presté mucha atención. Lucho era insulinodependiente. Antes de su captura, se inyectaba todos los días en el estómago para obtener su dosis de insulina. Hacía dos años no tenía acceso a la insulina. Lucho se preguntaba qué milagro era el que le permitía seguir vivo. Yo sabía la respuesta. La veía en sus ojos. Se aferraba a la vida con valentía. No estaba vivo a causa de su miedo a la muerte. Estaba vivo porque amaba apasionadamente la vida.

Me estaba explicando que las golosinas que nos habían mandado podían salvarle la vida cuando en ese momento nos llamó el guardia.

—Oigan, dejen de escuchar música. ¡Se están perdiendo las noticias!

—¿Y qué? —respondimos a dúo.

—¡Y qué! Pues que acaban de pasar lo de sus pruebas de supervivencia.

Saltamos de nuestros puestos como si nos hubieran dado una descarga eléctrica. Lucho maniobraba a toda velocidad para sintonizar Radio Caracol. La voz del periodista estrella de la emisora nos llegaba fuerte y clara. Estaba haciendo una recapitulación de nuestros mensajes, que acababan de ser transmitidos por televisión. Solo pude oír algunos fragmentos de mi declaración, sin poder verificar que no hubieran manipulado la grabación. Sin embargo, oí la voz de mi madre y las declaraciones de Melanie. Su alegría me sorprendió. De cierta forma, me dolía. Casi les reprochaba que se alegraran con tan poca cosa. Había algo de monstruoso en ese alivio que mis secuestradores les proporcionaban solo para alargar más nuestra separación. Me producía un dolor inmenso en el corazón pensar que todos habíamos caído en la trampa. Esta prueba de supervivencia no era una condición para nuestra liberación. No había negociaciones con Francia. Su única función era anunciar cruelmente la prolongación de nuestro cautiverio. La guerrilla lograba hacer presión sin tener la más remota intención de liberarnos. Nosotros éramos un trofeo en manos de la guerrilla.

Para hacer eco a mis pensamientos, Marta, la guerrillera gorda, se me acercó y me dijo:

—Ingrid, están construyendo una cárcel.

—¿Quién está construyendo una cárcel?

—Los muchachos.

—¿Para qué?

—Para encerrarlos a todos.

Yo me negaba a rendirme ante lo evidente. Presa del vértigo, como si estuviera al borde de un precipicio, di un paso más hacia el vacío:

—¿Quiénes son «todos»?

—Todos los prisioneros que están en el otro campamento, a treinta minutos de aquí, y a ustedes tres. Hay unos políticos: tres hombres y dos mujeres. El resto son soldados y policías. Son los que hacen parte del «intercambio humanitario». Los van a reunir a todos aquí…

—¿Cuándo?

—Ya casi. Tal vez la semana entrante. Mañana ponen los alambres de púas.

Sentí palidecer.

—Mamita, va a ser muy duro para usted —me dijo Marta con compasión—. Tiene que ser muy fuerte, tiene que prepararse.

Me senté en la caleta, apabullada. Como Alicia, caía por un hoyo sin fin. Nadie me retenía y yo caía sin remedio. Ese era el hoyo negro. Me estaban engullendo las entrañas de la Tierra. Yo estaba viva solo para asistir a mi propia muerte. ¿Era este mi destino? Sentía mucha rabia con Dios por haberme abandonado. ¿Una cárcel? ¿Alambres de púas? Sufría por el solo hecho de respirar. No podía continuar. Pero me tocaba, debía seguir. Estaban los demás, todos los demás, mis hijos, Mamá. Apreté los puños contra las rodillas, furiosa con Dios y conmigo misma, y le dije: «No me dejes nunca alejarme de ti. ¡Nunca!».

Me levanté como una autómata, sintiendo la cabeza vacía, para anunciarles a mis compañeros la espantosa noticia.

Cada vez que íbamos a los chontos, veíamos el avance de los trabajos. Tal como había anunciado Marta, instalaron una malla de acero y encima unos alambres de púas en la cerca de cuatro metros de alto. En una de las esquinas de la construcción hicieron una garita desde donde se podía vigilar todo, con una escalera para llegar hasta arriba. Se podían adivinar entre los árboles las otras tres torres, construidas de manera idéntica. Era un campo de concentración en plena selva. Tenía pesadillas con eso, y me despertaba sobresaltada en medio de la noche, bañada en sudor. Tal vez gritaba, porque Lucho me despertó una noche tapándome la boca con la mano. Temía que tomaran represalias contra nosotros. En consecuencia, comencé a perder el sueño y a refugiarme en el insomnio para que las pesadillas no me tomaran por sorpresa. Lucho tampoco podía dormir. Nos sentábamos a hablar en nuestras caletas, con la esperanza de alejar los fantasmas de la noche.

Lucho me contaba cómo eran las Navidades de su infancia, cuando su madre hacía tamales, un plato típico de la región del Tolima, donde ella había nacido. La receta contenía huevos duros, y Lucho de niño se los comía a escondidas. El la veía en su bata, al otro día, contando los huevos y preguntándose por qué siempre le faltaban. Ese recuerdo lo hacía llorar de la risa. Por mi parte, me veía de nuevo en las Seychelles y recordaba los días felices del nacimiento de mi hija. Volvía pues a lo esencial: ante todo, yo era madre.

La construcción de esta cárcel me había afectado profundamente. Para mí era indispensable repetirme que yo no era una prisionera, sino una secuestrada. Que no había hecho nada malo, que no estaba pagando por ningún delito. Que aquellos que me habían arrebatado mi libertad no tenían ningún derecho sobre mí. Lo necesitaba para no someterme. Para no olvidar que tenía la obligación de rebelarme. Los guerrilleros llamaban a esto «cárcel». Mediante este acto de prestidigitación, me convertía en una criminal, y ellos, en la autoridad. No. No iba a doblegarme.

A pesar de mis esfuerzos, nuestra cotidianidad se volvió sombría. Notaba el humor melancólico de mis compañeros; todos estábamos deprimidos. Lucho había adoptado la costumbre de tomarse su colada de la mañana con Clara, en una plataforma de madera que alguna vez debió de servir para almacenar provisiones y que ahora, inundada por el agua del pantano, parecía una isla flotante en el charco de los cerdos. Lucho iba allá todas las mañanas con las galletas que le habían correspondido; las compartía sin preocuparse de guardar para más tarde. Un día, no fue a la plataforma y se quedó, para tomarse la colación sentado en su caleta.

—¿Qué pasó, Lucho?

—Nada.

—Anda, cuéntame. Yo sé que algo te molesta.

—No es nada.

—Bueno, si no quieres contarme debe ser que no es importante. Cuando volvía del río después de bañarme, vi que Lucho discutía acaloradamente con Clara por los baldes de plástico que la guerrilla nos había dado. Lucho se había ofrecido a llenarlos en el río. La idea era disponer de agua limpia para lavarnos los dientes y las manos, y para limpiar los platos después de cada comida. La labor era difícil, porque había que traer los dos baldes llenos, subiendo por un camino pendiente y resbaloso a causa del barro.

Faltaba poco para que cayera la noche y los guerrilleros no iban a dejar que Lucho volviera al río a traer agua. Él ya había hecho su tarea del día, se había bañado y estaba limpio y listo para la noche. Clara había usado el agua de los baldes para meter allí su ropa sucia. No quedaba agua para lavar los platos ni para cepillarnos los dientes antes de acostarnos. Lucho estaba exasperado.

Estos pequeños incidentes de nuestra cotidianidad nos amargaban la vida, probablemente porque nuestro mundo se había reducido demasiado. Comprendía perfectamente la rabia de Lucho. Yo también había perdido los estribos muchas veces. A mí también me habían tocado las malas reacciones y las malas actitudes. A veces eso me sorprendía, pues no conocía bien los engranajes de mi propio temperamento.

La comida, por ejemplo, no me interesaba. Sin embargo, una mañana me levanté y me dio un mal genio vergonzoso por no haber recibido la ración más grande. Era ridículo. Eso nunca me había sucedido antes. Estando en cautiverio, descubrí que mi ego sufría si me veía desposeída de aquello que deseaba. Con el hambre como acicate, la comida se convertía en el motivo de los combates silenciosos entre prisioneros. Observaba en mí una transformación que no me gustaba, más aún porque tampoco la soportaba en los demás.

Esas pequeñas cosas de la cotidianidad envenenaban nuestra existencia, tal vez porque nuestro universo se había estrechado. Despojados de todo, de nuestra vida, de nuestros placeres, de nuestros seres queridos, adoptábamos el reflejo errado de aferramos a lo que nos quedaba, casi nada: un metro de espacio, un pedazo de galleta, un minuto más al sol.

28
LA ANTENA DE SATÉLITE

10 de Octubre de 2003

La cárcel parecía terminada. Contábamos los días que nos quedaban en el talud, como condenados a muerte esperando su ejecución. Sombra vino a verme una mañana. Quería instalar una antena parabólica. Había un televisor en el campamento. Una parte de las instrucciones venía en inglés y él necesitaba mi ayuda.

Le dije que no conocía nada de esa tecnología. Sin embargo, insistió en que lo acompañara a revisar los equipos. Habían construido dos enormes galpones de madera. Había una tercera construcción, más pequeña que los otros dos cambuches, con unos bancos y montones de sillas plásticas apiladas a los lados. Los guerrilleros estaban bien aprovisionados, de eso no cabía duda. Las cajas de los aparatos electrónicos ocupaban el centro del aula y los manuales de utilización estaban bien puestos encima. Di un paso hacia adelante. En ese momento vi, por entre las sillas apiladas, la cárcel en su totalidad. Era una imagen siniestra, una jaula envuelta de alambre de púas y rodeada de barro.

Hojeé los manuales de utilización, apreté unos cuantos botones y me declaré vencida:

—No entiendo nada de esto.

Era incapaz de concentrarme en otra cosa diferente del infierno que habían construido. Con el corazón arrugado, les describí la escena a mis compañeros.

Sombra, por su parte, no se había dado por vencido. Al día siguiente, antes del mediodía, una de las lanchas que recorrían el río llegó con uno de los secuestrados del campamento que quedaba río arriba.

Era un hombre delgado, de baja estatura, con el pelo cortado a ras, los ojos hundidos en sus órbitas, el rostro cadavérico. Los tres estábamos pendientes en el talud, curiosos de saber quién era la persona que Sombra había mandado traer para que le instalara su antena. Pasó frente a nosotros, siguiendo el camino utilizado por la guerrilla, tal vez sin saber que había otros prisioneros en el campamento de Sombra. ¿Acaso sintió nuestras miradas, fijas sobre él? El hombre se detuvo en seco y dio media vuelta. Nos quedamos mirándonos durante unos segundos. Todos hacíamos el mismo recorrido mental. Nuestras caras reflejaron sucesivamente la sorpresa, el horror y, luego, la conmiseración. Teníamos todos al frente nuestro la imagen de un desecho humano.

Lucho fue el primero en reaccionar:

—¿Alan? ¿Alan Jara? ¿Tú eres Alan?

—Sí, claro, claro. Perdónenme que no los reconocí. Es que se ven muy diferentes en las fotos.

—¿Cómo estás? —le pregunté después de un silencio.

—Bien, bien.

—¿Y los demás?

—Bien, también.

El guardia le clavó el cañón del fusil en la espalda. Alan sonrió con tristeza, se despidió con la mano y se dirigió a las barracas.

Los tres nos miramos aterrados. Este hombre era un cadáver ambulante. Llevaba puesta una camiseta vuelta harapos y unas bermudas mugrientas. Sus piernas, de una flacura extrema, flotaban en unas botas de caucho demasiado grandes. Nos mirábamos como si nos acabaran de quitar una venda de los ojos. Nos habíamos acostumbrado a vernos así, pero nosotros no estábamos mejor que Alan. La diferencia es que acabábamos de recibir provisiones. No lo dudamos un segundo. Fuimos a buscar lo que nos quedaba para enviarlo a los compañeros del otro campamento.

También nos quedaba un pedazo de torta que acababa de hacer para festejar el cumpleaños de Lorenzo y del hijo de Lucho.

—Deberíamos mandárselo —me dijo Lucho—. Es el cumpleaños de Gloria Polanco y de Jorge Géchem.

—¿Y tú cómo sabes que es el cumpleaños de ellos?

—Por los mensajes de la radio. Las familias los felicitaron por el cumpleaños; es el 15 o el 17 de octubre, ya no me acuerdo. Pero es dentro de unos días.

—¿Cuáles mensajes de la radio?

—Dios mío, no te lo puedo creer. ¿No sabes que todos los días hay un programa de radio en rcn, La Carrilera, que presenta Nelson Moreno, donde se transmiten los mensajes de nuestras familias para cada uno de nosotros?

—¿Qué?

—Sí. Tu familia no llama por esa emisora. Pero tu mamá te manda mensajes todos los sábados por Caracol, en Las voces del secuestro. A un periodista, Herbin Hoyos, se le ocurrió la idea de crear un contacto por radio para los secuestrados. Tu mamá te llama y te habla. ¡Yo la oigo todos los fines de semana!

—— ¿Cómo así? ¿Y por qué no me lo habías dicho?

—Mira, perdóname, pero yo creía que tú sabías. Estaba convencido de que escuchabas el programa como yo.

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